El oasis de Pica está ubicado en las inmediaciones del Camino del Inca, a 114 kilómetros al interior de Iquique. Sus habitantes no son más de 4.700 y su actividad gira en torno a la fruticultura -limones, mangos, guayabas, naranjas y pomelos- y el turismo, aunque en los caseríos del altiplano el modo tradicional de […]
El oasis de Pica está ubicado en las inmediaciones del Camino del Inca, a 114 kilómetros al interior de Iquique. Sus habitantes no son más de 4.700 y su actividad gira en torno a la fruticultura -limones, mangos, guayabas, naranjas y pomelos- y el turismo, aunque en los caseríos del altiplano el modo tradicional de vida sigue siendo la crianza de auquénidos y el cultivo de quinoa, bastante mermados desde que se instalaron las grandes compañías mineras. La actividad minera se estableció hace décadas, pero «es muy poco lo que deja y mucho lo que se lleva», nos dicen. A partir de 1994 entraron en funcionamiento Quebrada Blanca, Cerro Colorado y Doña Inés de Collahuasi, generando impactos en la economía regional con grandes adelantos en infraestructura vial, pero degradando el medioambiente, el pastoreo y la agricultura tradicional, tanto por la propia actividad minera como por la explotación del agua de los salares circundantes. «Sacan agua de los ojos de agua y vegas que están en la cordillera. Ocupan mucha agua para el mineral pero se está agotando porque no llueve ni nieva. Antes había vicuñas y otros animales. Hoy no hay nada», dice María Mamani. A la comuna de Pica pertenecen varios oasis en la Pampa del Tamarugal, donde la actividad agrícola y el pastoreo son fundamentales aunque poco a poco tienden a ser abandonados y desaparecer. En las cercanías de Pica están Matilla, Collacagua, Lirima, Peña Blanca y Cancosa. Las autoridades señalan que se ha experimentado un explosivo crecimiento poblacional y que «está llegando el progreso a la zona», pero no todos están de acuerdo: «La población ha aumentado de 2.500 a más de seis mil habitantes en menos de diez años. Más gente es menos agua y menos vida», dice el aymara Antonio Mamani, secretario ejecutivo de la Asociación de Municipios Rurales de Tarapacá.
FRAGILIDAD DEL ECOSISTEMA
El turismo experimentó un notable incremento gracias a las aguas termales y los salares del Huasco, Coposa y Michincha, únicos en el mundo. La comunidad de Pica y Matilla -oasis ubicado a unos 5 kilómetros de Pica- está integrada por descendientes de aymaras, españoles, bolivianos y otros inmigrantes. Sobreviven gracias a la escasa agua del oasis, «pero si siguen perforando pozos en el altiplano para la gran minería, el oasis desaparecerá. Es necesario que se hagan estudios serios», señala el agricultor Juan Oxa. La fragilidad del oasis es evidente. En décadas pasadas el uso indiscriminado de pesticidas secó numerosas plantaciones frutícolas. Hoy el temor se cierne sobre los precarios bofedales, vegas, salares, lagunas y ojos de agua que ocupan los aymaras para el pastoreo. «¿Cuánta agua se puede extraer sin poner en riesgo nuestra vida y la de los animales? El agua se ocupa para la vida, para beber. Pero las mineras quieren agua para ganar dinero. Y destruyen todo con sus caminos, tubos y cañerías. Dejan agua mala, veneno. Los animales mueren o se van», dice la anciana María Mamani, del poblado de Cancosa. El Salar del Huasco, a 90 kilómetros al este de Pica, y las lagunas y aguadas que aún lo cubren y permiten sobrevivir en pleno desierto a una variada fauna corren serio riesgo de desaparecer. Según la Dirección General de Aguas (DGA), el oasis de Pica no corre peligro: «No hay preocupación que Pica pierda sus afluentes de agua debido a que el abastecimiento de la comuna es a través de vertientes que no provienen del Salar del Huasco. El origen de las aguas de Pica son aguas lluvias de la alta cordillera, que se filtran en vertientes al oeste del poblado», señala. Pero los agricultores denuncian además especulación respecto del agua. La DGA tramita peticiones de exploración de particulares y empresas que el año 2005 solicitaron agua por más de 3.700 litros por segundo en Pica, Colchane, Poroma y Huaviña. El subdirector de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi), Cornelio Chipana, reconoce que «existe una probable especulación en la solicitud de aguas. El número de solicitudes es alarmante y la mayoría son de personas que ni siquiera viven en la región y utilizan direcciones ‘prestadas’. Además, no están asociadas a un proyecto de desarrollo económico». La Conadi anunció que se opondrá a las solicitudes: los 3.700 litros de agua por segundo equivalen a cuatro veces el consumo de agua potable de la provincia.
EMPRESAS NO CUMPLEN
La agricultura en Pica no sólo se ha visto perjudicada por la escasez de agua. También sufre con la presencia de la plaga de mosquita blanca y la destrucción de canales de regadío, luego del terremoto de junio de 2005. La plaga siempre ha existido y los lugareños la combaten con métodos naturales. Alejo Gómez posee una parcela en el sector de Miraflores. Produce limones, naranjas y mangos: «Limpiamos con agua y detergente agrícola las hojas de los árboles. Pero eso sólo dura unos tres o cuatro meses. La mosquita carcome las hojas lentamente, con una gruesa capa blanca que impide que las plantas respiren. No se ha encontrado una solución. Cuando a mediados de año vino el presidente Lagos le entregamos hojas con plaga para que las analizaran en Santiago. Hasta ahora no sabemos en qué va eso», dice. Medioambientalistas, organizaciones ciudadanas y el diputado socialista Fulvio Rossi han denunciado en varias oportunidades a la minera Cerro Colorado por la destrucción de la cuenca de Lagunillas, tras la extracción de agua cerca del poblado de Cancosa. La denuncia es avalada por un estudio hidrogeológico desarrollado por la consultora Errol Montgomery y la Universidad Arturo Prat, pero la Comisión Regional de Medioambiente (Corema) aprobó sin reparos la extracción de agua de Pampa Lagunillas, vertiente y laguna ubicada en la comuna de Pica que hoy se encuentra seca. El informe de Corema reconoció que la empresa «no respetó la norma medioambiental de proteger el bofedal y la laguna, y ocultó información interviniendo en el lugar con metodologías desconocidas por la DGA, lo que a la larga dañó aún más el ecosistema». La Conama inició un proceso contra la minera por incumplimiento de las resoluciones de calificación ambiental. La compañía extrae 300 litros de agua por segundo para sus faenas a 150 kilómetros al interior de Iquique. En 2002 la minera se comprometió a reponer el caudal necesario para mantener el espejo de agua de 5.000 metros cuadrados, además de instalar instrumentos de observación de niveles de agua subterránea y del bofedal. Pero la DGA constató que el compromiso no se respetó. Tanto la vertiente como la laguna están secas: «Existe daño por desecación en casi todo el lugar. La empresa aplicó un plan para reponer el caudal de la vertiente utilizando una metodología no conocida, que habría provocado la pudrición de gran parte de los bofedales», dice la DGA. Eso explica el temor de los agricultores de Pica y Matilla frente a la extracción de agua por las mineras.
DESPLOME POR ABANDONO Y BUROCRACIA
Matilla está a 1.160 metros sobre el nivel del mar, a 5 kilómetros de Pica. Data de 1760, cuando algunos piqueños se establecieron allí para producir vino. El terremoto del año pasado destruyó el campanario de la iglesia, que terminó por desplomarse meses después. En Pica el daño también fue considerable. El liceo Alberto Hurtado deberá ser reconstruido, aunque no tenía más de cinco años. Otra estructura colapsada fue el Centro Polideportivo; pero la mayoría de los daños se produjo en las viviendas del casco antiguo de ambos pueblos. «Luego del terremoto no pude regar mis plantaciones: los estanques se dañaron y los canales quedaron totalmente destruidos», dice Juan Oxa. Filomeno Gómez agrega: «Perdí el pozo con el que sacaba agua para regadío y consumo. La reconstrucción ha sido lenta y llena de trabas». El terremoto evidenció la miseria y el aislamiento en que viven los poblados interiores. Bernardo Guerrero, sociólogo y director del Centro de Investigación de la Realidad del Norte (CIRN), dice: «El terremoto puso en boca de los chilenos palabras que nunca habían escuchado: Matilla, Mamiña, Sibaya, Huaviña, términos aymaras. La prensa se vio sorprendida por un mundo que ni siquiera imaginaba. El Chile moderno queda fuera de juego ante la realidad que el terremoto se encargó de hacer visible. Se pone en cuestión al país que celebra tratados de libre comercio con todo el mundo, pero que no puede celebrar tratados con su propia gente para superar la pobreza. Hoy se piensa qué se va a hacer con tanta destrucción. El discurso oficial diseña la respuesta: botar todo lo que quedó y levantar mediaguas, en forma provisoria. En este país lo provisorio siempre es definitivo. Tenemos quebradas llenas de mediaguas, agrediendo a los pueblos andinos con pino insigne y zinc». Los dineros prometidos tardan. Según la Intendencia 157 millones se tranfirieron a las comunidades indígenas para financiar obras de riego. Con esperanza, Luz Morales presidenta de la Asociación de Propietarios Agrícolas de Resbaladero, Bandas y Las Animas, dice: «El terremoto es una oportunidad que nos permitirá mejorar lo que teníamos. Las obras de reconstrucción están avanzadas en un 55 por ciento y han dado trabajo a unas veinte personas, beneficiando a más de 300 agricultores». Aún hay trabajos inconclusos, como los de la Comunidad de Aguas de San Antonio de Matilla, que abarca 1.740 metros de tubería, y en la Comunidad de Aguas Miraflores de Pica, que espera financiamiento para revestir un estanque y reconstruir canales. La lentitud y arrogancia de las autoridades, la entrega de informes erróneos y la burocracia son las razones por las que la iglesia San Antonio de Padua, de Matilla, se derrumbó a mediados de septiembre. La reconstrucción nunca empezó: «Hoy nadie asume su responsabilidad. Sabían que el templo podía derrumbarse y, sin embargo, los trabajos nunca se iniciaron», dice María Morales. El pueblo está indignado. Critican los informes previos respecto de su estado y cuestionan la idoneidad de quienes quedaron a cargo: el Consejo de Monumentos y el gobierno regional. José Muñoz dice: «La iglesia se derrumbó por la irresponsabilidad de los profesionales. No fueron capaces de prevenir. Incluso expusieron a la gente al permitir que siguiera entrando al templo. El Consejo de Monumentos sólo es un nombre: no saben las reales condiciones en que se encuentran nuestros monumentos a lo largo del país. Con qué moral el gobierno dice que no entregará recursos extras si no ha puesto ningún peso». Miryam Menares agrega que el problema es la burocracia: «Los dineros estaban, pero por razones burocráticas nada se hizo». Héctor Valdebenito afirma: «El municipio también tiene culpa. No fiscalizó el estudio de los daños. Pasaron meses sin que se hiciera nada». Según Alexandra Sepúlveda «el personal de la municipalidad no se preocupó del estado de la iglesia». Francisco Meneses agrega: «El dinero lo tenía el gobierno regional, pero no planificaron ni propusieron a tiempo la reconstrucción, ni el municipio presionó a la Intendencia». Alba Vernal culpa a todas las autoridades: «Debieran conocer la realidad de la comuna. El templo representa toda la historia de nuestros antepasados, nuestros recuerdos».
POBLACIONES CALLAMPAS EN MEDIO DE LAS RUINAS
Pero la iglesia de Matilla no es la única que se desplomará. Todos los templos del interior están afectados por el terremoto. Los pequeños poblados viven en el desamparo y la miseria, y sus habitantes son tratados como chilenos de tercera categoría. El desplome de la iglesia de Matilla es el símbolo de ese abandono. Se decía que expertos estudiaban la reconstrucción y contaban con un millón de dólares. La Corporación Patrimonio Cultural de Chile debía elaborar un proyecto y entregarlo al Consejo de Monumentos. Como garantes estaban el alcalde de Pica, el intendente, la minera Doña Inés de Collahuasi y la Iglesia Católica. Pasaron meses y no se entregó ningún proyecto. El desfile de autoridades y expertos poco a poco fue distanciándose. «Prometieron y desaparecieron. Provocaron falsas esperanzas pero nada pasó, y la iglesia se cayó», dice Ana Marín, hermana de la Congregación Santa Marta. Según la ministra Yasna Provoste, del Mideplan, fue el «mal tiempo» el culpable del desprendimiento de la techumbre de la centenaria iglesia, a pesar del informe de la Dirección de Arquitectura indicando el posible derrumbe. «Informes entregados por especialistas de Monumentos Nacionales indicaban que los daños no eran tan graves como para provocar el derrumbe. Imagínese si se hubiese caído cuando había gente adentro, ¿qué habrían dicho?», pregunta Oscar Aracena. «Se hundió todo el techo de la nave central. Sin el techo también se cayeron gran parte de las paredes. El frontis se inclinó hacia el centro. Pareciera que hubiese habido otro terremoto», agrega la hermana Ana Marín. La iglesia de Matilla había sido declarada monumento nacional. Fue construida en el siglo XVI, con un marcado acento barroco. En 1878 un terremoto la derribó, siendo reconstruida nueve años después. Su fachada, neoclásica, era de pequeños bloques de cal, tiza y bórax. La alta cúpula y el campanario anunciaban la presencia del oasis a los visitantes que cruzan el desierto. «Es un pérdida irreparable. Una tremenda tristeza se produce al contemplar casas y templos con mucha tradición histórica, destruidos. Es conmovedor ver la iglesia y el campanario de Matilla, o el de Tarapacá, en el suelo, además del deterioro de los demás templos al interior de la diócesis de Iquique», dice monseñor Marco Ordenes, administrador diocesano de Iquique. Según el intendente Patricio Zapata, «las propias comunidades fijaron, junto a las autoridades, que su prioridad era la rehabilitación de los canales de regadío, y no la iglesia». Los poblados del interior de Tarapacá siguen padeciendo los daños del terremoto. Sibaya y Limaxiña -poblados a 111 kilómetros de Iquique-, aún carecen de agua y alcantarillado. Según la dirigente vecinal Maribel Carvajal «una fundación inglesa entregó los materiales para levantar cinco baños en cada localidad». Dimas Vilca, de 70 años, presidenta de la comunidad indígena de Sibaya, agrega: «Nos vimos obligados a cambiar hasta la ruta de la procesión de la Virgen, pues la calle continúa bloqueada por piedras». El gobierno ya dio por superada la fase de emergencia, aunque los vecinos aún no superan su indignación. Según el gobierno se han invertido unos 2.500 millones de pesos en reponer la actividad productiva agrícola, carreteras, aulas de emergencia en colegios, reparaciones en hospitales y levantar miles de mediaguas. Los pueblos en las quebradas de Tarapacá hoy semejan poblaciones callampas. La reconstrucción avanza lentamente en las 4.000 viviendas y 22 iglesias dañadas y en los más de 70 kilómetros de canales y centenares de andenes agrícolas. Se aprecian avances en Huara y Pozo Almonte, pero las viviendas que se están construyendo generan rechazo por su diseño, que no respeta la arquitectura andina. El diario La Estrella de Iquique recoge el testimonio de Catalina Challapa, de 37 años, quien permanece postrada en Limaxiña en una mediagua que le entregaron las autoridades días después del terremoto. Su caso resume todo el abandono. No tiene nada, salvo una cama que le prestó una vecina. Se fracturó la pelvis al intentar rescatar a su hijo Abraham Vásquez, de 9 meses, que murió tras el derrumbe de su vivienda de adobe: «Necesito una cama. Cuando vino el ministro Correa Sutil me prometió una cama nueva y un ropero. Sigo esperando que cumpla su promesa».