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Política, medios y cultura, el conflicto disimulado

Fuentes: Rebelión

Mi experiencia personal como hijo de emigrantes gallegos a Suiza me ha permitido, para bien o para mal, el tener una visión necesariamente transfonteriza de la cultura. Como hijo de emigrantes, no sólo se tiene la experiencia personal de la emigración, sino también el recuerdo de la experiencia subjetiva de los padres que representan a […]


Mi experiencia personal como hijo de emigrantes gallegos a Suiza me ha permitido, para bien o para mal, el tener una visión necesariamente transfonteriza de la cultura. Como hijo de emigrantes, no sólo se tiene la experiencia personal de la emigración, sino también el recuerdo de la experiencia subjetiva de los padres que representan a la generación que me precede. Como hijo de emigrantes, y siendo testigo de la historia de vida de mis padres, soy consciente de la necesidad intrínseca de abandonar los hábitos y costumbres del país de origen para poder adaptarse a los hábitos y costumbres del país de acogida. Así pues, si la condición de emigrante caracteriza a gran parte de los países, en mayor o menor medida, y tal condición impone necesariamente el contacto intercultural, este hecho histórico y sociológico irrefutable impone la reflexión de que, siendo muy importante la cultura para la propia orientación existencial y la supervivencia humana, se puede, sin ningún género de duda, cargar con más de una cultura sin que eso genere ningún conflicto identitario más que a aquellos sectores económicos y políticos demasiado interesados en producir identidades unívocas y perfectas.

Además, como hijo de emigrantes, me consta que la relación que las personas tienen con las llamadas raíces culturales no puede ser sino una relación de ida y vuelta, desde el punto de vista de que la raíz del país de acogida representa el propio sustento material y es tan necesaria como la raíz afectiva que representa el país de origen y el apego por los vínculos creados en el país de acogida. Vistas así las cosas, desde la complejidad intrínseca del mundo moderno, se puede entender perfectamente porqué, aún hoy en día, la susodicha cultura, fuente de identidad individual y colectiva, sigue siendo un tema delicado e incluso conflictivo, llegando a enfrentar a colectivos humanos que, llevados por la irracionalidad intrínseca del discurso identitario de las élites, aprenden a despreciarse en tanto que otros… en lugar de verse vinculados por los más atávicos y básicos vínculos de especie.

No hace falta ser muy lúcido para caer en la cuenta de que la cultura, y la industria que la rodea, es un recurso que ha pasado a ser considerado como tal desde que la llamada industria cultural la ha convertido en mero valor de cambio mercantil. Y así, manifestaciones culturales y artísticas como el soul o el rock, que en su tiempo tenían una relación orgánica con la experiencia vivida del artista, y que se representaban en espacios sociales marginales, underground, por así decirlo, pasan a ser etiquetas comerciales que promocionan una forma de vida o una estética determinada que reporta cierta identidad. Por supuesto, las lenguas y las culturas locales, expresiones sintéticas de las experiencias y las memorias de nuestros padres y abuelos, las únicas que nos pueden, por cierto, servir de referente a las nuevas generaciones, tampoco escapan a la trivialización y fetichización de la sacrosanta industria de la cultura. A mi modo de ver, toda cultura debe tener un entronque orgánico con la vida cotidiana, y la transmisión de las experiencias y la memoria colectiva debe tener, también, sus propias pautas espacio-temporales, pero el frenético mercado de la industria cultural barre sin piedad esas estructuras espacio-temporales y vitales, convirtiendo la transmisión de la cultura en un mero intercambio mercantil entre productor y consumidor desinformado. Consumidor que, en no pocas ocasiones, no está dispuesto a hacer el esfuerzo de documentación histórica, social u antropológica del producto cultural que consume.

Por si no fuera poco, nuestros representantes políticos se han dado también cuenta del potencial movilizador de la identidad, supuestamente contenida en una concepción demasiado mercantil, populista y acrítica de lo que ellos llaman la cultura popular, que en no pocas ocasiones no pasa de ser una mera reinterpretación o re-significación superficial de personas carismáticas, expresiones artísticas o costumbres que, en su momento, significaban cosas harto diferentes de lo que ahora significan. Es la tan famosa «Invención de la tradición» de la que hablaba Eric Hobsbawn.

En Galicia, sin ir más lejos, desde el espacio político-institucional, los partidos aspirantes al poder siempre han intentado tener el monopolio hermeneutico e interpretativo de la figura histórica de Castelao, y en no pocas ocasiones, familias con fuerte influencia política y económica se han peleado por el supuesto lugar en el que deberían haberse enterrado sus restos. Esta lucha por re-significar de forma oportunista a referentes políticos, culturales e históricos de la vida política gallega en el pasado, esta lucha por hacerse con el monopolio político de su interpretación a través de discursos y actos oficiales, es una pauta de conducta muy común en cualquier país, y a poco que uno coja los periódicos día a día y lea la letra pequeña con atención, así como artículos relacionados con luchas intestinas entre historiadores por la re-interpretación de determinadas figuras históricas (Mandela en Sudáfrica, o Stalin, ahora, en Rusia), debería ponerse en guardia contra la constante apelación en abstracto de la cultura y la historia como fuente de autoridad o incluso legitimidad de algunos proyectos políticos.

Por supuesto, la frenética mercantilización constante de la industria de la cultura, así como su valor de cambio como mera atracción folklórica de turistas de países ricos, no ayuda en demasía a que la cultura, que debiera ser un instrumento de auto-conocimiento, individual y colectivo, más allá de su uso pragmático como generadora de riqueza, esté expuesta a una difusión horizontal, cotidiana y orgánica, a las nuevas generaciones. Esta concepción de la cultura como mero instrumento económico, disfrazada con un grandilocuente discurso en pro de la exportación de una concepción bastante pobre y maniquea de la identidad y la historia nacional de cualquier país, está generando mucha anomia colectiva, y puedo certificar cotidianamente, no sólo con mi propia experiencia cotidiana, sino también con mi propia historia de vida y otras tantas más de personas que viven y trabajan en Galicia, el palpable descontento que provoca el hecho de que sean las élites políticas y económicas, así como los altos ministerios de la cultura, los que se encarguen de interpretar y representar, tanto dentro como fuera de Galicia, una interpretación de la emigración gallega demasiado grandilocuente y poco cercana a las experiencias, a las historias de vida y a la memoria intergeneracional que se ha ido transmitiendo de forma oral en Galicia.

Al fin y al cabo, no deja de ser sino un divorcio político y cultural muy grande entre el mundo de la alta política y la alta cultura de nuestro muy altísimo galleguismo…con la vida cotidiana, en donde la reproducción material y simbólica de la existencia está alejada por completo de las frenéticas pautas de producción de «identidad» de la industria de la cultura. Producción que, por supuesto, no tiene sensibilidad alguna en lo que se refiere a la transmisión de los referentes culturales locales, y que se enmascara bajo una hipotética producción pseudo-cosmopolita de productos culturales que en el fondo no oculta más que la profunda asimetría de poder que caracteriza a la inexistente «convivencia armónica» entre lenguas y culturas que intenta venderse mediáticamente en el nombre de un multiculturalismo light y acrítico.

Pero no sólo la política distorsiona el significado de las expresiones culturales locales, y he aquí mi posición; mantengo que el canal de intermediación-transmisión de cultura se ha desgajado por completo de la vida, de la misma reproducción material de la existencia cotidiana. Uno de los principales factores, a mi modo de ver, de esta ruptura con el lazo de transmisión de la cultura, la memoria oral, se debe a los profundos cambios culturales acaecidos desde la revolución tecnológica en los medios de comunicación, que no sólo han quebrado las estructuras espacio-temporales, en lo que se refiere a la capacidad, a la instantaneidad con la que llegan, en la sociedad de la información, productos culturales y expresiones artísticas del más diverso tipo, sino que además han roto el hilo conductor real a través del cual se transmitía la cultura : el diálogo cotidiano, antropológico, entre padres e hijos. Si por algo se caracterizaban las culturas locales en su tiempo era por ser instrumentos, materiales o inmateriales, que ayudaban a los hombres a entenderse a sí mismos y a relacionarse con el entorno, ahora ese hilo es mucho más frágil y la cultura, más que expresión histórico-colectiva de las historias de vida de nuestros padres y abuelos, se ha convertido en un mero recurso mercantil destinado a llenar las arcas de la industria del show y el entretenimiento, que produce identidades de quita y pon que pueden ser consumidas en un santiamén en el mercado.

Estas ideas-fuerza que desarrollo aquí tienen consistencia empírica, si por consistencia empírica entendemos, claro está, algo más que la mera tabulación estadística de datos de carácter cuantitativo. Las historias de vida de los emigrantes gallegos son suficientes para, acto seguido, hacer un análisis comparativo de discurso que desenmascare, haciendo uso de una buena hermeneutica de la sospecha, y contrastando la propaganda político-institucional con las historias de vida concretas de la emigración gallega, el falso y maniqueo discurso hegemónico sobre la emigración que suele imperar en no pocos actos oficiales de la vida política en Galicia.

La verdad es que no es muy difícil caer en la cuenta del abismo existente entre la intra-historia, la complejidad y diversidad de las valoraciones que se pueden hacer sobre la emigración gallega… y el discurso claramente grandilocuente, sin análisis ni contrastación empírica alguna, que siguen produciendo, a día de hoy, las élites políticas que se turnan el ejercicio del poder en la autonomía gallega. Y así, sorprendentemente, no es extraño el escuchar el relato de un emigrante tipo que, saliendo de Galicia para hacer dinero, decide volver para compartir el fruto de su trabajo con el país de origen.

Tampoco es extraño, por cierto, el sorprender a los presidentes de la Xunta de Galicia exaltando a los supuestos guardianes de la identidad y «la» cultura gallega en viajes a La Habana, por ejemplo, dejando de lado o ignorando al resto de emigrantes que, aún hoy día, se ven forzados a emigrar a lugares muy dispares. ¿¿Es que acaso estos emigrantes no forman parte de «la» identidad y la cultura gallega??. ¿¿Es que acaso no hay fracasos ni desgarros en la emigración gallega??.

Pero en fin, ¿qué pretendo demostrar con todo esto?, ¿qué tiene que ver con las ideas-fuerza que desarrollo?. Muy simple, que este desvínculo profundo entre discurso político-institucional, retransmitido macro-comunicativamente, termina por interiorizar imaginarios sobre la emigración y la sociedad gallega que no tienen consistencia alguna. Son ficciones de laboratorio político mediadas por el poder que sirven de bálsamo para escapar de la complejidad y de la ansiedad existencial colectiva que generan los procesos migratorios en este país.

Pero no sólo la política oficial, sino también la industria de la cultura, se desvincula por completo de los procesos vitales y las pautas espacio-temporales en los que se transmite la cultura, y así, tarde o temprano, la anomia social empieza a hacerse palpable, debido a la disfuncionalidad intrínseca a un proceso transmisor de la cultura que no permite a los individuos más que la identificación con productos culturales que no tienen relación alguna con el vínculo antropológico, generacional y cotidiano que se le supone a cualquier proceso de transmisión de experiencias y memorias colectivas, a través de padres a hijos y en relación con el mismo medio social, histórico y ecológico que construye y habita.

En la sociedad-mercado, la cultura es más un instrumento de consumo fácil de identidad que no un proceso histórico-social orgánico de transmisión inter-generacional de experiencias, deseos, técnicas o concepciones del mundo. Y esto es lo que debe hacerse desde las sensibilidades de izquierda : recuperar el potencial emancipador de la cultura, desmercantilizarla, convertirla en el aliento vital que guíe e inspire a pueblos e individuos más justos, más libres, más cultos. En definitiva : más plenos.