El pueblo chileno despertó, se puso de pie y acometió con fuerza contra todas las expresiones del poder económico, político, social, cultural y policial del régimen de dominación burgués. Durante dos semanas consecutivas cientos de miles de chilenos, «de norte a sur, de este a oeste», han salido a las calles para manifestar su rechazo […]
El pueblo chileno despertó, se puso de pie y acometió con fuerza contra todas las expresiones del poder económico, político, social, cultural y policial del régimen de dominación burgués. Durante dos semanas consecutivas cientos de miles de chilenos, «de norte a sur, de este a oeste», han salido a las calles para manifestar su rechazo al modelo económico neoliberal y al Estado policial, constituido después del golpe de Estado de 1973 y reafirmado por los gobiernos de la Concertación y de la Alianza a partir de 1990. Un modelo que ha permitido que el 1% de la población (no más de 170.000 personas), concentren 1/3 de la riqueza del país.
La clase dirigente, desconcertada y amedrentada, sacó a las calles a toda la jauría represiva: carabineros, militares y funcionarios de investigaciones a efectos de neutralizar por la fuerza la legítima protesta popular. La violencia regularmente ha estado al servicio casi exclusivo de las clases dominantes y se ha desplegado en contra de los trabajadores y el pueblo. El proceso de Conquista y Colonización de los siglos XVI a XVIII, seguido de la «Pacificación de la Araucanía» en el siglo XIX, dio origen al despojo de las comunidades mapuche y a su postración económico-social y a su sistemática discriminación racial. La imposición del régimen oligárquico durante el siglo XIX favoreció la concentración del capital (minero, mercantil y agrario) y la explotación económica de la clase trabajadora. Cuando ésta, a su vez, protestó contra las clases dirigentes fue brutalmente reprimida por los patrones. Santa María de Iquique (1907) fue la expresión más brutal de las matanzas obreras del período. Incluso en la fase de institucionalización del conflicto de clase (1925-1973) es posible observar como el aparato represivo del Estado burgués recurrió a la violencia para contener el ascenso de las luchas populares: Ranquil (1934), Plaza Bulnes (Santiago, 1947), revuelta de la chaucha (Santiago 1949), levantamiento de abril (Santiago y Valparaíso, 1957), matanza obrera (El Salvador, 1966), masacre de Pampa Irigoin (Puerto Montt, 1969), son una clara demostración de ello. La dictadura cívico-militar (1973-1990), sólo exacerbó el recurso a la represión. Pero las administraciones de la Concertación y hoy día la derecha no le han ido en zaga, la aniquilación de las organizaciones revolucionarias en el ciclo 1990-1994 y la represión sobre las manifestaciones populares dan prueba de ello. Todo lo anterior pone de manifiesto que la violencia es consustancial al régimen de dominación burgués.
No obstante, los 23 muertos contabilizados hasta el día de hoy, los más de 1.000 heridos y torturados y los cientos de detenidos y encarcelados, la protesta no decrece; por el contrario, el pueblo afianza sus diversas estructuras de organización política y espacios de discusión (cabildos y asambleas populares), debate sobre el horizonte de transformación que requiere y vuelve a las calles para hacer oír su voz con más fuerza. Si bien la masividad y radicalidad del movimiento ha sorprendido a muchos, no es menos efectivo que el proceso de rearme social y político de los sectores populares se había iniciado hace 13 años. Efectivamente, fueron los estudiantes secundarios (al igual que hoy), los que dieron la partida al rechazo al sistema de dominación burgués en 2006 (revolución pingüina), cuestionando el modelo de mercado imperante en la educación chilena. A estas movilizaciones se sumaron, posteriormente, los trabajadores de las empresas subcontratistas de CODELCO y los trabajadores forestales, que objetaban la precarización laboral; los trabajadores de las empresas salmoneras que demandaban mejores remuneraciones y mejores condiciones materiales de trabajo; los pescadores artesanales que repudiaban la ley de pesca impuesta por las grandes compañías del ramo; los trabajadores públicos (educación, salud, aparato del Estado), que se pronunciaban contra la mercantilización de los derechos sociales; comunidades mapuche en el wallmapu, que rechazan la penetración de las empresas forestales y exigen la devolución de sus tierras y autonomía política; las regiones y comunidades locales (Punta Arenas, Aisén, Dichato, Freirina, Calama, Quintero, Petorca, Caimanes, etc.), que se movilizaron repudiando la postergación y depredación a las que las ha sometido el capital y sus garantes; los estudiantes universitarios, que en especial en el ciclo 2011-2013, exigieron gratuidad universal en el sistema de educación superior; el movimiento feminista, que se rebeló contra la cultura patriarcal y su pilar fundamental, la dominación de clase; el movimiento no más AFPs, que exige la abolición de un modelo espurio que enriquece a unos pocos a costa de pensiones miserables para muchos. No hay espontaneidad, ni hay sorpresa, la diversidad en las formas de lucha y la unidad social y política construida en torno a ellas es el resultado de la experiencia acumulada en los últimos años. Son décadas de explotación, expoliación, exclusión, discriminación, miseria y represión que encontraron en las ironías de los ministros de Estado (Hacienda y Economía) y en el alza de la tarifa del metro, su punto de saturación.
Los estudiantes secundarios iniciaron el levantamiento saltando los torniquetes del metro y evadiendo el pago de los pasajes, mientras que estudiantes y trabajadores se tomaban las calles y los pobladores iluminaban las noches con miles de barricadas, todo ello al ritmo ensordecedor de pitos y cacerolas. Para la gran mayoría no era una fiesta, era un acto de rebeldía a través del cual se quería expresar rabia y descontento. No es extraño, por lo tanto, que los rebeldes saquearan supermercados, farmacias y bodegas distribuidoras, incendiaran estaciones del metro y recintos públicos y privados, y se enfrentaran (precariamente armados), con las fuerzas policiales y militares. Pero fue ese arrojo y ese desafío el que abrió las calles al desborde y la rebeldía popular. Quienes enfrentaron a las fuerzas de la represión demostraron, como muchas veces a lo largo de la historia, que los aparatos armados del Estado no son invencibles y que su principal capacidad disuasiva radica en el terror que logran imponer en el seno de la sociedad. Cuando esa herramienta falla se atemorizan, vacilan y se repliegan. Por tanto, una cuestión importante a considerar respecto de los intereses de la clase trabajadora y el pueblo, es que la violencia constituye una realidad histórica.
De manera regularmente reactiva, las clases populares han recurrido a la violencia para defenderse de las compulsiones económicas y laborales de los patrones y de los embates represivos de los organismos de seguridad. Durante el siglo XIX, los levantamientos campesinos e indígenas, las revueltas peonales, los motines urbanos y posteriormente las huelgas insurreccionales fueron expresión de esta violencia espontanea. Ya en el siglo XX, las organizaciones de trabajadores, mancomunales, sociedades en resistencia y sindicatos obreros, recurrieron circunstancialmente a la violencia para defender sus movilizaciones. Más tarde, miles de campesinos desplegaron diversas formas de violencia popular para correr cercos y tomarse fundos, de la misma forma miles de trabajadores desarrollaron masivas y violentas expresiones de protesta y autodefensa para preservar conquistas, ocupar fábricas y centros productivos. Por otra parte, diversas organizaciones políticas de izquierda, se constituyeron en organizaciones político-militares destinadas a preparar la toma del poder por parte de las clases populares. Estas organizaciones que veían en la lucha armada un componente más de la política, alcanzaron un mayor desarrollo durante la lucha contra la dictadura cívico-militar, masificándose durante la década de 1980 la lucha miliciana, la autodefensa de masas y la legitimación de la violencia política popular en contextos de movilización y conflictos sociales, por lo menos hasta inicio de los años 90. En definitiva, históricamente los trabajadores y el pueblo han desarrollado un aprendizaje, una experiencia y una legitimación de las formas violentas de lucha.
Confrontados por la movilización rupturista de los trabajadores y el pueblo, los reaccionarios recurren a los aparatos ideológicos y comunicacionales de la dominación: empresarios y ministros de Estado, intelectuales y opinologos, prensa «seria» y farandulera, centros de estudio y fundaciones, parlamentarios y sacerdotes, todos vociferando al unísono: ¡Violencia! Se escandalizan al ver un supermercado saqueado, pero jamás habían reparado en la desigual distribución del ingreso, en los salarios miserables que percibe más de la mitad de los trabajadores del país o en los abusos sistemáticos cometidos por los patrones. Se horrorizan al ver edificios públicos y privados en llamas, pero se refocilan en el morbo de los devastadores incendios que afectan a las poblaciones obreras. Lloriquean por los carabineros y militares heridos, pero no investigan, ni profundizan en los asesinatos, heridas, torturas, desapariciones y encarcelamientos que afectan a quienes protestan y se rebelan. Ninguno de ellos había reparado en la inequidad y desigualdad que atravesaba a la sociedad chilena; todos ellos, al igual que el Presidente de la República, se sentían parte del «oasis» neoliberal y, en consecuencia, se habían transformado en sus más aguerridos defensores. Por ello su tránsito reciente hacia el reconocimiento de la existencia de «algunos problemas» pasa necesariamente por la validación de aquellas demandas y manifestaciones que no afectan estructuralmente al sistema de dominación. Hacen propia la necesidad de los cambios, pero piden paciencia a quienes han soportado arbitrariedades por más de 40 años; reconocen la voz y masividad de la protesta, pero exigen que esta sea pacífica y festiva; critican el accionar represivo de policías y militares, pero (al igual que en dictadura) lo rotulan como excesos y no como prácticas sistemáticas.
Pero ni la represión sistemática del aparato policial y militar, ni las maniobras espurias del gobierno y de la oposición parlamentaria, ni las operaciones comunicacionales de los testaferros de la dominación, logran aplacar la ira popular. El pueblo ha despertado y recuperado su historia. Se aburrió de marchar pacíficamente miles de kilómetros todos estos años y sumó otras formas de lucha y organización. Comenzó a cualificar su discurso, articular las demandas y construir sus objetivos propios. Podrán contener transitoriamente su furia y encuadrar sus demandas, pero ya no lo verán de nuevo de rodillas.
Dr. Igor Goicovic Donoso, Chile
Dra. Ivette Lozoya López, Chile
Dr. Pablo Pozzi, Argentina
Dr. Claudio Pérez Silva, Chile
Dra. Mariana Mastrángelo
Dra. Jacqueline Vassallo, Argentina
Mg. Clara Aldrighi, Uruguay
Dra. Viviana Bravo Vargas, Chile
Dr. Luiz Felipe Falcão , Brasil
Dra. Magdalena Cajías de la Vega, Bolivia
Dr. Pedro Rosas Aravena, Chile
Dra. Adriana Palomera Valenzuela, Chile
Dr. Gerardo Necochea Gracia, México
Dra. Mónica Iglesias Vázquez, Chile
Dr. Cristóbal Cárdenas Castro, Chile
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