El pasado 4 de septiembre de 2004 apareció en Babelia una reseña del crítico literario Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) sobre la novela El hijo del acordeonista publicada por la editorial Alfaguara. Para el crítico, justo con la publicación de este texto comenzaron los «inconvenientes», pues a partir de ahí sus trabajos empezaron a ser «retenidos» […]
El pasado 4 de septiembre de 2004 apareció en Babelia una reseña del crítico literario Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) sobre la novela El hijo del acordeonista publicada por la editorial Alfaguara. Para el crítico, justo con la publicación de este texto comenzaron los «inconvenientes», pues a partir de ahí sus trabajos empezaron a ser «retenidos» en la misma publicación donde ejerciera durante más de 14 años. A pesar de que el propio director de El País, Jesús Ceberio, asegurara, en suerte de irónica sentencia «en modo alguno puede hablarse de censura»; una vez más quedaron expuestos los caminos que transita la política editorial del periódico, insertado junto a Alfaguara en el conglomerado mediático PRISA. La experiencia de Ignacio Echevarría motivó este diálogo y reveló, entre otros temas, las condiciones bajo las que se ejerce la crítica en los medios españoles.
En el camino hacia convertirse en uno de los críticos literarios más importantes de España, se ha encontrado seguramente con diversos estilos y modos de hacer Literatura. ¿Cómo valora Ud. el panorama actual de la Literatura española?
Eso de «uno de los críticos literarios más importantes de España» suena muy halagador, pero en el fondo es como decir nada, o peor todavía: es como invocar uno de esos records absurdos en que la excelencia no entraña ningún mérito, como, por ejemplo, el de lavarse los dientes con más frecuencia que nadie. En España, partamos de allí, apenas hay crítica literaria propiamente dicha, al menos en la prensa, de modo que -a poco que uno se lo tome con alguna seriedad, lo cual ya es mucho decir- no es difícil destacar en este oficio dudoso y más bien residual. Esto tiene que ver con el estado actual de la literatura española, que ofrece un panorama ecléctico y desarticulado, sin apenas contrastes, consecuencia de la nivelación de todos los valores en la que insiste machaconamente la industria cultural, que un día lanza a bombo y platillo a un autor como Juan Marsé o como Javier Marías, y al día siguiente lo hace con Arturo Pérez Reverte o Pedro Luis Zafón, y esa misma tarde con Zoé Valdés o Lucía Etxebarría. Todo pasa por ser literatura, sin más, sin graduación de valor. Y el resultado es un paisaje confortablemente anodino, como un campo de golf.
Hablando en términos de cultura en la más amplia acepción de la palabra, ¿qué saldo nos legará el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas?
Demos la vuelta a su planteamiento y digamos que el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas es el saldo que nos ha legado la inoperancia de la crítica, consecuencia, a su vez, de la deserción de la clase intelectual y el consiguiente abandono de sus órganos y de su representatividad a los agentes de la industria cultural, a cuyo campo se han pasado algunos por venalidad, otros por desesperación, o por cobardía, o por pereza.
En un mundo donde se publican cientos de miles de libros cada día, ¿cuál debe ser el papel del crítico literario?
En teoría, esa concurrencia de libros y más libros debería traducirse en una mayor relevancia de la crítica y de su función orientadora. Pero los intereses de la industria cultural conspiran en contra de esta relevancia, con el fin de que el papel del crítico literario lo asuma la publicidad. Siendo así, al crítico, que juega en inferioridad de condiciones, no le queda otro recurso que convertirse él mismo en un publicista y emplear las técnicas de la publicidad -es decir, la contundencia, el ingenio, la agresividad, la capacidad de acuñar consignas- para promover aquello mismo de lo que la publicidad misma no deja de ser un perverso simulacro: el sistema de valores en función del cual el propio crítico articula su lectura. En la medida en que, en esta tarea, se enfrenta a dificultades crecientes, buena parte de la energía del crítico, sin embargo, ha de consumirse en velar por la propia supervivencia de su oficio y cuanto comporta.
Constantino Bértolo afirma en su artículo «La muerte del crítico. Prisa contra Prisa»: «el crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente. Echevarría abrió la ventana, dejó entrar la luz y señaló con el dedo». ¿Esperaba Ud. que le cortaran ese dedo, al decir del propio Bértolo? ¿Era consciente de las fronteras que estaba transgrediendo, así como de las posibles consecuencias tratándose de Prisa y de un medio como El País?
Ya en otro lugar he dejado dicho que la crítica, en cuanto género periodístico, sobrevive por virtud de las cuotas de credibilidad y de decoro que los grandes medios se sienten obligados a pagar para mantener su influencia. Así es a tal punto que las posibilidades de una crítica independiente son proporcionales al importe de la cuota que el medio en cuestión está dispuesto a pagar para asegurar esa credibilidad. Ese importe fijaría los límites en el que se desenvuelve la tarea del crítico. Este no puede dejar de reconocerlos, y deberá trabajar precisamente en esos límites; no dentro, sino en la raya misma de esos límites, que la actuación del crítico, si es comprometida y rigurosa, contribuirá a tensar y, acaso, a dilatar, dado que el reconocimiento de los propios límites no supone ni mucho menos su aceptación.
Así las cosas, circunstancias que determinaron mi «cese» como colaborador del diario El País no venían dadas desde siempre, ni mucho menos, sino que son producto de la rebaja de las cuotas de credibilidad y de decoro que, de un tiempo a esta parte, el periódico se siente impelido a satisfacer. Esa rebaja es consecuencia, sin duda, del exceso de confianza que al periódico le inspira su aplastante hegemonía, y se viene traduciendo, entre otras cosas, en un estrechamiento progresivo de los límites que dentro del periódico se conceden a la crítica más o menos independiente. Quien durante años, como yo, había trabajado en esos límites, despertó un buen día fuera de ellos. Pero no por haberlos roto o temerariamente atravesado, sino porque esos límites habían reducido su círculo, y dejaban fuera a quien acampaba en sus lindes.
Dicho esto, el artículo de Constantino Bértolo ofrece, en clave política, un excelente análisis -el más perspicaz de cuantos se han hecho- de la situación, y nada tengo que objetar a lo que dice. Solo puedo añadir que sí, que yo era consciente de estar jugando un juego peligroso, si bien lo jugué desde la confianza de que podía salir, una vez más, ileso. Perder, en cualquier caso, ya sea un dedo o un puesto de trabajo, es el riesgo de actuar en los límites. Pero no cabe duda de que de otro modo no vale la pena actuar.
¿Cuáles han sido las consecuencias, en lo profesional y en lo personal, de su «caso», teniendo en cuenta consensos, diferencias y aclaraciones?
En lo personal está muy claro: he dejado de colaborar con El País y con ello he puesto término a una actividad desarrollada con entusiasmo y con pasión, pero también con dudas y con escrúpulos, a lo largo de quince años. En un plano más amplio, mi «carta abierta» y la cadena de reacciones que desató pienso que quizás hayan contribuido a poner en evidencia la situación cada vez más precaria en que la crítica misma sobrevive en la prensa española. No cabe ser muy optimista al respecto, pero hay motivos para esperar que ello sirva para cobrar conciencia del estado de las cosas y, a partir de ahí, se ensanche la posibilidad de que alguna vez cambien.
¿Puede un periódico como El País defender criterios culturales por sobre intereses comerciales y políticos?
Puede, por supuesto. Y debe. Otra cosa es que finalmente no lo haga, por razones precisamente comerciales y políticas.
Es posible el papel de la crítica y del crítico en los medios españoles de la actualidad. ¿Bajo qué condiciones?
Es posible, claro. Bajo condiciones, eso sí, de extrema vigilancia, y dentro de unos límites cada vez más estrechos, en competencia cada vez más desigual con la presión de la publicidad. Lo cual hace la tarea del crítico cada vez más difícil. Todo su arte consistirá entonces -como en los regímenes sometidos a censura- en sortear esos límites, o en hacerlos polémicamente palpables.
Usted ha asegurado: «la industria cultural usurpa su lugar a la cultura propiamente dicha». ¿Será ese per se el futuro de la cultura en España?
En España y me temo que en todas partes. Como me temo que, allí donde, excepcionalmente, eso no esté ocurriendo, como por ejemplo en Cuba, haya que lidiar entonces con el dirigismo cultural, poco amigo asimismo de la crítica.
En los últimos meses ha tenido una gran cobertura informativa la novela El lado frío de la almohada, de la escritora Belén Gopegui, la cual ha provocado intensas polémicas en los distintos medios por el tema que trata. ¿Qué opinión le merece este otro «caso»?
Belén Gopegui se cuenta entre los poquísimos escritores españoles que no descarta para sus libros la posibilidad de intervenir críticamente en la sociedad. El precio que ha de pagar con ello, sin embargo, es renunciar a la amplia cobertura publicitaria -que no informativa- de la que gozan otros escritores menos enojosos. No es del todo cierto que su novela, políticamente explosiva, haya obtenido una gran atención mediática ni que haya dado lugar a intensas polémicas. Lejos de eso, más bien ha padecido la «ley del silencio» que impera sobre todo producto que no se ofrezca convenientemente homologado. A pesar de lo cual, la novela, como las anteriores de esta autora, se ha abierto camino entre un número nada despreciable de lectores (el libro va por su tercera edición) y ha promovido, en círculos siempre reducidos, estimulantes discusiones. Eso indica que hay razones para mantener viva la llama de la esperanza de que finalmente cunda el desacuerdo con un estado de cosas que nos quieren imponer como inevitable. A este respecto, la discusión sobre la legitimidad del régimen cubano, y el balance sobre los alcances de la Revolución, constituyen un buen objeto de reflexión, al que cabe arrancar múltiples lecciones y avisos.