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Pinochet: dictadura y amnesia

Fuentes: La Jornada Semanal

La muerte de Augusto Pinochet, el pasado 3 de diciembre de 2006, inaugura uno de los momentos más agudos de la dialéctica entre memoria y olvido posterior al fin de las dictaduras latinoamericanas que se impusieron en la década de los años setenta. Además, pone al límite cierta actualidad de la memoria sobre la dictadura […]


La muerte de Augusto Pinochet, el pasado 3 de diciembre de 2006, inaugura uno de los momentos más agudos de la dialéctica entre memoria y olvido posterior al fin de las dictaduras latinoamericanas que se impusieron en la década de los años setenta. Además, pone al límite cierta actualidad de la memoria sobre la dictadura chilena que inicia en 1973 y que culmina en 1990; una memoria entendida como articulación entre el horror recordado y una perspectiva histórica que demandaba la condena jurídica y punitiva del poder de exterminio pinochetista. Con la muerte de Pinochet se disuelve también el centro simbólico y físico sobre el que se exigía un acto de justicia largamente anhelado, lo que amenaza con dejar sin efectos o cancelar los trabajos de reconstrucción histórica e interpretación política acumulados en los últimos años sobre los crímenes de la dictadura.

El cuerpo militarizado del dictador sin vida, enfundado hasta el último momento en el uniforme de general, es la contraparte simbólica y material de los miles de cuerpos desaparecidos, negados y condenados también al exterminio nominal del anonimato. El cuerpo del genocida longevo que muere en armonía con su pasado de exterminio significa también uno de los mayores agravios para la restauración democrática de nuestra memoria. Ahora más que nunca está a la vista uno de los mayores fracasos de la transición democrática en América Latina: el de la supuesta reconstrucción de los sistemas políticos y jurídicos latinoamericanos ante el poder militar y autoritario, cuya continuidad fragmentada significó también una feroz contención de un programa de democratización más amplio.

POLÍTICAS DEL OLVIDO: AMNISTÍA Y AMNESIA

Las dictaduras que se impusieron a partir de los años setenta del siglo xx pueden ser vistas como una de las configuraciones extremas del Estado moderno latinoamericano en términos de violencia sistemática contra la sociedad. En Chile, Argentina y Uruguay, intensos debates sobre la memoria y el olvido se han escenificado en las últimas décadas. Estos debates se concentraron en una dimensión legal y jurídica, en la concesión y negación alternada, por parte de los gobiernos de la transición, de enjuiciar a los responsables de la muerte y desaparición de miles de seres humanos. Es posible rastrear -en el proceso que va del término de cada dictadura hasta nuestros días- una tensión básica y de mediana duración entre la memoria sobre los crímenes y la institucionalización del olvido en nombre de la estabilidad democrática, una tensión que paulatinamente fue desconocida como uno de los rasgos principales y más conflictivos del proceso democratizador.

Podríamos afirmar que las transiciones actuaron bajo lo que Paul Ricoeur ha denominado como el dominio del olvido. Este dominio estableció una tensión entre una tendencia dominante que pugnaba por la destrucción estatal de las huellas del pasado y que deliberadamente construía -mediante el abuso del acto de olvidar o de su radicalidad para obstaculizar la memoria reciente- el perfil amnésico de la transición a la democracia, y una política civil de la memoria que intentaba actualizar, en el contexto de la transición, las huellas del exterminio y del terrorismo de Estado.

En Chile, la Junta Militar dirigida por Augusto Pinochet promovió su olvido anticipado y en 1978 decretó la futura amnistía. El control del gobierno militar sobre el pasado y su futura inserción como poder político en la transición a la democracia llegó al extremo de asentar en la Constitución, emitida por el mismo Pinochet en 1980, no sólo la continuidad de un régimen de olvido para los crímenes militares, sino también aseguró en el texto constitucional la continuidad obligatoria de la estructura política y económica gestada en la dictadura. Además, al proclamarse como Jefe de las Fuerzas Armadas y como senador vitalicio después de dejar la presidencia, Pinochet también aseguraba cierto control militar de la transición, siempre con el olvido como regulador del poder político que surgía del cambio democrático.


Ilustración de Gabriela Podestá

Es en los límites de este dominio del olvido donde también se juega la representación del pasado y la interpretación del presente. Este dominio no sólo realiza un trabajo de erosión de lo ya acontecido, a través de él también se regula la permanencia de las figuras y experiencias recordadas, así como su actualización política. Para Paul Ricoeur existe una dimensión del olvido que se resuelve como perdón y como memoria feliz, difícil de utilizar para analizar los casos del Cono Sur. Más bien, queremos referirnos a otro momento de su análisis, concretamente a los olvidos vinculados a la memoria y a la historia en su dimensión política, es decir, al olvido impuesto -que Ricoeur identifica con la amnistía- y a la persistencia de las huellas del pasado.

Durante el proceso de transición a la democracia, al menos en Chile, Argentina y Uruguay, la amnistía y el indulto fueron los recursos jurídicos que los gobiernos democráticos emplearon, en momentos de crisis y amenaza militar, para imponer una política del olvido que fue fundamental para quitarle peso y densidad al proceso democratizador, al separar y aislar la racionalidad de la política democratizadora de la racionalidad del olvido y la memoria, o al abiertamente obligar al olvido en nombre de la estabilidad democrática. Así como ciertos nacionalismos imponen a la sociedad un abuso de la memoria, al exacerbar y manipular la comprensión del pasado político y mitificarlo mediante su ritualización nacionalista, también es posible hablar de un abuso del olvido en el caso de las amnistías y los indultos impuestos en el Cono Sur. Este abuso se manifestó en «formas constitucionales del olvido» y culminó en un proceso político y social de amnesia obligada.

Dice Paul Ricoeur que la amnistía «opera como una especie de prescripción selectiva y puntual que deja fuera de su campo ciertas categorías de delincuentes» y como olvido institucional «alcanza las raíces mismas de lo político… la proximidad, más que fonética, semántica, entre amnistía y amnesia señala la existencia de un pacto secreto con la negación de memoria». El dominio del olvido jugó un papel fundamental en la construcción de una visión formalista y armónica de las transiciones a la democracia; mediante la desvinculación entre la actualidad democratizadora y el proceso autoritario y totalitario del pasado inmediato, los gobiernos de la postdictadura impulsaron también su propia estabilidad amnésica.

POLÍTICAS DE LA MEMORIA: LA INTRERPRETACIÓN DEL HORROR

El primero momento civil en las formas de actualización de la memoria sobre las dictaduras, durante la etapa de las transiciones, estuvo marcado por los relatos y narraciones en primera persona que se multiplicaron gracias a las primeras comisiones de la verdad, reconocidas o no por el Estado o impulsadas por organizaciones de derechos humanos; testimonios que sirvieron también para producir un reconocimiento de la permanencia de las huellas de la dictadura, en su condición de política de exterminio y desaparición.

Posteriormente, en un segundo momento de memoria convocada, ya no era posible evocar solamente la descripción del horror que las víctimas padecieron, ahora era necesario articular el testimonio en primera persona a una memoria explicativa que pudiera identificar con cierta perspectiva analítica los rasgos del poder de exterminio de las dictaduras.

Por ejemplo, en su libro Desapariciones. Memoria y desmemoria de los campos de concentración argentinos, Pilar Calveiro suprime la primera persona en la perspectiva del narrador y opta por la distancia enunciativa de la tercera persona, para así abrir paso a una evocación explicativa de la memoria. Como sobreviviente de los campos de concentración que montó la dictadura, Calveiro decide interpretar políticamente su memoria del horror concentracionario, que va de una primera persona -nunca enunciada pero sí presente en el trasfondo de la misma enunciación- a una tercera persona que termina por darle un carácter colectivo a la interpretación de los testimonios ajenos y una dirección política al uso desestabilizador de la memoria. Afirma Calveiro:

El testimonio, al recuperar las memorias plurales como actos únicos, al detenerse en la riqueza de lo no generalizable, es capaz de romper con el relato consistente, con la pretendida aprehensión de lo inconcebible, reclamando un nuevo ángulo cada vez, mostrando la fisura, señalando la contradicción que reclaman otra y otra y otra mirada posible y que nos imponen actualizaciones interminables. La memoria es también -y tal vez sobre todo- desestructuración. La memoria viva, palpitante, escapa del archivo, rompe la sistematización y nos conecta invariablemente con lo incomprensible, con lo incómodo. Hay que recuperar una y otra vez la incomodidad de la memoria.

Beatriz Sarlo ha escrito sobre este libro: «Calveiro se ubica en un lugar excepcional entre quienes sufrieron la represión y se propusieron representarla. La verdad del texto se independiza de la experiencia directa de quien lo escribe, que averigua en la experiencia ajena aquello que podría creer que su propia experiencia le había enseñado. Por eso, no ejerce una particular presión moral sobre el lector, que sabe que Calveiro fue prisionera-desaparecida, pero a quien no se le exige una creencia basada en su propia historia, sino en las historias de otros, que ella retoma como fuente y por lo tanto somete a operaciones interpretativas.»

En este giro interpretativo que Calveiro le imprime al relato sobre la dictadura se advierten los dos rasgos que le darán a la violencia de Estado en Argentina su definición política e histórica: la desaparición y el montaje concentracionario. La desaparición de miles de seres humanos y el levantamiento de campos de concentración, ejes de la política represiva y actividades organizadas sistemáticamente desde el Estado, fueron los rasgos que una vez reconocidos analíticamente en su funcionamiento básico ayudaron a definir y a interpretar jurídica e históricamente las políticas de exterminio de la dictadura argentina, cuya estrategia era también controlar y disolver la memoria explicativa, así como negar los cuerpos y sus historias. Dice Calveiro: «El dispositivo concentracionario dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento y destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue: ‘Los cadáveres no se entregan.'»

¿Qué alcance puede tener esta memoria explicativa sobre las dictaduras ante las muertes que dejan sin juicio y sin condena a los genocidas y a los responsables de la política de exterminio? Es difícil saberlo. La memoria política en América Latina está permanentemente obstaculizada por los sistemas jurídicos que en nombre de la estabilidad inducen al olvido forzado, a la amnesia democratizadora. Sin embargo, ahora más que nunca es necesario oponer al cadáver de un Pinochet impune todo un programa de reconstrucción e interpretación de la memoria reciente, una hermenéutica del horror cuya acción política amenace con resquebrajar definitivamente la amnesia neoliberal gestada en las entrañas del proceso democratizador.