Ni perdón ni olvido, porque aquel lejano martes de tardío otoño pervive en la memoria, en la piel y en las miradas de un pueblo que no se merecía tanto dolor. Es que nadie puede ni debe olvidar el cántico desesperado de los desaparecidos, arrimados, quien sabe, a la sombra de un tamarugo bregando por […]
Ni perdón ni olvido, porque aquel lejano martes de tardío otoño pervive en la memoria, en la piel y en las miradas de un pueblo que no se merecía tanto dolor. Es que nadie puede ni debe olvidar el cántico desesperado de los desaparecidos, arrimados, quien sabe, a la sombra de un tamarugo bregando por un rayo de sol. Y los militares saben donde están, conocen sus nombres y sus últimos suspiros. Ellos saben donde están, los generales saben, los almirantes saben. Pinochet sabe, por ello es que no nos compadecemos de su agonía, ni nos conmiseramos con su suerte, ni nos acongojamos en su muerte. Lo único que nos duele es que el dictador no haya pasado ni un solo minuto en la cárcel y que se haya recurrido a todo tipo de subterfugios para eludir a la justicia. Justicia leve y tenue por lo demás, difuminándose en recursos de amparo, apelaciones y llantos de cobardía de aquel que no trepidó en matar y torturar, pero que a la hora de enfrentar la tibia y clemente justicia chilena, clamó impunidad y locura para refugiarse en la tranquilidad de su hogar.
Pero el sabe, siempre supo todo lo que acontecía en este país, pues daba las ordenes precisas para detener, torturar y asesinar. El dictador dictó. Y por eso lo celebraron los empresarios que se solazaron en la compra de un Chile barato y a precio de costo. Y por eso lo amaron los latifundistas que recuperaron a sangre y fuego la tierra entregada a campesinos y mapuche a través de la reforma agraria. Y por eso lo veneraron los banqueros que vendieron el país para que después la dictadura los premiara con el dinero de todos los chilenos. Y por eso la derecha le saludó incondicionalmente en sus días de oscura gloria. Mas cuando se acabó la gloria, cuando lentamente se fue imponiendo la verdad de violaciones a los derechos humanos, todos le volvieron la espalda y el dictador se fue quedando solo en el marasmo de su senilidad. Sin embargo, siguió engañando, mintiendo, traicionando, como lo hizo desde siempre, pues no estaba tan senil después de todo. Y no estaba tan solo, después de todo, porque cada vez que enfrenta algún desafuero, algún juicio o algún supuesto problema de salud, asoman sus adláteres elogiando su obra.
Entonces nos hablan del crecimiento económico, de la modernización del país, de la inserción en el mercado mundial, de los tratados de libre comercio, de los indicadores macroeconómicos. Y desaparecen una vez más los desaparecidos, los asesinados, los torturados, los presos, entre los intersticios de un mercado omnipresente que horada el alma de un país herido. Como fue herido el once de septiembre de 1973 y todos lo días y todas las noches posteriores por la dictadura de un dictador que sabía, que siempre supo y que hoy, en el ocaso de la vida, se niega a reconocer su responsabilidad personal y política del terrorismo de Estado verificado en Chile por casi dos décadas. Pero no importa cuantas veces lo niegue, no importa que muera una y mil veces, el pueblo sabe, el mundo sabe de su cobardía y de la de todos aquellos que lo han protegido ayer y hoy.