El período actual, pues nos parece crítico, porque el movimiento está superando ese carácter artesanal y esa dispersión y exige con urgencia el paso a una forma superior, más unida, mejor y más organizada, por la que nos consideramos obligados a trabajar. Lenin El concepto de «poder popular» se ha convertido en un significante clave […]
El período actual, pues nos parece crítico, porque el movimiento está superando ese carácter artesanal y esa dispersión y exige con urgencia el paso a una forma superior, más unida, mejor y más organizada, por la que nos consideramos obligados a trabajar.
Lenin
El concepto de «poder popular» se ha convertido en un significante clave para las nuevas vanguardias y movimientos populares que se desarrollan en nuestro continente. A mitad de camino entre categoría estratégica y marca identitaria, este concepto recoge el hilo libertario y anti-burocrático presente en la tradición marxista y el movimiento socialista desde sus orígenes: la referencia a la auto-actividad y al poder independiente de la clase obrera (Marx: la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos), la crítica a todo sustituismo o jacobinismo en la estrategia revolucionaria (Luxemburgo: «históricamente los errores cometidos por un movimiento verdaderamente revolucionario son infinitamente más fructíferos que la infalibilidad del comité central más astuto»), la necesaria autonomía de los organismos de masas (defendida ya por Lenin en el debate sobre la independencia de los sindicatos en el contexto del emergente Estado obrero soviético), o la imprescindible preparación ideológica, cultural y social que requiere todo proceso de transformación radical (tal como está indicado en el concepto de hegemonía surgido de los debates de la Internacional Comunista y profundizado por Gramsci).
En la historia latinoamericana, el concepto de poder popular nos remite inmediatamente a las luchas protagonizadas por los sectores populares chilenos en el marco del proceso de radicalización social abierto en los tempranos ’70, desarrollado sobre la base de una dialéctica abierta con el Gobierno de la Unidad Popular. Organismos obreros y populares, tales como las juntas de abastecimiento y los cordones industriales, funcionaron como un apuntalamiento desde abajo de un proyecto político con una dirección reformista de izquierda pero con elementos abiertos de transición hacia el socialismo. Esta experiencia presenta varias simetrías con algunos procesos latinoamericanos actuales (Venezuela y Bolivia) que lo vuelven una referencia para pensar una reformulación de la estrategia socialista para el actual periodo. Era decisivo allí percibir el rol progresivo que tenía el Gobierno y descartar por improcedente el vanguardismo sectario de intentar acometer de frente contra el «reformismo gubernamental» basándose en una táctica de «desenmascaramiento» que pretendiera reproducir en condiciones muy diferentes la política de los bolcheviques contra el Gobierno Provisional. Pero igualmente ilusorio era descansar en la vía gradualista y reformista de la dirección de la UP, abierta a compromisos con las fuerzas reaccionarias y reacia a la toma de medidas de enfrentamiento necesarias para la etapa. Es destacable, en este sentido, el papel jugado por el MIR, encabezando una política de apoyo crítico al gobierno de la UP, capaz de defender las conquistas, resistir los retrocesos y recaídas conservadoras y a la vez apostando a la construcción de organismos independientes que sedimentaran las condiciones para una ruptura decisiva con el Estado burgués. Las contradicciones de la política dialoguista de Allende, junto con la furiosa contraofensiva imperialista, marcaron dramáticamente las limitaciones del proyecto y la contundente derrota del proceso en curso. Sin embargo, ello no basta para desestimar en bloque la hipótesis estratégica llevada a cabo por el MIR y otras organizaciones populares.
Con estas connotaciones más o menos tácitas, la referencia al poder popular aparece antes que como matriz de una nueva con stelación estratégica, como un gesto de compromiso con la tentativa de superar los límites del «socialismo de Estado» que conocimos el siglo pasado. Más una sana intuición, entonces, que una categoría teórica completamente desarrollada. Corresponde al actual ciclo de luchas clarificar e intentar dar contornos más definidos a la reformulación del proyecto emancipatorio que comenzó a entreverse en las luchas del último periodo. Y, sobre todo, es preciso separar la amalgama entre la estrategia-del-poder-popular y las tendencias anti-políticas, espontaneístas y horizontalistas extremas con las que surgió dialogando -así como conservar los momentos de verdad que portaban estas concepciones en su reacción tanto contra el socialismo burocrático y sectario de la izquierda tradicional, como frente a los compromisos reformistas de la socialdemocracia. Dice Bensaïd:
«Como sucede después de las grandes derrotas (como ha ocurrido en la década de 1830 bajo la Restauración), se produce lo que yo llamo un momento utópico, un momento de fermentación, de experimentación, un momento de tanteos. Es lo que ha ocurrido a fines de los años ’90, especialmente en el movimiento altermundista: una efervescencia utópica necesaria, pero acompañada de un discurso simplificador que contrapone el «buen» movimiento social a la «sucia» política» (Bensaïd, 2009).
Este «momento utópico» que caracterizó al reinició de las luchas sociales a principios de siglo recurrió, aunque no de modo consciente, a una imagen con larga historia en el marxismo: la de un lazo social más allá de la alienación y de toda opacidad. Buena parte de los escritos de juventud de Marx alientan la idea mítica del comunismo como una sociedad trasparente liberada del Estado, la representación y la política. Esta concepción se vincula con la recepción por parte de Marx de los tópicos del idealismo alemán – autonomía, conciencia, autorreflexión – y, más precisamente, con el intento de reformular en términos «materialistas» la filosofía de la historia hegeliana: la idea de que al final de la historia, luego de un duro trayecto por diferentes formaciones sociales clasistas, nos aguardaría la sociedad transparente y reconciliada consigo misma. La particularidad de las concepciones neo-libertarias de principios del siglo XXI es que perdieron el escrúpulo de proyectar hacia un tentativo fin de la historia esa posible reconciliación de lo social y lo trajeron hacia el presente: así es preciso entender, por ejemplo, el «comunismo sin transición» de Negri y la pretensión de construir «aquí y ahora» islotes de socialismo al interior de la sociedad burguesa.
Los actuales tanteos estratégicos que se entrevén en la referencia al «poder popular» surgen en debate e interrelación con estas concepciones. En la asunción activa de un legado – en el caso de Argentina, el del ciclo de luchas iniciado en 2001, con sus preocupaciones y búsquedas – se esconde una operación crítica, un cribado entre aquellos elementos cuya continuidad se afirma y aquellos que se pretende dinamizar, cuestionar o abandonar. Esta operación crítica y reflexiva, a la vez que se asienta sobre la práctica desplegada en los últimos lustros por los movimientos sociales de la aún incipiente nueva izquierda argentina, forma parte de un ciclo más amplio de reelaboración estratégica del proyecto socialista. El desafío de la nueva izquierda no es sólo proseguir (y reformular) la herencia de los movimientos de resistencia al neoliberalismo. Después del fracaso de los «socialismos reales», debemos vérnoslas con la evolución hacia formas de «despotismo burocrático» de la mayoría de las experiencias revolucionarias del pasado; al mismo tiempo sin oponerles de modo ingenuo y reduccionista el espontaneísmo o el horizontalismo estricto. Nos proponemos entonces mostrar que ciertas críticas a la representación política, a la organicidad y al Estado obturan el desarrollo consistente y sólido de una estrategia anti-capitalista, en la medida en que no pueden tramitar la conflictividad humana como dimensión irreductible de cualquier forma de organización social. Nos preguntaremos, pues, por el rol del conflicto y la representación políticos en el desarrollo del poder popular, la organización y la estrategia socialista.
Críticas a la representación política y poder popular
Luego de una fuerte hegemonía en el activismo surgido a principios de siglo, las tesis vinculadas a la idea de «cambiar el mundo sin tomar el poder» han envejecido rápidamente. Sin embargo, adeudamos un balance meditado sobre los núcleos de «buen sentido» de estas concepciones y, sobre todo, sobre la influencia subrepticia que todavía ejercen sobre muchas de las concepciones presentes en los movimientos de la «nueva izquierda».
La concepción de Holloway sobre el poder y las tesis de Negri y Hardt sobre la «multitud» como sujeto político del cambio social, apuntan a una producción de lo común no mediada por la lógica de la representación. Las partes de la multitud, por caso, no están aisladas en la medida en que mantienen entre sí una serie de vínculos cambiantes. Sin embargo, su unidad no les viene dada por un universal trascendente, de modo que su «politicidad» no exige instancias y vinculantes centrales de decisión. Lo común se gesta inmanentemente en forma de red, mediante relaciones horizontales entre las partes y sin subordinación a una instancia superior trascendente. Las distintas «partes» del cuerpo de la multitud se relacionan entre sí de maneras variables, formando nodos transitorios en una dinámica que carece de centro. Lo común, entonces, se diferencia de «lo mismo». Las partes de la multitud existen en común por la serie de vasos comunicantes que se trazan entre ellas horizontalmente sin que ninguna instancia central (y por ende «jerárquica») las conmine a «hacer lo mismo». Lo común se identifica con los lazos móviles y horizontales entre partes y no con la toma de decisiones vinculantes desde una instancia central (incluso si esa instancia central fuera «democrática», asamblearia, etc.). De aquí la distinción que establece Negri, muchas veces inadvertida, entre la «democracia absoluta» – es decir un régimen donde lo social absorbe a lo político y no existe separación de ningún tipo de superestructura decisional – y la «democracia directa» – una forma que puede adoptar esta superestructura, entendida como la implicación plenaria de todos los involucrados en las decisiones.
Este espontaneismo tiene una historia larga en la filosofía política y el marxismo y suele remitirse a dos fuentes alternativas y a veces complementarias: o bien se considera que una determinación externa a la acción política de los hombres (como las anónimas fuerzas productivas) «hace todo el trabajo» o bien se postula metafísicamente cierta armonía preestablecida, cierta bondad originaria inhibida del sujeto social, de modo que sólo hace falta despojarse de las instituciones que, rousseneanamente, estropean la bondad, el «comunismo» natural de las masas. Podremos encontrar los trazos de estas concepciones en el propio pensamiento de Marx, cuando en su juventud postula una genericidad humana reprimida por la sociedad de clases y el «estado abstracto», pero también cuando, en su madurez, adhiere a un fuerte optimismo sociológico por el cual se cree que el propio desenvolvimiento capitalista simplifica la estructura social, homogeneiza a la clase obrera y hace madurar objetivamente las condiciones para la futura autogestión generalizada propia del socialismo.
La escasa proyección política de los planteos que reseñamos es manifiesta. Sin embargo, la revalorización de la representación y de la organicidad no puede hacerse únicamente en términos instrumentales o tácticos. Si fuera así, no se rompería con la idea de que la más genuina prefiguración del socialismo implicaría abandonar toda forma de representación política. Se supone, en otras palabras, que socialismo y poder (el poder supuesto en cualquier unidad orgánica) son contrapuestos radicalmente. Pero, como parece improbable que se pueda ganar la batalla contra el capital sin ningún tipo de construcción orgánica, se acepta la necesidad de hacer algunas concesiones. Este tipo de razonamiento, ampliamente extendido, es doblemente peligroso. Primero, presupone un horizonte utópico desmedido: el socialismo como sociedad inmediatamente armónica, no necesitada de mediaciones político-institucionales. Segundo, porque paradójicamente abre el campo para el burocratismo al concebir el trato con relaciones de poder de un modo meramente instrumental y opuesto a los objetivos estratégicos, inhibiendo posibles criterios evaluativos que permitan orientarse entre las necesarias mediaciones político-institucionales y delimitarlas de las cristalizaciones burocráticas. Argumentar a favor de la necesidad de articulaciones orgánicas como un imperativo de la lucha táctica, desconociendo su necesidad prefigurativa, facilita el riesgo de la deformación burocrática.
En esta ocasión presentamos una reflexión alternativa a la meramente instrumental. Entendemos que la apuesta por el poder popular supera sanamente la inorganicidad de los planteos espontaneístas. Pero también creemos que se juegan en ello aspectos estratégicos, que hace a la prefiguración del socialismo antes que a exigencias tácticas e instrumentales. Intentaremos mostrar que planteos como el de Negri y Hardt no pueden dar cuenta de la inevitabilidad del conflicto en la sociedad humana, ni de la consecuente necesidad de instituir instancias decisoras centrales y orgánicas en cualquier sociedad.
Hablamos de representación política u organicidad allí donde las decisiones tomadas en forma centralizada (por la instancia representativa, sea individual o colegiada) son vinculantes para los particulares. La representación política siempre supone cierto grado de reducción de la diferencia a la identidad, es decir, cierta subordinación de los particulares a una unidad relativamente trascendente. La representación es, pues, la instancia en que todas las partes de un colectivo aceptan someterse unitariamente a una decisión o determinación común. La toma de decisiones de conjunto, de carácter vinculante para los grupos particulares, constituye al concepto de la representación (es indiferente, en este nivel de abstracción, que la instancia decisora sea individual o colegiada). La representación no se identifica necesariamente con la delegación de la toma de decisiones en una persona física. Representación es en cambio la operación constitutiva de un conglomerado humano que acepta actuar de conjunto. Michael Löwy, en su crítica a Holloway, da un buen ejemplo de lo que queremos decir:
«Empecemos con un ejemplo muy simple: un grupo de diez personas se encuentran en un cuarto pequeño con una ventana pequeña para hablar sobre el libro de John Holloway. Algunos de ellos no son fumadores y otros sí lo son. Hay una discusión sobre si se debería permitir o no fumar, y hay desacuerdos. ¿Cómo resolverlos? Sólo existen tres soluciones: 1) La ley del más fuerte: algunas personas, que son más grandes o tienen un palo grande, imponen su poder sobre los demás. Por supuesto, esto no es lo que queremos… 2) Consenso: continuar con la discusión hasta que todos se pongan de acuerdo sobre la misma solución. Ésta es la situación ideal, pero no siempre funciona. 3) Todos se ponen de acuerdo en tener una votación y la mayoría decide si se permite o no fumar. La mayoría tiene poder sobre la minoría. No un poder absoluto: tiene límites y tiene que respetar a la dignidad de los demás. Pero, aún así, tiene poder sobre. Desde luego, la minoría puede siempre dejar el cuarto, pero ésta también será una forma de reconocer el poder de la mayoría. Puedes aplicar la misma lógica a todo tipo de comunidades humanas, incluidos los pueblos zapatistas» (Holloway y Löwy 2002-2003).
El argumento de Löwy señala el límite con que se encuentra todo intento de fundar una política no representativa o inorgánica. Ese límite es el conflicto, es decir, la instancia en que las aspiraciones recíprocas de las partes divergen y no puede hallarse una solución que satisfaga a todas. El ejemplo es interesante, además, porque el problema no surge por consideraciones técnicas ligadas al número de personas o la distancia geográfica. El conflicto puede darse en todo su vigor intensivo, aún en grupos pequeños. Simplemente, las personas en un cuarto no pueden fumar y no fumar a la vez. Si se deja la situación librada a cada parte y se permite fumar a algunos, se obliga a otros a respirar el desagradable humo. Si se preserva a estos últimos, se prohíbe fumar a los otros. El conflicto presenta una lógica de «suma cero» o «sábana corta» donde no pueden ganar todos. Si unos obtienen lo que quieren, otros deben perderlo (o, siguiendo con la metáfora de la sábana, si uno consigue taparse, tiene que destapar al otro). No resulta difícil acordar con Löwy en que es imposible imaginar una comunidad humana donde estas instancias conflictivas o de «suma cero» no se presenten. Los conceptos de multitud y de poder-hacer o flujo del hacer, con su apuesta a una coordinación espontánea, inmanente, inorgánica y no-representativa de las partes sociales, no parecen darnos elementos para lidiar con las situaciones de conflicto. Estas situaciones exigen lógicamente el paso a instancias representativas (que pueden, y es deseable que sean, democráticas, pero no por eso dejan de ser representativas) como única alternativa a la nuda fuerza.
El conflicto se estructura en una peculiar tensión entre identidad y diferencia. Cuando todos estamos de acuerdo, es manifiesto que no hay conflicto. Cuando no estamos de acuerdo pero es posible que cada uno haga lo que quiere, tampoco hay conflicto. El conflicto se distingue de la mera diferencia porque es una diferencia en torno a lo mismo, una no-coincidencia en lo común. Volviendo al ejemplo del grupo de estudios, si todos quisieran fumar no habría conflicto alguno, pero tampoco lo habría si la reunión se diera (por caso) mediante internet desde cuartos separados. El problema surge cuando algunos quieren fumar en el mismo cuarto que otros, que no toleran el humo. La conflictividad es la emergencia de un diferendo en lo común o la puesta de lo común en cuestión. Esta diferencia en lo común no puede despacharse sin el tránsito traumático por la experiencia de una pérdida. Hay conflicto porque es imposible la satisfacción plena de todos, porque la coexistencia plural no se vive sin menoscabo. El conflicto atestigua la imposibilidad de convivir con otros sin deponer la autonomía radical de cada uno, esto es, la necesidad de socializar una pérdida para existir en común.
La representación política, implicada aún en la democracia directa, se alza sobre el hiato insalvable entre lo particular y lo universal. Ese hiato funda un concepto de lo «común» de mayor intensidad, que no remite a una mera red horizontal de articulaciones inmanentes y contingentes, sino que incluye la toma de decisiones de conjunto, orgánicamente, en instancias centrales con primacía sobre los particulares. La construcción de poder popular supone siempre una vertebración política que no se agota en la proliferación de devenires o experimentaciones singulares descentralizados.
Entendemos que el concepto de poder popular se monta sobre el carácter paradójico de la representación democrática. La representación democrática es paradojal porque evidencia que la sociedad no coincide consigo misma, que la estructuración política de la coexistencia humana excede la mera yuxtaposición de una multiplicidad de elementos, pero a la vez no se encarna en una persona física trascendente. Representación democrática es el acto por el cual el conjunto de un conglomerado humano delega la toma de decisiones en el propio conjunto. La sociedad se desdobla, se reduplica en la representación, componiendo su propia trascendencia: todos delegan la toma de decisiones en todos. Pero ese todos es, en alguna medida, fallido, en tanto la unidad orgánica supone una cierta institucionalidad separada que complete políticamente el edificio social. La utopía rousseneana de la identidad homogénea de la comunidad es imposible. Cada uno acepta, entonces, el carácter vinculante de las decisiones tomadas conjuntamente. En ello radica la delegación: las partes políticas deponen su autonomía a favor del conjunto. Sin embargo, esa delegación no se corporiza en un individuo o grupo que monopolice la toma de decisiones sino que el monopolio pertenece al conjunto, aunque la forma política del conjunto supone constitutivamente una delegación de poder. La representación democrática permite tramitar el conflicto en la medida en que asume el carácter no-coincidente de la sociedad consigo misma, introduciendo esa no-coincidencia en cierta forma de institucionalidad.
Negarse a aceptar la representación política es suponer que el conflicto no se va a presentar nunca en la sociedad (o incluso en el interior de una organización), o sea, que los hombres somos lo bastante dóciles o lo bastante parecidos para ponernos siempre de acuerdo. Las implicancias totalitarias de esa presunción son manifiestas. No querer perder nunca nada, no estar dispuestos a deponer la autonomía radical de cada parte (individuo o grupo) en favor del todo es negar el conflicto y por lo tanto la diferencia en sentido fuerte (como diferencia en torno a lo común y no mero particularismo atomístico).
Lo anterior significa que necesitamos dejar de pensar la prefiguración del socialismo bajo la matriz utópica que proyecta una sociedad sin conflictos, espontáneamente armónica. Asumir formas orgánicas de representación política es una necesidad para la construcción de prácticas prefigurativas estratégicamente más solventes, que puedan asumir la inexorabilidad del conflicto aún más allá de las sociedades de clase y su antagonismo característico. El espontaneismo confunde la crítica del capital con la crítica de la representación política sin más. Sin embargo, ambas críticas pueden y deben separarse. Mientras que el capital articula un modo de producción históricamente determinado, guiado por el imperativo de reproducir la ganancia y sometido a una dinámica fetichista y ciega; la representación política tiene un alcance histórico sumamente ambiguo y amplio (existió antes del capitalismo y probablemente siga existiendo después). Esto se debe a que el nervio conflictivo de la sociedad humana es transhistórico: es imposible construir una sociedad donde los hombres no entren en diferendos en torno a su vida en común. Los antagonismos objetivos del capital, basados en el carácter contradictorio de la economía del plusvalor, tienen en cambio una factura histórica precisa, ligada a los últimos siglos de historia europea y mundial. La crítica al capital necesita dejar de orientarse por la promesa de un más allá de la historia que absorba la mediación política en la inmanencia de lo social y asumir la condición límite del conflicto humano como insuperable.
El conflicto, entonces, lesiona el lazo social y establece la grieta irreductible entre lo social y lo político. En todas las utopías libertarias y espontaneístas subyace la pretensión de disolver lo político en lo social, superando la herida constitutiva de la sociabilidad. Estas concepciones implican una visión armónica y homogénea del sujeto social, que no necesita instituciones o mediaciones políticas dado que la «democracia absoluta» (o el comunismo) se traba en sus propios vínculos espontáneos.
Esto nos lleva a repensar la idea misma de emancipación, más allá de los marcos trazados por Marx en La cuestión judía («toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo», Marx, 2004: 31). Una idea de emancipación que evite las ilusiones espontaneístas de la reunificación orgánica de lo social puede entenderse como la profundización radical de la irresoluble interrogación democrática, que esté más allá del totalismo ciego de la lógica del capital, pero no más allá de las indispensables coagulaciones institucionales de la representación política. No se trata de disolver lo político en lo social – utopía imposible y reaccionaria que se expone a devenir en una «estatización burocrática de la sociedad» – sino, al contrario, de expandir el campo democrático de la política. La emancipación social no se opone sino que profundiza y extiende esa «emancipación política» que Marx entendía, sin desdén, como un enorme progreso (Marx, 2004). Esto supone entonces despojarse de la noción de emancipación plena en el sentido de una transformación absoluta de la sociedad que salvaría el hiato constitutivo del lazo humano. La pérdida de la inmediatez con la naturaleza y el mundo exterior, característica del hombre y su existencia simbólica, borra toda tentativa de plenitud del horizonte de la vida social. El poder, la heteronimia, las instituciones son constitutivas del lazo social. Pero esto no compele a abandonar el proyecto emancipatorio, sino que exige – como pretendió Marx con su esfuerzo materialista – refundarlo y reinventarlo sobre bases secularizadas de todo idealismo.
¿Qué estrategia para qué sociedad? ¿Qué or ganización para qué estrategia?
Superar la inorganicidad de las particularidades que no traban mediaciones articuladoras nos devuelve al viejo problema de la «centralización». La democracia y una cierta centralización necesaria, no solo no son antinómicas (como se cree demasiado a menudo), sino complementarias. Son en realidad la condición una de la otra. De una parte, porque importa, en democracia, que la discusión tenga un contenido, que conduzca a una decisión que comprometa a los participantes, sin lo que se limita a una simple charla de café o a un intercambio de opiniones tras el cual cada cual se queda como está. De otra parte, porque hacer conjuntamente lo que se ha decidido es la única forma de probar su justeza o de corregir sus errores. Es un principio elemental de responsabilidad, ya que es imposible sacar colectivamente el balance de orientaciones que no se ha siquiera intentado aplicar colectivamente, cada cual quitándose de encima entonces la responsabilidad de los fracasos. En fin, porque la política es una cuestión de correlación de fuerzas, y no solo de pedagogía, y es indispensable en ciertos casos influir con todas las fuerzas en un punto para hacer que las líneas se muevan. Esto tanto más cuanto que vivimos en una sociedad sometida a relaciones de dominación materiales e ideológicas, en la que la lucha se da con armas (muy) desiguales.
Todo esto no dice nada respecto a los «procedimientos democráticos» de una organización, ni sobre el grado de delegación. Bien podría tratarse, todavía, de una asamblea que resuelva por voto directo. Esto nos lleva al segundo aspecto caro a las nuevas experiencias organizativas: el «consensualismo», si se permite la expresión, es decir detener las acciones conjuntas e, incluso, la deliberación, allí donde se evidencia divergencias irreductibles. La organización se pone el techo de los amplios consensos y se inhibe de avanzar en terrenos con opiniones divididas. La centralización supone (más allá de los casos excepcionales de acuerdo total) la necesidad de resolver sobre la base de un criterio democrático, esto es, de soberanía mayoritaria. El «consensualismo», en definitiva, no es más que otra expresión de la fragmentación posmoderna: las articulaciones -puntuales, limitadas- se reducen a los acuerdos unánimes, imposibilitando el avance en una experiencia común sobre la base de criterios democráticos en la toma de decisiones.
Tomarse con seriedad esta tarea implica comprometerse con la rehabilitación y reformulación en nuevas condiciones de lo que para buena parte del nuevo activismo sigue siendo la «bestia negra» de la política revolucionaria: la «forma-partido». Como solía repetir Daniel Bensaïd:
«Una política sin partidos (como quiera que se llamen: movimiento, organización, etc.) termina, en la mayoría de los casos, en una política sin política: ya sea en un seguidismo sin objetivos a la espontaneidad de los movimientos sociales, o en la peor forma de vanguardismo individualista elitista, o finalmente en una represión de lo político en favor de lo estético o lo ético» (Bensaïd, 2002).
Cuando hablamos de la «forma partido» o de organización política, pensamos especialmente en 1) la necesidad de centralización y representación democrática en la toma de decisiones y 2) el reconocimiento de que no existe, y probablemente no existirá nunca, la «unidad espontánea» de toda la clase en un único movimiento social basado en procedimientos de carácter consejista. El partido no es una forma eterna que se reproduce inalterable a lo largo de la historia: hablar de partidos en la tradición socialista es referirse a un conjunto heterogéneo que incluye a las primeras organizaciones obreras del siglo XIX, los grandes partidos socialdemócratas previos a la guerra mundial, el bolchevismo, los grupúsculos políticos del 68 europeo, las organizaciones político-militares latinoamericanas e incluso algunos «movimientos sociales» actuales que se asumen crecientemente como organizaciones orientadas hacia tareas esencialmente políticas. Las actuales discusiones sobre la «forma-partido», la crítica a la burocratización y el rechazo a la centralización, no son una novedad en el movimiento socialista. Más allá de lo abusivo de ciertas críticas, éstas señalan dificultades reales de la práctica política y puntos ciegos de la teoría marxista a atender cuidadosamente por parte de cualquier intento serio de renovar las aspiraciones emancipatorias. Es recurrente en la historia del movimiento obrero que en paralelo a la degeneración burocrática de organizaciones políticas o experiencias revolucionarias surjan como reacción concepciones ingenuas que, apelando a algún tipo de unificación espontánea de las luchas sociales, buscan volver superflua la mediación estrictamente política, esto es, el paso por estructuras representativas y lógicas centralistas. Cuando hablamos de rehabilitar la noción de partido (o algunos de sus componentes) no pretendemos volver a las peores formas del vanguardismo autoproclamatorio, sino que señalamos la necesidad de que la nueva izquierda anticapitalista termine de desembarazarse de los remanentes que aún le queden de espontaneísmo y horizontalismo despolitizantes. Si bien es comprensible el recelo ante la organización partidaria, resulta excesivo responsabilizar a la «forma-partido» como tal del devenir burocrático de las tentativas revolucionarias del siglo pasado. La tendencia a la burocratización se asienta, más bien, en fenómenos de largo alcance histórico, como son la autonomía del campo político, la dinámica de la división social del trabajo y la creciente complejidad de las sociedades modernas. Las organizaciones sin estructuras estables no están más a salvo de las cristalizaciones burocráticas que los partidos políticos (Freeman, 2004). Esto no significa que las formas organizativas de las que se doten las clases subalternas sean neutras respecto a sus resultados. Luego de un siglo de miserias burocráticas surgidas desde el seno de las tentativas revolucionarias, debemos advertir que la más amplia democracia y la auto-actividad popular han de ser el fundamento de cualquier proyecto de emancipación.
El rechazo del burocratismo por parte de la nueva izquierda anticapitalista muchas veces lleva también a la visión ingenua según la cual la clase trabajadora podría organizarse masivamente sólo por una ampliación o difusión de organismos asamblearios directos, sin pasar por la mediación de los agrupamientos ideológicamente diferenciados. Como si la organización del pueblo trabajador se pudiera resolver creando un gran «soviet de soviets», una coordinación o centralización generalizada de consejos o asambleas, donde los agrupamientos políticos se disolvieran en la participación masiva y espontánea de compañeros y compañeras. Encontramos nuevamente una visión «roussoneana» de la democracia: en la asamblea donde se constituye la voluntad general no puede haber subgrupos ni fracciones. Cada miembro debería asistir a la asamblea como individuo «suelto», no contaminado por la propaganda política de corrientes, tendencias o facciones. La experiencia histórica muestra que esa aspiración roussoneana es extremadamente ingenua: los hombres siempre disputan entre sí (incluso cuando comparten los lineamientos de un proyecto común) y se organizan en tendencias, corrientes, partidos y fracciones de todo tipo para motorizar esa disputa. No existe una asamblea espontánea de trabajadores inmaculados de corrientes de opinión diversas, conflictivas e incluso contrapuestas. Aceptar de pleno derecho el plano de la lucha política significa, también, comprender que las clases subalternas no se manifestarán nunca en una expresión unitaria y políticamente neutra, sino en una pluralidad de herramientas organizativas políticamente diferenciadas, que deberán buscar la unidad a partir de procedimientos sanos de confluencia-y-competencia, sin aspiraciones ingenuas a la composición sin diferenciaciones.
No podemos entender a la «burocracia» como la mera cuota de pasividad y opacidad que comporta toda institución y organización social. Esta «alienación» es constitutiva de la vida social, pero no implica necesariamente una inhibición de la auto-organización ni una deformación autoritaria. Lo que sí debemos combatir, a sabiendas de las desviaciones burocráticas del siglo pasado, es la consolidación de direcciones políticas que se orienten por sus propias necesidades, autonomizando sus comportamientos según intereses que escapan a todo control democrático. Eso es la «burocratización»: la aparición de una elite dirigente que se preocupa más por sus propias necesidades de conducción (por mantenerse en el poder, por conservar privilegios) que por ocupar un momento funcional y subordinado a la auto-construcción organizativa de los sectores populares. Ahora bien, la representación política no conlleva como tal la burocratización, aunque la frontera entre una y otra no sea estable ni siempre fácilmente discernible. Hay formas de representación que hacen posible la auto-constitución del sujeto popular. El desarrollo subjetivo y organizativo de las clases subalternas supone, es obvio, una extensión de su participación democrática sobre la vida social. Intentando radicalizar este contenido mínimo de toda perspectiva emancipatoria, muy usualmente se ha intentado establecer entre la participación directa y la representación una incompatibilidad estricta propia de dos lógicas contradictorias. Para recusar esta simplificación hay que mostrar que, por el contrario, entre una y otra no hay necesariamente una relación de «suma cero». Ciertas formas de delegación y representación son la apoyatura y la condición de la participación directa y el empoderamiento de los sectores subalternos. Es justamente el caso de los sectores populares en lucha cuando se arman de organizaciones democráticas -sean sindicatos, movimientos o partidos. Estos incluyen una cierta disciplina, división de tareas y formas representativas, pero funcionales a la auto-constitución democrática del sujeto popular. Como dice Alain Badiou: «los que no tienen nada -poder, dinero, medios- sólo tienen su disciplina como posibilidad de fuerza».
El carácter ineludible del conflicto no tiene solo consecuencias sobre las formas organizativas, sino también sobre las propias hipótesis estratégicas y sobre el modelo de sociedad al que aspiramos. Partir de la irreductibilidad del conflicto en la vida social exige abandonar «las ilusiones que hacen creer a algunos que una democracia directa, una brusca epifanía o iluminación de lo social, sería capaz de arreglar los problemas del poder y la política» (Vincent, 1999). Descartada la apelación simplista a la democracia directa generalizada debemos asumir seriamente la necesidad histórica de alumbrar una democracia socialista, que pueda sortear la incapacidad de las experiencias revolucionarias del siglo pasado para enfrentar el fenómeno burocrático. Abandonar una hipótesis consejista ingenua conduce también a una conclusión en el plano estratégico: una futura situación de dualidad de poderes no puede concebirse en total exterioridad respecto a las instituciones pre-existentes. El Estado no es una realidad monolítica a la que podemos oponerle en bloque el contra-Estado de los organismos soviéticos, como su exterior absoluto. La ruptura revolucionaria necesita desembarazarse de las viejas instituciones y construir otras nuevas, pero el proceso de constitución de un nuevo poder no es absolutamente exterior a las instituciones de la democracia burguesa, sobre todo en los países con consolidadas tradiciones parlamentarias y estados «hegemónicos» relativamente vigorosos. «Un proceso de confrontación y de dualidad de poderes atraviesa también crisis y fracturas de las viejas estructuras institucionales existentes. Los viejos cascarones incluso pueden convertirse en el envoltorio de nuevos poderes» (Sabado, 2006).
Esta dialéctica reaparece en los diferentes procesos revolucionarios. En la «Comuna de París», por ejemplo, el viejo ayuntamiento (comuna) renace con el influjo de la movilización popular, convirtiéndose en un organismo de doble poder. También es un ejemplo el vínculo, aunque breve, establecido entre el poder soviético y la asamblea constituyente en Rusia. Durante el proceso chileno vinculado a la Unidad Popular, las Juntas de aprovisionamiento de los barrios populares y los cordones industriales – la coordinación territorial de los sindicatos – se convirtieron en un punto de apoyo para la emergencia de organismos de poder popular surgido desde instituciones creadas por la central sindical o los poderes públicos, en el contexto de una enorme presión y movilización sociales. Esta característica de los procesos de dualidad de poder en las sociedades contemporáneas no ha dejado de profundizarse en las últimas experiencias revolucionarias: a la ya clásica referencia a la Unidad popular chilena, podemos agregar los ejemplos de la revolución de los claveles en Portugal o, más actual, del proceso bolivariano en Venezuela. La combinación de experiencias de auto-organización popular junto a la ocupación de posiciones en el marco de la democracia burguesa y la inevitable confrontación consiguiente con la contra-revolución, parecen ser coordenadas posibles para un proceso revolucionario en las actuales condiciones sociales y políticas. Hay que agregar -aunque un análisis exhaustivo excede las posibilidades de este texto- que si estos procesos de auge de masas se desarrollan en el contexto de ausencia de una alternativa revolucionaria con peso real, plausiblemente sean hegemonizados por direcciones reformistas o nacionalistas que, pese a sus limitaciones y contradicciones, pueden jugar un papel positivo en tanto impulsen una ruptura, aunque parcial, con el imperialismo y los sectores dominantes sobre la base de la movilización popular. En estos procesos es la misma institucionalidad democrático-burguesa la que se vuelve el marco inestable donde se dirimen los ascendentes enfrentamientos de clase y se expresa la radicalización política de las masas durante un periodo más o menos prolongado. En procesos de estas características es inevitable la relación tirante y compleja entre las direcciones de estos procesos, nacionalistas o reformistas, y los sectores revolucionarios que se proponen una ruptura decisiva con el Estado burgués. Una estrategia socialista para ser tal debe desarrollarse evitando un doble peligro: por un lado, el vanguardismo sectario que se desprende del desarrollo subjetivo y organizativo de los sectores populares; por el otro, la adaptación populista a la dirección de estos procesos.
No poder descansar en la referencia ingenua a un momento transparente de democracia directa para la sociedad pos-revolucionaria conduce a una reexamen sobre el papel y las potencialidades de algunas de las instituciones de la democracia representativa (la existencia de asambleas legislativas, el sufragio universal, el pluripartidismo, el estado de derecho) que no pueden seguir entendiéndose simplemente como «la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo» (Lenin, 2006). La democracia socialista no debiera proceder necesariamente a la supresión de todas las instituciones surgidas en buena medida como conquistas de las luchas populares, sino apuntar a su radical «realización y negación», al desarrollo máximo de su potencial democrático y anti-autoritario, contra la mera formalidad a la que la reduce la sociedad capitalista. La constitución de un «poder público» que no está fusionado con una posición social directa (a diferencia de las sociedad pre-capitalistas donde no existía un poder político independiente de las relaciones de dependencia personal o de dominación económica) tal vez constituya, para retomar la expresión de Marx, una de las «conquistas de la era capitalista», una ruptura inédita en la historia humana sobre la cual la nueva civilización socialista deberá basarse – en lugar de pretender revertirla hacia las formas artesanales y pre-modernas de ejercicio del poder – para profundizar sus rasgos democráticos (Artous, 1999).
Una estrategia socialista en las condiciones actuales no puede ser otra cosa que, al mismo tiempo, estrategia de desgaste y estrategia de enfrentamiento. Esto impone, en un plano organizativo, reconocer la multiplicidad y complementariedad de las organizaciones de las clases subalternas, en relación a las diferentes tareas, que cuentan con niveles autónomos, irreductibles a la verticalización y uniformización partidaria. Las organizaciones políticas deben saber acompañar el desarrollo concreto del movimiento de la sociedad, sin pretender identificarse con él, defendiendo sus tiempos de maduración. Pero a su vez, no se puede desconocer la irreductibilidad de la lucha política, la inexorabilidad de los mecanismos de centralización democrática y el hecho inevitable de que la clase trabajadora y el pueblo se organizan en una pluralidad de herramientas políticas diferentes. La nueva izquierda aspiró históricamente a politizar la lucha social y dotar de carnadura social a la política. Sin abandonar lo sano de estas pretensiones (antivanguardismo, respeto del movimiento real de la clase, apuesta al protagonismo popular), es necesario señalar que la mera indistinción o fusión de lo social y lo político puede llevar a despolitizar lo político y/o a sobreideologizar lo social. Es preciso evitar los riesgos simétricos del espontaneísmo y el vanguardismo. La lucha hegemónica requiere de un momento de apertura y ductilidad organizativa, del fomento de instancias de auto-organización y el enraizamiento en las tradiciones e identidades culturales de los sectores subalternos. No corresponde entonces, en nombre del centralismo, simplemente denunciar como centristas o reformistas a los nuevos movimientos que surgen lentamente del seno del pueblo trabajador, aún si a veces acarrean sus confusiones y contradicciones, al tiempo que sus propias preguntas e innovaciones. A su vez es indispensable que las organizaciones políticas de nuevo tipo asuman de pleno derecho la necesidad de la centralización democrática y la representación para articular una estrategia y un programa global para enfrentar al Estado capitalista y resistir las presiones reformistas y oportunistas propias de la sociedad burguesa. Sin idealizar ni fetichizar ningún modelo organizativo, debemos entonces manejar una amplia ductilidad organizativa que se oriente a incorporar, en la actual etapa, a las nuevas camadas de activistas y a los movimientos sociales a la construcción de un nuevo sujeto político. La construcción de un bloque hegemónico anticapitalista va a requerir entonces de la reunión entre formas flexibles, amplias, democráticas, como de corrientes ideológicas, capaces de intervenir políticamente y reflexionar en términos estratégicos y programáticos.
Construir esas formas de representación es hoy una necesidad estratégica, impuesta tanto por la maduración de nuestras organizaciones como por la necesidad de eficacia propia de una coyuntura más exigente. En primer término, debemos empezar a readaptar algunas formas orgánicas que se forjaron al interior de la militancia social, asumiendo que quedan rezagadas de cara a las nuevas tareas políticas de la actual etapa y, por tanto, pueden ser paradojalmente funcionales al renacimiento de prácticas burocráticas y facciosas al interior de nuestras construcciones. No se trata de volver a las formas de organización propias del centralismo burocrático de la izquierda tradicional, pero tampoco de naturalizar el ritmo y los métodos de movimientos que adquirieron su forma en base a una intervención sectorial. El lema zapatista de «avanzar al paso del más lento» puede ser conveniente para construir y desarrollarse desde la confianza, la vocación de síntesis y la solidez propias de los tiempos de una comunidad originaria o de un barrio popular suburbano. Pero esa misma metodología puede traicionar el ánimo que le dio nacimiento cuando intenta aplicarse a la lógica de una herramienta política estratégica. Así, por ejemplo, la voluntad de consenso puede condenar una organización al estancamiento, violentando los términos de una construcción democrática que exige asumir lógicas de mayoría y minoría, es decir una soberanía democrática mayoritaria. En el mismo sentido, es necesario permitir y alentar la más amplia libertad de organización interna y la constitución de tendencias que, en lugar de establecer el método de la «intriga permanente» entre facciones nunca clarificadas, constituyen el mejor anticuerpo contra los comportamientos facciosos, en la medida en que vaya acompañada por una cultura militante abierta a la construcción conjunta, la discusión fraterna y la honestidad intelectual y política.
Debemos refundar y reinventar las formas partidarias (poco importa si les damos ese nombre) es decir, los instrumentos democráticos de centralización de la lucha política. La centralización no es una determinación administrativa, sino un proceso orgánico por el cual se concentran energías, se hacen experiencias comunes, se delibera de conjunto, se decide y se revisan las decisiones según mecanismos democráticos. No podemos predeterminar qué forma tendrán las organizaciones revolucionarias del próximo periodo al margen de la práctica social, aunque sí formular algunos criterios e hipótesis organizativas a partir de la experiencia política acumulada. La superación de todo monolitismo ideológico y la apertura al pluralismo político, una fuerte sensibilidad hacia la «cuestión democrática», el respeto a la autonomía del movimiento social y a la multiplicidad de expresiones organizativas, parecen ser las coordenadas mínimas para la estructuración de corrientes políticas que sean dignas de nuestra época.
La construcción de una herramienta política que recoja lo mejor de la militancia social desplegada durante el último periodo y dé lugar a formas novedosas de articulación entre eficacia organizativa, pluralismo ideológico y democracia interna, constituye la tarea central de nuestra coyuntura. No hay ninguna garantía de éxito y bien puede suceder que las experiencias organizativas que se propusieron renovar la izquierda anticapitalista en nuestro país recaigan en las vías muertas del sectarismo o el oportunismo. Todo depende de la lucha. Hoy asistimos a una oportunidad histórica de construir algo nuevo en la izquierda revolucionaria de nuestro país. Si conseguimos dar lugar a una forma superior de unidad que supere la «etapa artesanal del movimiento», la nueva izquierda habrá sentado las bases para empezar a construir una presencia genuina en la vida de las clases subalternas de nuestro país.
Bibliografía
Artous, A., Marx, l´etat et la politique , Syllepse, París, 1999
Bensaïd, D., Lenin: ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!, International Socialism Journal nº 95, 2002.
Bensaïd, Daniel, El retorno del problema político, Actuel Marx, n° 46, Partis/Mouvements.
Freeman, J., «La tiranía de la falta de estructuras» en El Rodaballo , n° 15, Bs. As., 2004
Lenin, V., El Estado y la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2006
Marx, K., Sobre la cuestión judía. Prometeo Libros, Buenos Aires, 2004
Vincent, J.M., Prefacio, en Artous, A., Marx, l´etat et la politique[1] , Syllepse, París, 1999
Notas
Facundo Nahuel Martín es Licenciado en Filosofía, integrante del colectivo editor de la revista Herramienta y militante del FPDS (Frente Popular Darío Santillán)
Martín Mosquera es integrante del colectivo editor de la revista Contra-tiempos y militante de Democracia Socialista.
Fuente original: http://www.democraciasocialista.org/?p=2647