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Algunas consideraciones sobre el centro político y la centralidad social

Podemos y el nuevo escenario electoral

Fuentes: Rebelión

Parece ser que la espuria antinomia entre las dos opciones electorales (democristianos y socialdemócratas) sobre las cuales han gravitado los países de Europa occidental desde la asunción de las democracias liberal-representativas al inicio de la posguerra (o al fin de las dictaduras en el caso de ciertos países meridionales) se desvanece en pos de una […]

Parece ser que la espuria antinomia entre las dos opciones electorales (democristianos y socialdemócratas) sobre las cuales han gravitado los países de Europa occidental desde la asunción de las democracias liberal-representativas al inicio de la posguerra (o al fin de las dictaduras en el caso de ciertos países meridionales) se desvanece en pos de una nueva polarización del espectro político-ideológico reflejada en una opción tecnocrática y en otra populista. Pero antes de mapear los rasgos que ofrece un abanico electoral de nuevo cuño y su repercusión en el estado español, sería conveniente mencionar los antecedentes que lo posibilitan; lo que nos lleva a referirnos al agotamiento del pacto social (por el cual el capital transigía elevados niveles de vida para la clase trabajadora por medio de importantes concesiones en materia de prestaciones sociales: salario indirecto) que caracterizó a la sociedad europea hasta una ofensiva neoliberal que, si bien hoy se expresa descarnadamente como tentativa oligárquica a la salida a la crisis financiera, ya empezó a gestarse a partir de los ochenta.

La deslocalización de las actividades productivas en las que los trabajadores participaban activamente de sus condiciones laborales, así como la disolución del sistema soviético en el plano internacional entre otros factores, favorecieron la degradación de la protección del trabajo en consonancia con la revalorización social de formas laborales vinculadas a la flexibilidad, la comunicación, la cooperación, el conocimiento, la implicación emocional y la producción inmaterial. Asumiendo las nuevas formas laborales y empapándose del neoliberalismo en boga, la socialdemocracia europea experimentó una suerte de reconversión hacia una actitud socioliberal por la cual su progresismo se reduce cada vez más al reconocimiento de las minorías sociales y los sectores históricamente discriminados, al tiempo que, replegándose en lo que atañe a la protección del mundo del trabajo, tiende a abandonar a amplias capas de población de escasa calificación laboral, sujetas a empleos transitorios y precarios, que empiezan a desvincular las opciones socialdemócratas con la salvaguarda de sus intereses como asalariados. Asimismo, el votante conservador por convicción, asociado a grupos de edad avanzada, empieza a sentirse decepcionado por aquellas opciones democristianas en las que había otorgado su confianza, lo que en parte importante se debe a esa pérdida de valores y tradiciones que no es sino sintomática de las nuevas formas de vida que, surgiendo al impulso de la vorágine del capital, expresan la delicuescencia del tejido comunitario como reverso del triunfo del individualismo consumista. Vemos, por tanto, que ambas opciones, la socialdemócrata y la democristiana, tienden a amalgamarse en torno a un mismo paradigma de hacer política claramente subordinado a esos grupos de poder económico que representan los intereses del capital financiero internacional, lo cual suscita una irresoluble tensión entre la mundialización de la economía y, por otro lado, la vida arraigada al territorio. Al no ser en ningún caso trivial, la tirantez entre un neoliberalismo que responde a una lógica global y las consecuencias que ello tiene a escala local manifiesta en el surgimiento de los rampantes populismos europeos la resistencia de importantes sectores de la población a ser excluidos por las exigencias que comporta la aceleración de la dinámica mundializadora del capital.

Como consecuencia de estos estos procesos políticos, económicos y sociales propios de las países europeos posindustriales, el filósofo esloveno Slavoj Zizek [1] considera que la pugna ideológica que empieza a darse en Europa está representada, por un lado, por un partido centrista, neoliberal en lo económico y liberal-cosmopolita en lo sociocultural, y, por otro lado, por un partido populista, de derechas en la mayoría de los casos. Esta es la dicotomía previamente anunciada entre la opción tecnocrática -o postpolítica- y la opción populista. El primer partido absorberá gran parte de los estratos profesionales, de rentas medias-altas, con sensibilidad progresista; el segundo canalizará el malestar compartido de los sectores obreros y populares, principalmente del extrarradio de las grandes metrópolis, prometiendo un retorno a la seguridad de una casi-mítica comunidad orgánica que se articulaba a través del vector nacional. ¿No ocurre esto ya en muchos países europeos en los que, ante la convergencia cada vez mayor de democristianos y socialdemócratas por ceder soberanía -y, por ende, democracia- a organismos supranacionales, emerge la reacción de un populismo de derechas y euroescéptico?

No parecería insólito afirmar que, en lo que respecta al estado español, ese partido que se posiciona en el centro del espectro político -de marcado componente tecnocrático, liberal en lo económico y supuestamente progresista en lo social- estaría claramente representado por Ciudadanos (C’s) como una síntesis constitutiva surgida de los dos partidos tradicionales (PP y PSOE). Ahora bien, la particularidad del caso español radica en que la opción populista no es la fuerza de choque con la que, tal y como ocurrió en los fascismos de entreguerras, el gran capital nacional pretende captar la voluntad de las masas populares, y que actualmente toma forma de esa sensatez paternalista que pretende exteriorizar el Front National francés. La formación Podemos, por el contrario, surge como punta de lanza de un proyecto, sumamente teorizado y con extensas influencias académicas, que aspira a revertir la redistribución regresiva de las rentas a favor de las élites económicas, lo que no debe poner en entredicho que para ello se sirva de una retórica nacional-popular orientada a seducir a las masas: la noción de populismo no debiera aludir más que a la creación de una identidad popular que rebase las filiaciones políticas previamente constituidas a fin de cohesionar a las capas mayoritarias de la población alrededor de un proyecto renovado de país.

A tenor de lo expuesto, podríamos considerar que Podemos cometerá un craso error en caso de querer contener su discurso todavía más para ganar ese espacio de centro que ahora mismo empieza a ser coto de Ciudadanos. Con el propósito de interpelar a la mayoría social, a la cual se identifica con las clases medias y a éstas con las opciones políticas moderadas, se incurre equivocadamente a posicionarse en el centro político, el cual acaba encerrando la posibilidad de hegemonizar el campo de lo social por medio de unos límites que se establecen en el equilibrio inestable que supone tratar de conciliar la pulsión de transformación sin arriesgar el predicamento que otorga lo políticamente correcto siempre influenciado por las querencias (hypes) del centro. El centro del tablero político no debiera ser el objetivo de Podemos, pues una táctica más acertada pasaría por la renuncia al tablero, a las posiciones dictaminadas por el eje izquierda-derecha en el que, supuestamente, el centro siempre gana. Partir de semejante premisa equivale a rechazar toda demarcación política que no valide las líneas de fuga y los enunciados de ruptura con las formas de hacer política previamente constituidas. Valiéndose de una maniobra que permita dos operaciones distintas que se muestren simultáneas y coherentes, la radicalización de Podemos, sea ésta a nivel retórico y/o programático, debiera ser el correlato de una crítica categórica a la categoría de centro político como el consenso de las élites para, aislando la pluralidad de intereses inmanente a toda realidad política, disolver el conflicto e imponer su voluntad.

Argumentando el porqué l a transversalidad que debe llevar a Podemos a disputar la hegemonía social no pasa por el centro político-ideológico, debiéramos advertir que una cosa es situar la formación política (Podemos) en la centralidad de la sociedad, y otra bien distinta es que aquella se ubique en el centro del tablero político. La primera de las consideraciones pasa por difundir los relatos de Podemos a nivel de calle, logrando que estos se impongan en la barra del bar o en el puesto de trabajo como narrativas socialmente aceptadas, reproduciéndose o parafraseándose allá donde la sociedad civil se encuentre. Aquí radica el meollo de la cuestión, en la capacidad de generar y articular imaginarios que movilicen en grado mayor que los del adversario, obligándolo a operar con los mismos términos y dentro de los esquemas de pensamiento de aquél orden simbólico convertido ya en un sentido común bien difícil de quebrantar. Por el contrario, ubicarse en el centro del espectro político-ideológico supone asumir una narrativa ya elaborada y mimetizarla como propia, lo que dificulta la capacidad por resignificar los sistemas de valores y creencias como requerimiento inherente a todo proceso que aspire devenir hegemónico. En resumidas cuentas, la desacertada vinculación entre la centralidad social y el centro político lleva a confundir la capacidad por establecer el marco de referencia dentro del cual se produce el debate entre las fuerzas políticas con lo que vendría a ser un punto equidistante entre izquierda y derecha asociado con el pragmatismo, la moderación y el pancismo. La centralidad social implica insistir en la democratización de la economía como cuestión sobre la que debe pivotar la discusión política, convirtiéndola en el epicentro de la campaña electoral. Por el contrario, tomar el centro político, no sólo comporta circunscribirse a los relatos ya elaborados y vinculados a la tibiez y a la cautela a la hora de hacer política -una posición que en no pocos casos es aceptada por un electorado que se identifica con posturas más bien apolíticas-, sino que, a razón de los argumentos en adelante esbozados, implicaría, para Podemos, una importante merma del potencial caudal electoral.

Diríamos, primeramente, que en el caso de persistir en la tendencia pacata asociada al centro político, Podemos podría acabar dándose de bruces ante la saturación del ámbito de centro/centro-izquierda por parte de las tres fuerzas que reclaman para sí ese espacio (PSOE, Podemos y C’s [2]): la fragmentación del electorado del nicho ideológico en cuestión, por más amplio que éste sea, daría lugar a una división tripartita del voto incapaz de crear una mayoría electoral sólida (lo cual favorecería colateralmente al Partido Popular, que podría desmarcarse de esa pugna por copar el espacio de centro y reafirmarse cómodamente como opción de derechas). Asimismo, el espacio electoral del centro/centro-izquierda puede acabar por desgastarse en tanto que las opciones tradicionales que basculan sobre el eje político-ideológico izquierda-derecha tendían a oscilar hacia el centro a fin de captar los sectores más descontentos del electorado del partido contrario. Toda búsqueda de los desencantados e indecisos pasa necesariamente por transitar hacia el centro. Por lo que, consuetudinariamente, el centro ha sido el punto de encuentro donde, especialmente en campaña electoral, tienden a confluir los dos partidos mayoritarios. De resultas de lo dicho, el centro puede acabar por acontecer un espacio viciado en el que, a fuer de captar todo tipo de sensibilidad, se acaba por no representar a ninguna en particular: el electorado puede acabar por percibir que reivindicarse el apoderado de todos mediante discursos vagos y ambiguos significa, a decir verdad, no serlo de nadie. No en vano es en las épocas de crisis, en las que se produce cierta desorientación y abatimiento generalizado, que las narrativas precisas y atipladas resultan aceptadas con mayor facilidad.

El discurso, recipiente de los imaginarios que en él concurren, se modula en función de las conveniencias tácticas, las cuales deben formularse de manera acorde a una lectura certera de la coyuntura política en cuestión. A razón de semejante consideración, seguir suavizando el discurso en busca de ese ansiado centro político no hará de Podemos más que una opción lábil y evanescente toda vez que el «cambio sensato» es una opción que ya encarna el PSOE y, por qué no decirlo, en adelante C’s. Los primeros se presentan como la alternativa con la que recuperar la economía de las contumaces políticas de austeridad y -supuestamente- resituarla en la esfera de las garantías sociales; los segundos se proyectan como la regeneración de la política por medio de una imagen renovada y -supuestamente- exenta de acusaciones de corrupción. Adoptar sus mismos postulados, proyectarse como una transición prudente hacia un régimen saneado, supone situarse en la órbita de estos partidos y, por consiguiente, en su subalternidad. Por el contrario, cabría preguntarse si no resultaría óptimo intensificar la lógica de ese antagonismo schmittiano que tan bien ha operado en Podemos e incluir en ese «ellos/otros» todas aquellas fuerzas que, encuadradas en la institucionalidad vigente -sea ésta arcaica (PP/PSOE) o restaurada (C’s)-, no apuesten decididamente por una ruptura con el régimen oligárquico-cleptocrático mediante políticas que garanticen la titularidad pública de aquellos servicios imprescindibles para la reproducción de la vida, tanto biológica como social, bajo unos estándares de dignidad (lo cual incluye un compromiso fehaciente en derogar la reforma del artículo 135 de la Constitución -el cual prioriza el pago de la deuda sobre el gasto público en base al principio de estabilidad presupuestaria- y, en lo consecutivo, avanzar hacia un proceso constituyente que habilite un nuevo marco legislativo con el que establecer las tres generaciones de derechos humanos como precepto ineludible).

Ello comportaría situarse por fuera de ese conglomerado de opciones electorales estatistas y, como corolario de ello, radicalizar las posiciones. Porque ¿acaso lo que ha hecho espumar a Podemos no ha sido su temperamento audaz y su actitud contraventora? La parresía tal y como la entendía Michel Foucault (una atrevida actitud verbal por la cual el hablante se posiciona desde la franqueza y antepone la libertad de expresión por encima de la prudencia y la caución) resulta, pese a lo que de antemano podría parecer, la sindéresis por la cual Podemos pueda proyectarse de manera circunspecta e íntegra sin renunciar a ese lenguaje iconoclasta con el que escenificar las ansias de ruptura que auparon a la formación. Sería conveniente pensar, al hilo del razonamiento que aquí se plantea, el motivo por el cual, tal y como observa pertinentemente Zizek, son los populismos (celadamente derechistas) aquellas opciones políticas que, en gran parte de Europa, arrastran el anhelo de los sectores populares por recuperar la soberanía (concebida como paso previo para la democracia) perdida: frente a la complacencia con el modelo neoliberal que muestra la socialdemocracia apostata y (ciertos sectores del) eurocomunismo resignado, la cesura con lo establecido se expresa, aunque erróneamente, a través de un neo-nacionalismo reaccionario. Entonces, si bien tomando unos fines diametralmente opuestos a los de estas formaciones, ¿por qué Podemos no aspira a ser, sin ambigüedades ni disimulos, la opción de ruptura? Adoptar la tesis aquí defendida supone un riesgo, pero no asumir ese riesgo puede conllevar a la fatalidad de que Podemos se normalice como un trasunto substitutorio de Izquierda Unida con el compartimentado clivaje electoral que ello implica.

Por tanto, el planteamiento vertebral de estas líneas podría resumirse en la idea por la cual marcar el espacio político tiene que ver más con crear relatos susceptibles de ocupar la centralidad social que, por el contrario, reproducir viejos marcos cognitivos. Podemos debe apostar por ser esa excentricidad que, evitando caer en una posición outsider, desborde la categoría de centro sin renunciar a una estrategia consciente del derrotero a seguir, del rumbo que tomar a fin de crear un fractura en las pautas de hacer política como dechado llamado a legitimar unos imaginarios colectivos que permitan catapultar la efectividad de un conato disruptivo con el orden establecido. Comprender este deslizamiento conceptual entre centro político y centralidad social comporta asumir la hipótesis de que la acumulación de fuerzas no vendrá dada por un repliegue hacia aquellas posturas moderadas que conducen al centro del espacio ideológico, ya que sólo situándose fuera del abanico tradicional de los partidos de vieja escuela es posible atizar un golpe intempestivo que sacuda el tablero y haga caer las fichas que sobre él se encuentran. Al fin y al cabo, es sobre este espacio de centro, al que Zizek considera tecnocrático y postpolítico, que convergen los partidos representativos de esa clase política parasitaria de las instituciones, a la que algunos llaman casta, que tanta desafección genera entre la población.

Notas:

[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=191825

[2] No se debiera pasar por alto que también Ciudadanos reivindica su «espacio electoral de centro-izquierda no nacionalista»: https://www.ciudadanos-cs.org/nuestras-ideas/ideario

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