Pocos tópicos tan queridos en el imaginario colectivo progresista como el del viejo maestro republicano. El aspecto desaliñado refleja su poca atención a la apariencia, en contraste con su rico mundo interior; el traje raído, la dignidad que le concede a su profesión pese a su pobre condición. El tópico viene alimentado por no pocos […]
Pocos tópicos tan queridos en el imaginario colectivo progresista como el del viejo maestro republicano. El aspecto desaliñado refleja su poca atención a la apariencia, en contraste con su rico mundo interior; el traje raído, la dignidad que le concede a su profesión pese a su pobre condición. El tópico viene alimentado por no pocos personajes de ficción que celebran la figura, como el de Fernando Fernán Gómez en La Lengua de las mariposas, cuya candorosa mirada parece preludiar su destino trágico. Es la tristeza de esos profesores comprometidos solo con la transmisión del saber y el amor por la naturaleza, con un humanismo de patio de colegio vinculado con el régimen republicano como garante del ejercicio de su profesión. Es la «monotonía de lluvia tras los cristales» en el aula castellana del maestro Antonio Machado, paradigma de este personaje, refugio de la conciencia melancólica de varias generaciones de demócratas que, gracias a Serrat, celebraron en la privacidad de sus hogares el recuerdo de un cierto desencanto: «Murió el poeta lejos del hogar/Le cubre el polvo de un país vecino/Al alejarse le vieron llorar/Caminante no hay camino,/se hace camino al andar…«.
Y sin embargo ese poeta se representó también a sí mismo como maestro, de nombre Juan de Mairena, que disuadía a sus alumnos contra «el escepticismo cansino y melancólico de quienes piensan estar de vuelta de todo» por ser «la posición más falsa y dogmática que pueda adoptarse. Ya es mucho que vayamos a alguna parte. Estar de vuelta, ¡ni soñarlo!». Machado se describió en su Juan de Mairena como un maestro directo, desafiante, popular, moderno, un Sócrates redivivo que aguijoneaba a sus discípulos de ficción para generar su propia sabiduría y expresarla en sus propias palabras. El Mairena de Machado no concibe la cultura como un tesoro oculto, sino como el ejercicio de empoderamiento en el saber de los propios estudiantes, cercano al más contemporáneo «maestro ignorante» postulado por Jacques Rancière. Una emancipación de la que, para Mairena, es parte constitutiva la acción política: «Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros y, naturalmente, contra vosotros. Solo me atrevo que la hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa: de literatura, de filosofía, de religión».
¿Cómo es posible que ese Machado político y populista sin complejos haya terminado sepultado bajo otra imagen, la del romanticismo del perdedor que acompaña el imaginario noventayochista? Sin duda, el bloqueo a esa otra condición simbólica y pedagógica representada por el texto de Machado dice mucho de nuestro propio régimen cultural y de una llamativa desconexión entre sus aportaciones pedagógicas y lo popular.
Este bloqueo de lo popular tiene su origen en dos mecanismos psicosociales históricamente identificables. En primer lugar, la interesada confusión de «lo popular» con «las masas», concepto que desencadena, como un acto reflejo, todas las prevenciones en el imaginario de la democracia liberal. Para Ortega y Gasset, referencia ineludible de esta lectura aristocratizante, el «hombre-masa» es el que previamente «ha sido vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado», quien se siente «como todo el mundo» y no se angustia al sentirse idéntico a los demás. A ellas oponía el filósofo madrileño las «minorías excelentes», eufemismo de los intelectuales, encargados de introducir la discrepancia frente al coro de la uniformidad social. El pueblo que Juan de Mairena reivindica, sin embargo, no está tan vacío de historia ni tiende a la indiferencia vana, al contrario: el saber popular es «cultura viva y creadora de un pueblo de quien hay mucho que aprender para luego poder enseñar bien a las clases adineradas». Si Ortega busca descifrar la figura de la «masa» pasiva bajo las formas de lo popular, Mairena busca delinear la figura activa de lo popular bajo la masa.
El segundo de los mecanismos que intervienen en este bloqueo de lo popular es la subsunción de las circunstancias coyunturales y particulares bajo la figura del clásico atemporal. Es conocido el «efecto de blanqueamiento» en virtud del cual el discurso institucional español de las últimas décadas -el que prolifera con ocasión de efemérides y galas de premios- ha desestimado la particularidad biográfica de los creadores españoles elevándoles a categoría de estatua: la homosexualidad de García Lorca, el compromiso político de Alberti o la militancia de Miguel Hernández se convierten en anécdotas circunstanciales que no afectan el valor atemporal de sus poemas. La cultura que propone el maestro Mairena se dirige al hombre universal, sí, pero atendiendo «al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros».
Mairena representa así la recuperación de un estrato plebeyo desde el ángulo de un materialismo vitalista que no excluye tampoco una mirada teórica hacia la vida cotidiana. Lejos del intelectualismo que se afana en reducir lo contingente y abstraerlo a la universalidad del concepto, Mairena busca rebajar en cierto modo las altas ínfulas de los filósofos no para desprestigiar a la filosofía, sino para transformarla en una herramienta más efectiva para las clases subalternas. Desde esta hibridación de lo bajo y lo elevado se cuestiona justamente esa orientación fenomenológico-existencial hacia las alturas aristocráticas, cuyo canto de sirena tanto seducía en momentos de crisis cultural a críticos del gregarismo de masas contemporáneo como Heidegger u Ortega. No se trata tanto de reducir y desenmascarar el falso paso a las profundidades filosóficas mostrando su insignificancia desde una posición cínica, como de producir un cortocircuito entre lo supuestamente ordinario y lo supuestamente extraordinario.
En sus sentencias y reflexiones, Mairena nos descubre que lo simple y obvio, el sentido común popular, no es tampoco un bloque monolítico y compacto: es contradictorio, ambivalente y fragmentario; se asemeja más a un campo de lucha, donde es importante no dar nada por hecho, tomar partido, intervenir con urgencia y forzar los tiempos. Por ello hoy necesitamos una estrategia comunicativa que no caiga en la trampa del «no es necesario crear marcos» ni en la de asumir el guion abstracto del «generalista» al que continuamente se invita desde los medios. Mucha gente sostiene a menudo que «los hechos hablan por sí solos». No es cierto. Continuamente utilizamos marcos, gramáticas o estructuras mentales arraigadas en nuestro sentido común que configuran nuestra comprensión del mundo para entender la realidad. De ahí la importancia de enmarcar políticamente los hechos en los medios o de recusar el marco del adversario político a la hora de monopolizar el sentido de «lo popular». Es más, lejos de dar por hecho que hay verdades de perogrullo, la pedagogía política tiene que ver con el trabajo incómodo de enmarcar ciertas «verdades» para que se vean precisamente como verdades de sentido común. El sentido común no es un don caído del cielo, sino siempre un trabajo con impurezas y resistencias. De nuevo el Juan de Mairena machadiano representa este compromiso concreto con la verdad. En su primer aforismo, se simula el siguiente diálogo entre el rey Agamenón y su porquero: «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», dice la voz en off. «Conforme», asevera el primero; «no me convence», replica el segundo. El porquero, representante del pueblo, reivindica desde abajo la necesidad de construir sentido común enmarcando la verdad en el lenguaje que le es propio, huyendo de esa generalidad abstracta.
En un momento en el que políticos y economistas de turno entran en los platós televisivos dotados de un aura sagrada, tachar esta sencillez argumentativa plebeya de «demagógica» es no esforzarse en entender esta nueva complejidad. Este gesto político no pretende reducir de forma oportunista la complejidad de la realidad a lo más vulgar, sino traducir lo supuestamente complejo a un lenguaje más accesible y no por ello más banal. El desplazamiento es interesante porque este movimiento provoca una alteración de las fronteras entre estos dos falsos extremos. En pocas palabras: si el lenguaje complejo de la tecnocracia política puede dejar su jerga y enmarcarse en términos más simples, entonces no era tan complejo como se trataba de hacernos creer; y si lo simple puede servir como traducción adecuada de esa presunta complejidad que en principio era accesible a unos pocos, entonces lo simple tampoco era tan simple, como nos decían, con la excusa de hablar así por nosotros. En esta operación deconstructiva también emerge un nuevo orgullo. Acostumbrado a subestimarse y a seguir las ideas de los dirigentes, el plebeyo siempre cree que es más ignorante e incapaz de lo que es en realidad, pero solo se percibe así porque el discurso elitista desde el principio ha trazado un abismo irresoluble entre la «alta cultura» y la vulgaridad.
Desinflar eufemismos, construir puentes aquí y explorar este fructífero campo intermedio entre el discurso elitista y la banalidad son tareas de las que se ocupa Juan de Mairena. En este contexto social y comunicativo, reivindicar su figura significa legitimar el valor de verdad de un discurso político articulado a partir de esa gramática popular, de «lo que el pueblo piensa y siente, tal como lo siente y piensa, y así como lo expresa y plasma en la lengua que él, más que nadie, ha contribuido a formar». No se trata de una mera elección externa entre «los de arriba» y «los de abajo». Se trata de exigir para el discurso popular el mismo valor de verdad que solemos otorgar al discurso especializado por mero argumento de autoridad, pese a que no terminamos de entenderlo y aunque no priorice nuestra realidad material y existencial, una suerte de hipercorrección moral nos lleva a legitimar ese discurso de aura tecnocrática frente a ese otro que, hablando como nosotros y poniendo nuestra circunstancia en su centro, parece menos «preparado» o «solvente»… menos «serio».
De ahí la importancia del humor en Mairena, la risa como ventaja de los oprimidos. Es la mirada burlona, pero compasiva de los Sanchos frente a ese idealismo quijotesco que suele ver gigantes donde solo hay molinos. Como escribe Bourdieu, uno de los escasos «privilegios negativos» del punto de vista tradicional de los dominados, por ejemplo, de las mujeres, es «no engañarse con los juegos en los que se disputan los privilegios, y, casi siempre, de no sentirse atrapadas, por lo menos directamente, en primera persona. Pueden incluso ver su vanidad y, en la medida en que no estén comprometidas por procuración, considerar con una indulgencia divertida los desesperados esfuerzos del hombre-niño para hacerse el hombre y las desesperaciones infantiles a las que les arrojan sus fracasos. Pueden adoptar sobre los juegos más serios el punto de vista distante del espectador que contempla la tormenta desde la orilla, lo que puede acarrearles que se las considere frívolas e incapaces de interesarse por cosas serias, como la política».1
Nada tiene que ver este tono cómico de Mairena, receptivo a «las chuflas dialécticas de los epicúreos» y burlón respecto a esos filósofos que se comportan como «los bufones de la divinidad» con la ironía. Su tono se acerca a lo que Gramsci denominaba «sarcasmo apasionado». La ironía, consideraba el pensador sardo, puede ser adecuada para la actitud de intelectuales particulares, aislados, o sea, sin responsabilidad inmediata en la construcción de un mundo cultural. Este tipo de sarcasmo no está tan interesado en decepcionar o desmoralizar como en provocar una reflexión «aligerada», una distensión del pathos exagerado; pero con él, escribe Gramsci, «no se pretende destruir el sentimiento más íntimo de aquellas ilusiones o creencias, sino su forma inmediata, vinculada con un determinado mundo que ha de perecer, el hedor de cadáver que atraviesa los afeites de los profesionales de los inmortales principios«.
En tiempos de crisis, el escepticismo plebeyo de Mairena solo pasa por un escepticismo desilusionado para los idealistas o maximalistas que tan pronto se inflaman, embriagados por sus metas, como caen en la resaca de la melancolía. Acercarse al suelo de lo popular inmuniza frente a los dos falsos extremos. «Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea exacta de vuestra estatura». La gente común sabe, sin embargo, que la realidad es dura y resistente, que todo progreso real cuesta. «Nuestros políticos llamados de izquierdas, un tanto frívolos, rara vez calculan cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro».
¿Qué podría significar la reivindicación de un Mairena desde hoy? Implicaría, por ejemplo, romper ese bloqueo ideológico que nos induce casi automáticamente a asumir una posición subordinada, para reclamar un empoderamiento ya no solo de nuestro papel como sujetos de derecho, sino también, lo que no es menos importante, de nuestra sensibilidad, de nuestra experiencia corporal, de nuestro goce, de nuestra forma de hablar y comprender la vida compartida. El personaje Mairena pedía a sus alumnos de Retórica volcar los enunciados más herméticos en el lenguaje común, porque solo así su sentido pasaba el filtro de la historia colectiva y de todos los estratos sociales que contribuyen a formar nuestra habla. Expresar los asuntos políticos en un lenguaje popular es así más que una mera traducción: es una manera de obligarse a pensarlos desde una experiencia y una sensibilidad mundanas que se condensan de manera privilegiada en los lugares comunes del lenguaje de la calle.
Fuente original: http://lacircular.info/pidiendo-mairena-desde-hoy/#prettyPhoto