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Política de tierra arrasada

Fuentes: Remap

Las últimas masacres vividas en Colombia no son el incremento de la violencia, simplemente son la cara escandalosa del posicionamiento de la barbarie que opera desde tiempo atrás y ahora decide alardear, anunciar su poderío, con la tranquilidad del verdugo que minutos después de masacrar a ocho jóvenes en Nariño, tranquilamente enciende un cigarrillo en señal de un ritual de sangre cotidiano.

Masacres, líderes y lideresas de todo tipo asesinados sin pausa alguna, poblaciones enteras amedrentadas y secuestradas por el paramilitarismo que opera abiertamente, o que se camufla bajo modalidades del narcotráfico y el sicariato para cumplir su fin, es el signo claro de una política de tierra arrasada que se complementa con el robo y saqueo del patrimonio público, y la entrega de la soberanía para desestabilizar a Venezuela, una estrategia integral de la barbarie que se aceleró al quedar el movimiento social en una crisis, aún mayor de la que venía, por causa de los efectos socio-económicos de la pandemia.

La sangre y el saqueo no se van a detener. Nuestros verdugos jamás han desaprovechado su posición privilegiada dentro de la guerra para asesinar y empobrecer al pueblo colombiano. La barbarie seguirá en sus formas más crudas porque ya se definió que el uribismo no va más en el poder. Y por ello será utilizado para atentar contra cuanto liderazgo social les sea posible acabar durante su Gobierno, una medida calculada para luego dar paso a la cara amable del neoliberalismo que estará encarnada, principalmente, en el rostro de Sergio Fajardo.

Recordemos que esta dinámica no es nueva. A finales de la década de los noventa tuvimos en la Presidencia a Andrés Pastrana hablando de paz, luego a Uribe hablando de guerra, después a Santos invocando nuevamente la paz, y actualmente tenemos a Duque cumpliendo lo prometido por la ultraderecha: hacer “trizas” los acuerdos que pusieron fin a la guerra con las FARC.

A Duque le seguirá una cara fresca que pueda administrar el saqueo neoliberal, que a su vez pueda lavarse las manos de los ríos de sangre del pasado Gobierno. Para esto cuentan con una cara como la de Serio Fajardo, quien en el poder ofrecerá procesos de desmovilización y rebaja de penas para “pacificar” el país, y para cuyo cometido gozará del apoyo cómplice de Jorge Enrique Robledo, quien ya traicionó al país en 2018 al votar en blanco para que Petro no fuera Presidente.

Mientras esto se prepara, el paramilitarismo que opera principalmente en zona rural, se disparará en las urbes, porque para ello ha sido implementada la estrategia de mexicanizar las estructuras del narcotráfico en Colombia, pues esto les permitirá, a medida que las redes del microtráfico se extiendan, fortalecer bandas sicariales en las ciudades para asesinar a líderes y lideresas sociales que escapan del radar de la ruralidad.
Bajo esta cruda realidad el movimiento social y popular colombiano requiere una lectura muy aterrizada de la situación que le permita aceptar que, a pesar de la resistencia que pueda desarrollar o mantener dentro de sus dinámicas ya establecidas, es muy poco lo que podrá mitigar de esta política de tierra arrasada. De igual manera, deberá asumir que a través de la movilización social no está en capacidad de invertir la correlación de fuerzas que tiene en su contra y que aumentó debido a los efectos socio-económicos de la pandemia.

Si bien las calles son un escenario de lucha que no se abandona, y que la toma de vías por parte del movimiento indígena, afrodescendiente y campesino sirven para el logro de reivindicaciones, y mantener los lazos de los procesos organizativos, esta dinámica no está en capacidad de frenar políticas que requieren la toma del poder o, por lo menos, ser Gobierno para entrar en otro tipo confrontación, bajo otras circunstancias y motivaciones, contra un régimen que, de igual manera, no se quedará de brazos cruzados si llegase a perder la Presidencia en 2022.

En este sentido, es necesario centrar la mirada en la posibilidad de cambiar las dinámicas de la confrontación pensando en las elecciones presidenciales de 2022, donde la única posibilidad de llegar al Gobierno está encarnada en la figura de Gustavo Petro. No existe otra posibilidad de candidatura. Es la única con capacidad de reconocimiento masivo en el imaginario de la sociedad para cambiar los planes presidenciales del neoliberalismo en Colombia.

Puede que existan diferencias en algunas posturas y actitudes que llegan a no gustar de Petro, provocando que se romanticen y propongan desacertadamente otras candidaturas, algo que se suma a la postura de algunos sectores que, de manera aún más romántica, piensan que la situación del país cambiará por medio de la movilización social, o porque esperan que las falencias estructurales de los procesos organizativos serán suplidas por alguna chispa hipotética –o mágica– que aparecerá y encenderá la inconformidad en las calles, posturas descabelladas en momentos que requieren acciones medibles que nos permitan contener a mediano plazo esta política de tierra arrasada.

La posibilidad de cambiar el país por medio de la movilización social está lejana. Y seguirá alejándose, y cada vez sumando más muertos, si desde ya no se centra en la agenda del movimiento social y popular, del mismo modo que se da prioridad a buscar estrategias para su fortalecimiento o subsistencia en tiempo de crisis, emprender acciones para llevar a Gustavo Petro a la Presidencia.