La empresa Ecopetrol y la Unión Sindical Obrera de la Industria del Petróleo (USO), junto al Gobierno Nacional y la Universidad Nacional de Colombia, organizan la II Asamblea Nacional por la Paz reuniendo a 1.500 personas para que se trabaje en unión y de forma coordinada. «El petróleo ha sido desde finales del siglo XIX […]
La empresa Ecopetrol y la Unión Sindical Obrera de la Industria del Petróleo (USO), junto al Gobierno Nacional y la Universidad Nacional de Colombia, organizan la II Asamblea Nacional por la Paz reuniendo a 1.500 personas para que se trabaje en unión y de forma coordinada.
«El petróleo ha sido desde finales del siglo XIX una materia prima estratégica para el funcionamiento del capitalismo mundial, lo que ha acarreado guerras, invasiones, golpes de Estado, dictaduras, sometimiento de países por parte de las grandes potencias, saqueo de recursos naturales, apropiación de vastas regiones de los territorios productores, consolidación de empresas multinacionales, formación de economías de enclave en los países dependientes y muchas cosas más».
El llamado «oro negro» es presentado así en el primer tomo del libro Petróleo y protesta obrera. La USO y los trabajadores petroleros en Colombia y este país, territorio de hidrocarburos, lo sabe bien. Desde sus inicios, la extracción petrolífera ha generado desplazamientos forzosos, asesinatos, corrupción, mafias, persecuciones de sindicalistas, conflictos laborales entre trabajadores y patronal y un largo etcétera de situaciones que complejizaban y afeaban la realidad colombiana.
Por suerte, esta realidad quiere ser distinta hoy. Y, aunque los conflictos con las empresas petroleras no han cesado (como tampoco los desplazamientos forzosos, ni los vertidos a ríos incrementando la alta contaminación hídrica, entre otros problemas), el sector quiere formar parte del «nuevo Estado» en paz que se está construyendo en Colombia.
Definir cuál ha de ser su papel en este momento de unión colectiva para el fin del conflicto armado es algo que se está aún gestando, pero lo que el sector minero-energético tiene claro es que quiere sumarse «a la construcción participativa y plural de una paz integral, estable y duradera mediante iniciativas regionales» que se han ido creando en el país a lo largo de los últimos tres años, «con el objetivo de profundizar en la democracia y en la promoción permanente de la cultura de paz».
Éste, al menos, ha sido el propósito de la II Asamblea Nacional por la Paz que se ha celebrado en Bogotá el 19 y 20 de noviembre en el hotel Taquendama (conocido por ser el hotel del Ministerio de Defensa de Colombia), la convocatoria de la empresa Ecopetrol, la Unión Sindical Obrera de la Industria del Petróleo (USO), el Gobierno Nacional y la Universidad Nacional de Colombia; y con el apoyo de algunas embajadas internacionales.
Hasta la capital colombiana se acercaron unas 1.500 personas venidas de todos los territorios, especialmente de aquellos donde se extrae gas y petróleo, para concretar una agenda de propuestas hacia el camino para la paz con el fin de ser tenidas en cuenta en la mesa de diálogos en La Habana (Cuba) y en las que surjan en un esperado futuro con otras insurgencias.
Diecinueve años separan esta Asamblea Nacional por la Paz de la primera que realizaron Ecopetrol y la USO (que tuvo lugar en 1996). Tiempo suficiente para madurar la idea de que «la industria petrolera ha de seguir estando fuera de la guerra, pero ahora puede servir para el post-acuerdo y la paz en Colombia y puede acompañar a la sociedad organizada», según explicaba para Constituyentes Arlés Pérez Gutiérrez, integrante de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y Paz de la USO.
Es por ello que antes de este encuentro se han realizado 43 asambleas subregionales, 12 regionales y diversos foros e iniciativas de reflexión donde han participado unas 1.300 organizaciones, sectores, comunidades e instituciones en torno a la consigna «Territorios con Energía Construyendo Paz para a las Nación», para lo que se han destinado unos 4.500 millones de pesos colombianos. «Lo que necesitamos es que las personas del común también puedan opinar, digan que es lo que les está pasando y que propongan ideas de cambio para el nuevo país», explicaba Pérez Gutiérrez argumentando el porqué de tanto trabajo.
Danilo Urrea, miembro de Censat Agua Viva-Amigos de la Tierra Colombia y participante de este encentro, aseguraba que una de las características importantes de esta asamblea ha sido «la participación de gente de muchas partes del país que tienen una voluntad política de estar en el proceso de construcción de paz». Por ello, fueron muchas las mesas de trabajo sobre los tres ejes temáticos a discutir: Política minero-energética; Desarrollo Regional y Construcción de Paz; y Cultura de paz y Pos Acuerdo.
Sin embargo, las intervenciones no se enfocaron hacia los temas a tratar, según Urrea. «Todavía hay un discurso muy general de la construcción de paz y de la guerra en Colombia que creo implica un reto: la pedagogía de paz en torno a los temas que se han tratado», explicaba a preguntas de Constituyentes mientras sugería hacer un esfuerzo mayor en los asuntos que este tipo de asambleas presentan.
Pero es que hasta el encuentro llegaron asociaciones de víctimas del conflicto, colectivos indígenas y afrodescendientes, mujeres, jóvenes, asociaciones ambientalistas, defensoras y defensoras de derechos humanos, colectivos políticos, estudiantes, personas LGBTI, personas de diferentes espiritualidades… Y todas y todos buscan su propio proceso de paz. Cada grupo demanda y propone ideas en relación a sus pesares del conflicto y a sus sentirse de cómo quiere un nuevo modelo de país. Por lo que abordar las diversidades es un proceso lento y profundo.
De todos los rincones
Y de lo profundo de un proceso a lo hondo de la cuestión: un país con más de 60 años de guerra a sus espaldas. Ernestina Torres Martínez, coordinadora de la mesa de victimas de Cumaral (Meta), acarrea las consecuencias que el paramilitarismo y los conflictos por el control territorial en el norte del departamento del Meta tuvieron a partir del año 2000. Muchos jóvenes, campesinos y líderes comunitarios fueron asesinados durante 10 años y sus familiares continúan esperando conocer lo que sucedió. Muchas madres, como ella, esperan descansar con la verdad.
Ernestina insiste en que la entreviste en uno de los descansos de la mesa sobre Desarrollo Regional y Construcción de Paz. No tiene miedo de hablar a pesar de los riesgos que corre su vida y la de su familia. Desde el año 2006, cuando era funcionaria pública, vio de cerca cómo los paramilitares, ciegos por el poder de controlar las tierras, mataban sin compasión a sus vecinos y vecinas de Piñalito, Casanare, Puerto López, Puerto Gaitán, Barranca…, todas ellas a las orillas del río Meta y donde la extracción petrolera se concentraba. «Reclutaron a más de 1.000 estudiantes, niños entre 14 y 20 años, obligados a combatir en su territorio», cuenta con los ojos bien abiertos mientras el aguacero que cae fuera del hotel golpea fuerte la uralita que nos cobija aderezando la tragedia de lo narrado.
Justo entre 2006 y 2007 el departamento del Meta fue el de mayor producción de petróleo del país. Aquí se extraen normalmente unos 518.000 barriles de crudo diariamente, y se estima que de los 2,5 millones de barriles de reservas probadas y probables que tiene Colombia, 1,2 millones provienen de esta zona. Por lo que todo ello hizo que estos años fueran los fuertes para el famoso Héctor Buitago Parada, alias ‘Martín Llanos’, un legendario protagonista de la violencia y el crimen en Colombia cuya familia tuvo su propio grupo armado, Los Butragueño, desde mediados de los años 80.
Fue cabecilla de uno de los bandos de una guerra entre paramilitares en el Meta, la que me explica Ernestina, que dejó más de dos mil muertos, aunque ya desde los años 90 fue precursor de la parapolítica. Esto lo heredó de su padre, quien a finales de los 80 ganó la primera batalla entre familias ganaderas contra las FARC, dando lugar al inicio de la historia de las Autodefensas Campesinas de Casanare (ACC).
Y, aunque esto forma parte del pasado de Colombia, resulta que está muy presente. A Ernestina se le agolpan los nombres propios de la historia y asegura que fueron años de mucha implicación de «gente importante». Ella lo llama «la guerra oculta por la inclusión política» y avisa de la invisibilización nacional e internacional de esta tragedia a pesar de que aun hoy hay unas 4.000 víctimas en la costera del rio Meta esperando una aclaración y una respuesta a los tantos porqués acumulados durante este tiempo de espera.
«Exijo que se investigue y se evalúen los hechos para que esas madres que lloran y añoran saber la verdad, la sepan. El gobierno ha de respetar los derechos humanos y nosotros estamos dispuestos a perdonar», añade. «Voy hasta las últimas consecuencias», remata convencida y convenciendo.
Pero, ¿puede una empresa petrolera, protagonista de muchos de los conflictos sociales en Colombia como los citados en el Meta, contribuirle a la paz? «Si la intención es ésa, entonces puede», se oía en los pasillos de este evento nacional.
El integrante de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y Paz de la USO, Arlés Pérez Gutiérrez, explicaba que la paz no sólo es aquella que se puede acordar desde La Habana, ni sólo es el silenciamiento de los fusiles y la dejación de armas, sino que es lo que desde la sociedad civil se decida y se construya. De ahí, el hacer comisiones y subcomisiones de trabajo para conocer las realidades de los territorios y plantear sus propuestas para el cambio.
Por su parte, Danilo Urrea recordaba la relación constante que los trabajadores de la USO han tenido con la construcción de paz desde los territorios demostrando así su vinculación con los pueblos donde la empresa se instala. «En los últimos 20 años han sido quienes más han puesto una mayor conciencia ambiental en el ámbito de lo petrolero y de lo extractivo, entendiéndose como parte de los territorios, no sólo como trabajadores. Y esa relación trabajo-ambiente es una necesidad fundamental para la construcción de paz en Colombia. Por lo tanto, lo que hace la USO es importante».
Cambio de modelo minero-energético
Uno de los temas más repetidos en la Asamblea fue el de apostar por un cambio de modelo minero-energético y para ello es esencial discutir sobre las causas estructurales, los conflictos sociales, económicos, políticos y ambientales relacionados con la explotación de petróleo.
Desde la USO, la propuesta para ello pasa por crear una Ley Orgánica de Hidrocarburos que nacionalice el recurso; que los dividendos y las «mal llamadas» regalías se destinen a la inversión social; y que se apueste por la mitigación de la contaminación ambiental, «un tema que se está dejando por parte de las compañías», aseguraba Pérez Gutiérrez.
«El código minero, petrolero y ambiental actual se ha ido reformando en función de las multinacionales, a las que se les ha ido ofreciendo un poder de extractivismo voraz que ha venido contaminando el ambiente y la naturaleza y dejando una cantidad de pobreza por todos lados», contaba el miembro de la USO.
Algunas asociaciones ambientalistas como Censat Agua Viva también creen que se les ha dado demasiado margen a las empresas transnacionales en Colombia y que, por ello, la situación del sector minero-energético es la que es. Eso explica, por ejemplo, que el crudo sea tan caro en el mismo lugar donde se produce. Y es que el petróleo que se queda en Colombia para el consumo interno proviene de las regalías que hacen las multinacionales por explotarlo e importarlo a sus territorios y eso se hace a precio internacional, el cual, en estos momentos, está en unos 42 $ el barril «cuando el costo de producción es mucho más bajo», explicaba el trabajador de Ecopetrol y sindicalista Arlés Pérez.
«Ecopetrol genera entre 825.000 y 900.000 barriles diarios de petróleo crudo y de estas cantidades sólo 300.000 barriles se quedan en Colombia para el consumo interno, para llenar la refinería de Barrancabermeja y de Cartagena», argumentaba Pérez para dar a entender el «mal negocio» que se hace del «oro negro» para beneficiar a las multinacionales en detrimento del pueblo.
En este sentido, Urrea plantea que sea la ciudadanía la que tenga la capacidad de producción y control energético, es decir, apostar por la soberanía energética desde lo local y regional para luego caminar a otros ámbitos de mayor escala.
Desde Censat se establece también definir los controles y los ordenamientos territoriales desde los manejos públicos comunitarios de los bienes comunes, es decir, «son las comunidades las que deben gestionar el agua y las que deben tener la capacidad de producción y transmisión eléctrica, por ejemplo», decía Urrea ante la necesaria construcción de lo público desde la comunidad y no desde el Estado, a su juicio, teniendo en cuenta la capacidad de éste para privatizar los servicios que son de todas y todos.
Pero este reto ideal plantea una lucha constante y un esfuerzo mayor de las comunidades. Que puede resultar aún más difícil si, por ejemplo, algunas ni siquiera son reconocidas como asentamientos en antiguas tierras baldías que, con el tiempo, se han convertido en zonas de alto interés económico. Quizás la pelea para ellas por su soberanía energética se encuentre algo más lejos.
Esto es lo que está pasando en el anillo vial de Cúcuta (Norte de Santander), una vía alternativa a la ciudad por donde pasan los camiones pesados para evitar el centro de la localidad, y donde viven unas 15.000 personas en distintos asentamientos llamados Colina Real, Nueva Ilusión, El Talento, La Fortaleza, Paz y Futuro, Nuevo Futuro y Porvenir.
Por sus bonitos nombres se podría decir que son barrios con calles asfaltadas, servicios de luz y agua públicos, escuelas, centros de salud, vías y parques por donde caminar con seguridad… Pero según Sandra Milenares, presidenta del asentamiento humano Nueva Ilusión, situado en la parte occidental del anillo vial cucuteño, nada de esto es así.
Las condiciones de la periferia de esta ciudad fronteriza con Venezuela son infrahumanas desde hace unos siete años, momento en el que personas desplazadas, víctimas de la violencia, personas vulnerables, discapacitadas o damnificadas empezaron a asentarse en unos terrenos que, aparentemente no tenían dueño. «Son ranchitos en calles de tierras, donde la luz y el agua no es legal, pero queremos pagarlos, no queremos quitar servicios al municipio, y le hemos pedido al alcalde que nos ayude en esto pero siempre ha hecho caso omiso», explicaba Milanares a Constituyentes.
Lo que piden es que no se les desplace, se sienten felices dentro de su «pobreza» y por eso quieren llegar a un acuerdo con la alcaldía, liderada por Donamaris Ramírez-París Lobo, «el principal enemigo de los asentamientos», según Sandra.
Esta mujer menuda pero con voz fuerte, con ojos hundidos pero profunda mirada, saltaba al micrófono de una de las mesa de la Asamblea Nacional para la Paz para ser escuchada. Solicitaba participar como personas asentadas que quieren formar parte de la paz porque «nos sentimos discriminados, no nos sentimos igual que el resto», decía con estupor.
Y así, cada quien apostando por su proceso de paz desde lo personal refleja que el conflicto en Colombia es más estructural que armado, más profundo que superficial. Pero también muestra, especialmente en un escenario como esta Asamblea Nacional por la Paz con una suma de contextos variados y una lluvia de miradas hacia el futuro, que la voluntad de víctimas y victimarios de trabajar unidos por la reconciliación y el fin de la guerra es evidente y pasa por apostarle a la pedagogía para la paz.
Fuente original: http://constituyentesporlapaz.
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