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Plazas y calles en venta: (no) vivir en una sociedad de mercado

Fuentes: Rebelión

«La participación ciudadana auténtica se produce cuando el individuo acepta suspender su punto de vista para tomar en consideración el bien común.» (Pascal Bruckner: Miseria de la prosperidad)

Me entero por la radio de que hace un par de semanas tuvo lugar en París un referéndum. En él no se planteó una cuestión que se pueda catalogar como trascendental a primera vista, del tipo de declarar la independencia de la capital de Francia o sobre si se debe cerrar la urbe a cal y canto ante la llegada de inmigrantes para evitar le grand replacement, profecía apocalíptica de la xenófoba ultraderecha. Lo que se sometió a consulta ciudadana fue algo de índole muy práctica. La pregunta se enunció en los siguientes términos: «¿A favor o en contra de la creación de una tarifa específica para el aparcamiento de los coches individuales pesados, voluminosos, contaminantes?». 

Esos vehículos son los conocidos en el mercado automovilístico como SUV, siglas que responden a las palabras inglesas Sport Utility Vehicle, lo que en castellano viene a querer decir «vehículo utilitario deportivo». El sintagma no deja de tener su aquel por cuanto la palabra «utilitario» significa una categoría de coche incompatible en su ser con el referente concreto que responde a las siglas de SUV. Uno entiende por utilitario aquel automóvil de reducidas dimensiones y austeros acabados que suele ser el objeto de compra de los usuarios económicamente más modestos a los cuales el acceso al lujo les está vedado dadas sus limitaciones financieras. En mi imaginario personal de baby boomer de edad provecta el arquetipo de utilitario es el SEAT 600 o el SIMCA 1000 (busque imágenes en internet el lector generacionalmente desfasado), coches que aparecieron en el territorio español con el desarrollismo tardofranquista y la popularización de «las letras», que era la expresión coloquial con la que se aludía al pago fraccionado y mediante préstamo bancario de los productos que escapaban a las posibilidades de las rentas proletarias, pero que el incipiente consumismo de aquellos años, contraído cual enfermedad vírica venida de allende nuestras fronteras, imponía poseer a todo hijo de vecino que aspiraba a un cierto estatus. 

He aquí lo primero que me aturde del asunto del referéndum parisino. El objeto en torno al cual fue montado es la prueba material de la contradicción esencial que el capitalismo consumista global alberga en su seno. Una contradicción que tiene naturaleza cancerígena y dinámica de metástasis; es la contradicción entre etiqueta y realidad, que es el trasunto de otra contradicción, la que se da entre el ego sin límite y el espacio limitado, entre interés individual y bien común. Es otra manifestación –como digo en forma de metástasis– de la reducción del espacio público como lugar de convivencia para albergar más y más versiones polifacéticas del mercado. Calles, plazas, edificios no se conciben sin más como espacios para (con)vivir sino como lugares de negocio (o sea, de negación del ocio). Equivalentemente, el SUV no es un vehículo útil, sin más pretensiones, para quien por su clase social de pertenencia no está para lujos. El SUV es «utilitario deportivo», lo que quiere decir que está pensado para el ocio, porque el deporte no es actividad física asociada al trabajo; aunque aquí estamos ante otra curiosa distorsión de la realidad, pues ¿qué deporte practica con el SUV el señor turista que circula por las estrechas callejuelas del centro histórico de una ciudad en el uso de su sacrosanta libertad?

La alcaldesa de París, la socialista Anne Hidalgo, quería reducir la polución, mejorar la seguridad y ganar espacio público para peatones y medios de transporte no contaminantes. A tal fin quiso preguntar a sus conciudadanos si les parecía bien desincentivar esa presencia de vehículos de grandes dimensiones, muy costosos medioambientalmente y por tanto con una importante carga de externalidades negativas para el conjunto de la ciudadanía. A pesar de la tan cacareada transición verde la circulación por nuestras ciudades de esos coches que por tamaño parecen tanques va en aumento en todas partes. La solución propuesta consiste en desincentivar su circulación encareciendo el aparcamiento en ciertas zonas de la capital francesa. Dado que según el paradigma de economía política actualmente vigente, prohibir sin más el uso de determinados productos legalmente comercializados va en contra del canon de libertad que ha logrado instalar siglos de capitalismo como parte del sistema de creencias básicas en el que vivimos, y como está mal prohibir políticamente lo que el mercado bendice, habrá que utilizar las herramientas que éste consiente. Así que, a falta de prohibir que tales vehículos, auténticas contradicciones sobre ruedas, circulen por las zonas más céntricas de la ciudad, disuadamos a sus usuarios de hacerlo encareciendo su estacionamiento en tales zonas. La lógica política, basada en ciertos valores éticos que definen una determinada concepción de la vida buena que exige determinados requisitos ecológicos, queda anulada por la económica, que pervierte entonces el sentido de la propuesta, ya que se entiende que cualquiera con el suficiente dinero como para permitirse pagar el caro aparcamiento tiene derecho a contaminar y ocupar con su sobredimensionado vehículo el espacio urbano de todos, los ricos y los no tan ricos. No hay censura, pues, por parte de la autoridad democráticamente constituida, que tiene como primordial mandato la defensa del bien común. Hay cesión ante quien puede permitirse, merced a su poder económico, acceder a lo que les está prohibido a los menos pudientes. No se trata de que no debes porque está mal, sino de que puedes porque te lo permite tu mayor capacidad adquisitiva. La norma que debiera ser expresión de un valor ético, cívico para ser más precisos, y servir de regla aleccionadora para el conjunto de la ciudadanía es de facto la constatación de que los valores del mercado prevalecen demasiado a menudo cuando hay que tomar decisiones políticas. Es la evidencia, en fin, de que –como explica el filósofo Michael J. Sandel en Lo que el dinero no puede comprar– hemos pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado. Mediante el incremento de los precios de aparcamiento en los espacios más bellos de París no se los protege de la invasión de los coches de lujo, simplemente se los convierte en un espacio de consumo reservado a los conductores Premium.

Que el asunto del referéndum parisino a propósito de la circulación de los SUV no se queda en lo trivial lo demuestran los resultados de las investigaciones del psicólogo norteamericano Dacher Keltner. Diríase que esos coches caros imprimen carácter a sus dueños. En una serie de estudios en los que se observó la respuesta al volante de quienes los conducen se constató que en el 30 % de los casos los coches más caros entraban en un cruce antes de que les correspondiera por norma, cerrando el paso a otros vehículos. Ese mismo comportamiento incívico se daba solo en el 5 % de los conductores de los automóviles modestos. Estos, por otro lado y según los mismos estudios, casi nunca se saltaban la preferencia de los peatones en sus pasos de cebra, mientras que los coches más caros pasaban por delante de los peatones el 45 % de las veces. El poder económico y tecnológico tiende a contribuir a que nos olvidemos de nuestros límites morales y obligaciones ciudadanas.

Hay que decir que el resultado de la consulta parisina fue favorable al incremento de los precios de aparcamiento para estos vehículos (según lo publicado se van a triplicar); eso sí, no para todos, lo que reduce considerablemente el grado de efectividad de la medida en términos de beneficio medioambiental. Tampoco es que el porcentaje de los favorables al aumento del coste del estacionamiento haya sido para saltar de alegría: apenas ha llegado al 55%. 

Pero el otro elemento significativo que a mi juicio merece consideración es el dato de la participación en la consulta ciudadana, que fue de un ínfimo 5,7%. Supongo que en cualquier ciudad suiza, donde es costumbre esto de los referéndums, habría sido otro; pero en cualquier caso es un dato que demuestra la irrelevancia que determinados temas parecen tener para la ciudadanía. Son asuntos de la cotidianeidad a los que no se les presta la necesaria atención ni se les otorga la debida importancia. Se trata de la modificación de las circunstancias que, en gran medida, determinan nuestros comportamientos y que conforman modos de vida que actúan como los raíles de un tren por los que circula nuestro devenir diario, jornada tras jornada, y que una vez establecidos conforman las opciones según las cuales podemos desarrollar nuestras vidas. A ello contribuye sin duda la cosmovisión de quien habita en la megaurbe, en una burbuja artificial que parece tener vida propia y que le somete a una exigente disciplina de conducta que le impide ser dueño de su atención y que le fuerza a vivir en una especie de delirio en el que lo básico (espacio y aire en el caso del que hablamos) se da por asegurado.

Contra lo real, que es la independencia del mundo, confrontamos el delirio de la independencia de nuestros cuerpos, lo que nos conduce indefectiblemente a la abstracción de la que nace esa criatura metafísica a la que llamamos «individuo». Sobre la creencia irracional en su existencia se sustenta la ética de los individuos. La fatal paradoja es que el seguimiento de esa ética lleva indefectiblemente al abandono del mundo en el que viven los individuos. El resultado es –como es evidente en todos los frentes abiertos– la impotencia a la hora de resolver los problemas concretos de la gente. Es como si hubiésemos olvidado la finitud del espacio y el tiempo por obra y gracia del imperio de la técnica que, como dice el filósofo Santiago Alba Rico en su libro Ser o no ser (un cuerpo), está conformada por «prácticas extracorporales» que creemos dominar cuando son ellas las que nos dominan y nos imponen sus necesidades. El desprecio por esas condiciones concretas en las que los cuerpos se desenvuelven está en la raíz de ese malestar vital que la mayoría sufrimos y que a veces supura a la vista de todos. 

«Plazas y calles en venta; el ruido nos impide vivir» reza un cartel colgado por los vecinos de uno de los balcones de las viviendas que rodean la céntrica y turística plaza de Bib-Rambla en Granada. Es el síntoma de que la metástasis del capitalismo ha tocado hueso ante la indiferencia de los cuerpos que habitan las ciudades. Según el mandato del mercado su espacio ha de ser destinado para la experiencia, no para la contemplación y la convivencia; no para la convergencia de los cuerpos, sino para la diversión (o la divergencia: entre locales y visitantes, entre cuidado y extracción de riqueza, entre la ciudad y el campo). Así el tiempo pierde su potencial narrativo y muta en lo que el filósofo Byung-Chul Han denomina «tiempo de puntos» en su ensayo El aroma del tiempo. Vivir se convierte entonces en una arquitectura de experiencias con las que se trata de escapar del aburrimiento. Los lugares en las ciudades adquieren un valor mercantil y no de vida, de historia, sino de uso para la experiencia de quien lo visita huyendo del aburrimiento. El espacio, sobre todo del centro de esas ciudades repletas de turistas en los días festivos y fines de semana, por mor de la disrupción tecnológica, es percibido a través de las pantallas, en las que cada lugar es un punto de experiencia egoísta sobre un fondo abstracto. Se angosta el espacio público al tiempo que se homogeniza perdiendo toda capacidad de resistencia identitaria quedando relegado a mero fondo de pantalla. La gentrificación por el imperativo de la productividad de los lugares y la extinción de los negocios imbricados en la genealogía de la ciudad se traduce en la proliferación colonizadora –otra vez, en forma de metástasis– de los comercios franquicia de apariencia clónica. De este modo se le hurta al visitante de la ciudad-entretenimiento la posibilidad del descubrimiento en aras de esa comodidad que está garantizada de suyo en la pantalla del teléfono móvil. Todo por obra y gracia de lo que manda el mercado y favorecido por una política obediente al precepto de la productividad. La baja participación de la ciudadanía parisina en el referéndum sobre los SUV es la prueba de la indiferencia culpable ante el apoderamiento de nuestro espacio y tiempo. Síntoma a su vez de la alienación que es propia de nuestro modo de vida urbano actual. El espacio público destinado a la convivencia orgánica, la que fluye de la espontaneidad de las rutinas humanas, la que conforma una trama de contactos de estructura capilar, cede terreno frente al espacio privatizado, acotado, funcionalmente destinado a la generación de riqueza destinada en su mayor cuantía a los que logran convertir la explotación de nuestro espacio y nuestro tiempo en dinero. La transferencia de renta que denunció hace poco más de una década Thomas Piketty con la publicación de su libro El capital en el siglo XXI, abstracta a primera vista, es el correlato de una transferencia corpórea muy concreta. La riqueza de los muchos, de esos para los cuales el trabajo no es una opción, va a parar a las manos de los pocos de las élites socioeconómicas como el producto de ese apoderamiento del espacio y del tiempo de los cuerpos.

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