A cinco meses de que Piñera asumiera la presidencia, hay sólo tres indicios de que el gobierno ha cambiado de manos: un logo digno de concurso internacional de dibujo infantil; los despidos masivos de funcionarios públicos; y el uso cada vez más desfachatado de las instituciones y poderes del Estado para acosar a la Venezuela […]
A cinco meses de que Piñera asumiera la presidencia, hay sólo tres indicios de que el gobierno ha cambiado de manos: un logo digno de concurso internacional de dibujo infantil; los despidos masivos de funcionarios públicos; y el uso cada vez más desfachatado de las instituciones y poderes del Estado para acosar a la Venezuela de Hugo Chávez. Este último fenómeno, aunque no lo parezca a simple vista, supone un profundo cambio de política (hemisférica) para Chile. En efecto, salvo por el exabrupto del embajador chileno en Caracas para el golpe de 2002 y por uno que otro descontrol del ex-Canciller Foxley, nuestro Donayre criollo, los tres gobiernos anteriores habían privilegiado una política de relaciones distantes aunque cordiales con Miraflores. Pero desde que Piñera asumió la presidencia, ni las necrologías en honor a antipoetas aún vivos ni los sentidos homenajes a náufragos de ficción han logrado ocultar la creciente hostilidad del establishment político en general y del Ejecutivo en particular hacia el chavismo.
¿A qué se debe este afán de granjearse ripios gratuitos con un jugador hoy determinante en el vecindario, como Venezuela? Para responder a esta pregunta es necesario no confundir dos tipos distintos de anti-chavismo chilensis, cada uno con sus motivaciones y explicaciones propias. El primer tipo es el anti-chavismo light y oportunista que practican Rossi, Bitar y ad-láteres. Es un anti-chavismo circunstancial, altamente inverosímil y que obedece menos a convicciones o definiciones políticas profundas que a problemas domésticos (de esos que la Concertación ha ventilado bastante en el último tiempo), coyunturales y totalmente ajenos a las relaciones internacionales de Chile. Su más que evidente objetivo es contrarrestar los coqueteos del nuevo gobierno con el ala derecha de la Democracia Cristiana. Cuando Fulvio Rossi, el mismo Fulvio Rossi que fue presidente de un partido sin haber sido electo, el mismo que hoy es senador no por voluntad popular sino por alquimia binominal, el mismo que postergó tres veces las elecciones de su sucesor (en las que, por cierto, competiría sin pena ni gloria) para alargar su propio mandato… cuando ese mismo Fulvio Rossi dispara descalificaciones subidas de tono y conceptualmente burdas en contra del proceso venezolano y de Hugo Chávez (descalificaciones que, de más está decirlo, jamás tuvo los cojones de dirigir a una dictadura de verdad, como la de Pinochet), le quita un motivo a los Wálker, a los Saldivar, a las Rincón para marcar diferencias con la Concertación y coincidencias con la coalición gobernante. El de Rossi es, por tanto, un anti-chavismo estratégico, con un fin instrumental preciso y delimitado. Su propósito último no es iniciar ni plegarse a una cruzada contra el proceso venezolano, sino parchar los lazos cada vez más debilitados de una Concertación amenazada por el fantasma de la disolución. Cualquier parecido de este anti-chavismo con las habituales estrategias de los presidentes peruanos y bolivianos de agendar algún falso diferendum con Chile para solucionar problemas domésticos, es mera coincidencia.
El segundo tipo de anti-chavismo es el que puede observarse en las políticas del Ejecutivo hacia el resto del hemisferio, como el reciente reconocimiento al gobierno de Porfirio Lobo. Se trata de un anti-chavismo más estructural y profundo, que supone un cambio radical en la política internacional de Chile, quizás el único cambio de rumbo radical en las políticas de Estado que vaya a implementar este-primer-gobierno-de-la-coalición-por-el-cambio-pero-sexto-gobierno-consecutivo-de-la-derecha-neoliberal. Este anti-chavismo, ejecutado en y desde las oficinas del ex-Hotel Carrera, obedece a una redefinición político-ideológica de la doctrina de la política exterior chilena y de la posición de Chile en la lucha de bloques hemisféricos. Como el que suscribe viene anunciando desde hace dos años en «Análisis del Año» (Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile), la política interestatal en las Américas sufrió una importante transformación a partir de 2006. Con la llegada a la presidencia de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua, la Venezuela de Chávez abandona su aislamiento político-ideológico (aunque no económico ni diplomático) en la región y conforma junto a ellos un bloque hemisférico hoy en pleno proceso de expansión. Un bloque hemisférico se comporta igual que un bloque histórico al interior de una comunidad nacional: todos sus integrantes, aunque heterogéneos entre sí, actúan de forma coordinada y concertada, de tal modo que si los intereses de uno de ellos son afectados, todos (o la mayoría de ellos) responden en conjunto. Cuando se conforma un bloque, ya no son unidades políticas o sociales aisladas las que conducen o protagonizan las relaciones políticas o internacionales, sino los bloques mismos. Así, un entrevero diplomático entre Bolivia y Estados Unidos (la expulsión del embajador Goldberg en septiembre de 2008) se convirtió en menos de 48 horas en un entuerto con un grupo entero de países -el bloque hemisférico- cuando Venezuela y Honduras también expulsaron a los representantes diplomáticos norteamericanos en solidaridad con el gobierno de Evo Morales.
Venezuela y sus aliados (al día de hoy, Bolivia, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Paraguay) conforman uno de los bloques hemisféricos. El otro gran bloque se conforma en reacción y oposición al anterior, y agrupa a los países opuestos a Caracas y alineados con Washington: hasta inicios del presente año, Colombia, México, Perú y Honduras. Los otros dos bloques son más numerosos, pero, por diseño político, mantienen un perfil hemisférico más bajo y, por ende, menos determinante y protagónico en la política regional: el de los gobiernos no comprometidos con pero simpatizantes del bloque chavista (Argentina, Brasil, Uruguay, Cuba, República Dominicana), de un lado, y el de los gobiernos no alineados (hasta el 2009, Chile, Costa Rica, Panamá, Guatemala), del otro.
El último gobierno de la Concertación hizo un esfuerzo sistemático por mantenerse en el bloque de los no alineados. Pero con la decisión política de reconocer a Porfirio Lobo y, además, de coordinarse en una acción de bloque con el gobierno de México para ese gesto político, el Chile de Piñera se estrenó en grande en el bloque anti-Caracas y pro-Washington, lo que constituye un cambio radical en la política exterior hacia el hemisferio. Es más, el cambio de bloque no fue meramente pasivo. Por el contrario, ha sido acompañado también por un cambio de estilo. En su nuevo domicilio político-ideológico hemisférico Chile ha asumido un protagonismo regional impensable para la pusilanimidad del gobierno anterior. Por un lado, intenta y promueve con mucha propaganda una-muy-bullada-pero-probablemente-inexistente «integración bursátil» con dos eminentes paladines del anti-chavismo (Perú y Colombia). Y, por el otro, con el intento de violar el derecho internacional que suponía la «vigilancia» de las elecciones venezolanas por parte del Senado chileno, asume un rol político y desestabilizador-de-Venezuela casi tan activo como el de la de la última década Colombia. De hecho, con el perfil menos beligerante de Santos, Piñera parece convocado por Washington a llenar el vacío anti-chavista que dejó Uribe.
Además de convertir a Piñera en el nuevo Uribe, el rol hemisférico que el gobierno le quiere imprimir a Chile tiene al menos tres consecuencias para la política doméstica y los intereses nacionales. La primera es una desmitificación de esa caricatura política que pintaba al actual presidente como un sujeto «altamente pragmático y poco ideológico» (sic). El cambio de bloque hemisférico delata todo lo contrario: una intensificación de las relaciones políticas y «bursátiles» con gobiernos ideológicamente afines. A menos que Estados Unidos hubiera ofrecido enormes beneficios diplomáticos, económicos o políticos para Chile, la nueva conducta hemisférica del gobierno de Piñera es contraria a cualquier forma de «pragmatismo». Y si Estados Unidos hubiera ofrecido algún tipo de soborno diplomático, político o económico, bueno sería que el gobierno no usufructuará de él a espaldas, sin informárselo a la ciudadanía. Si no lo hubiera ofrecido, entonces habrá que empezar a acostumbrarse al Piñera ideológico en todo su esplendor, tan o más ideológico que cualquier político/a tradicional.
La segunda consecuencia es la ruptura de una tradición republicana. Chile, como pocos países en la región, se ha caracterizado durante casi 200 años por hacer de la política exterior un problema de Estado. Salvo contadas excepciones, ni la doctrina de política exterior ni las relaciones diplomáticas habían sido alteradas con y como consecuencia de un mero cambio de gobierno. Es cierto que el gobierno de Piñera no ha dado señales de alterar el grueso de la política exterior hacia el mundo (básicamente, TLCs a mansalva) o el estratosférico gasto militar «disuasivo» hacia los vecinos. Pero, hacia el hemisferio americano, tanto el cambio de la posición política e ideológica de Chile como la sustitución del anterior estilo diplomático de bajo aunque redondo perfil por el nuevo estilo activo y protagónico delatan que, al menos de cara a la región, a Piñera le ha importado bien poco también la tradición de hacer de la política exterior un problema de Estado y no de gobierno.
Por último, está el costo político obvio asociado a un cambio de esa naturaleza y la necesidad de diseñar estratégicas diplomáticas para ajustarse a él. En una política de bloques suelen predominar las lealtades hacia el propio bloque por sobre cualquier otro tipo de lealtades. Valga esta advertencia para no sorprenderse por las decisiones diplomáticas de Ecuador. Por honrar una olvidada alianza decimonónica con un socio que se acaba de estrenar en un bloque adversario, ¿se supone que el gobierno de Rafael Correa debiera granjearse un entrevero diplomático con un vecino directo, con el que acaba de sostener una guerra limítrofe 15 años atrás? Para resguardar el interés nacional chileno en el hemisferio después del radical cambio de bloque, parece que el nuevo elenco del ex-Hotel Carrera va a necesitar olvidarse de las técnicas de venta de retail y empezar a aprender la práctica política de recomponer o re-crear confianzas, algo para lo que, hasta donde hemos podido apreciar, no se ve preparado en lo absoluto… Nadie dijo que ser un nuevo Uribe iba salir barato. Ni siquiera para un Piñera.
Una versión ultra-condensada de este texto fue publicada en el suplemento Politika de la edición impresa de El Ciudadano, Nº 86.
Daniel M. Giménez: Sociólogo. Militante del Partido de Izquierda PAIZ