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Política socialista en Rosa Luxemburgo

Lecciones para los tiempos que corren

Fuentes: Rebelión

A propósito de la conmemoración del centenario de su asesinato, el año pasado se publicaron un sinnúmero de artículos en homenaje a la revolucionaria polaca. El presente trabajo se sitúa en la misma línea de estos.

O sea, reivindica el pensamiento y acción de Rosa Luxemburgo como militante socialista, rescatando una serie de elementos que resultan de especial relevancia para la política revolucionaria en los tiempos actuales.

Hay si una diferencia. La reivindicación de la figura y pensamiento de Rosa Luxemburgo se hace no sin constatar una práctica que se ha vuelto común entre los escritores de izquierda, a saber: servirse de una figura de renombre en el campo del marxismo (Marx, Engels, Lenin, Gramsci u otro) para hacer pasar ideas de cosecha personal como supuestamente propias de la autoridad a la que se apela, intentando además hacerlas coincidir con tal o cual corriente académica en boga –que poca o ninguna relación guardan con el marxismo– como signo de respetabilidad intelectual.

Esto, aparte de ser una práctica poco rigurosa, en el caso particular de Rosa Luxemburgo, denota la deshonestidad intelectual que hoy campea en cierta producción teórica de la izquierda latinoamericana. Deshonestidad que incluso raya en la desfachatez a la luz del estilo literario simple, directo y claro que ella desarrolló. En efecto, sus escritos no dejan espacio a la ambigüedad. No se iba con medias tintas ni pelos en la lengua, plasmando su propia personalidad como militante y propagandista socialista.

Aun así, a Rosa Luxemburgo se le suelen atribuir posiciones e ideas que poco o nada tienen que ver con lo que defendió en sus escritos, atribuyéndosele posiciones que incluso explícitamente rechazó. Es lo que sucede, por ejemplo, con la cuestión del imperialismo y las luchas nacionales. Hay otras también que resultan en gran medida desconocidas, siendo necesario detenerse en ellas.

Sin pretensión de mayor sistematicidad ni ánimo de agotarlas, se relevan algunas ideas luxemburguistas cuya reivindicación resulta crucial para la elaboración política socialista contemporánea, destacando entre estas la cuestión del internacionalismo, la relación de la teoría con la elaboración programática y la política socialista y la importancia de la discusión en la construcción político-orgánica.

Internacionalismo: «¡Preferimos perder la vida antes que ser infieles a este ideal!»

En verdad sorprende que algunos de los propagandistas actuales de la izquierda latinoamericana –siguiendo sus propias ideas preconcebidas– hayan logrado poner en circulación una imagen adulterada de Rosa, amoldándola más a la de una nacionalista pequeñoburguesa que a la de una internacionalista revolucionaria, que es lo que realmente en vida fue.

En su triple condición de mujer, judía y polaca, tres minorías discriminadas social y culturalmente a lo largo de la historia, nada le hubiese resultado más sencillo que adoptar sin más el credo nacionalista pequeñoburgués que hoy predomina en la izquierda, el cual propugna la defensa abstracta de los “más débiles” y “desposeídos”, rasgando vestiduras y derramando lágrimas por cada “pequeña” nación agredida por el “imperialismo” (que en estricto rigor se reduce exclusivamente a la denuncia de las intervenciones del gobierno norteamericano).

Sin embargo, no fue así. Por el contrario, apegada a la concepción marxista marxista, Rosa adoptó una inflexible postura internacionalista ante el problema de las disputas entre Estados burgueses. En eso no se dejó nunca embaucar por la fraseología izquierdizante del nacionalismo pequeñoburgués ni intimidar por el matonaje militarista.

El internacionalismo constituía para ella una de las piedras angulares del socialismo moderno, sin el cual le era imposible a la clase obrera liberarse de la tutela ideológica del capital. Tanto era su apasionamiento en la lucha contra toda variante del nacionalismo entre los trabajadores que, en el transcurso de las disputas políticas en el período de la Primera Guerra Mundial, sostenía la posición de que:

tenemos que educar a cada proletario con conciencia de clase alemán, francés y de los demás países, en la convicción de que la confraternización de los trabajadores del mundo es para nosotros lo más elevado y lo más sagrado en la Tierra; es la estrella que nos guía, nuestro ideal, nuestra patria.

Rematando con la frase:

¡Preferimos perder la vida antes que ser infieles a este ideal! [i]

Y efectivamente así fue. La vergonzosa capitulación de la socialdemocracia alemana frente al nacionalismo de la burguesía teutona, que Rosa no se cansó de denunciar, y su tenaz internacionalismo fueron causas determinantes que gatillaron el trágico final de su vida.

Por otra parte, el «tenemos que educar [sic] a cada proletario» en el internacionalismo no es una declaración vacía de buenas intenciones lanzada al boleo, sino una de las tareas prácticas primordiales que Rosa le atribuía a la organización política de la clase trabajadora, tanto en tiempos de “paz” como –y especialmente– en los de guerra. Esto sigue plenamente vigente, constituyendo una de las tareas ineludibles que cada militante revolucionario bebiese asumir hoy para con los trabajadores. No hay posibilidad en el mundo actual, con un capitalismo globalizado como nunca antes, de levantar una alternativa socialista sin el componente internacionalista, para lo cual hay que educar paciente y tenazmente a las masas trabajadoras.

Como verdadera campeona y defensora intransigente del internacionalismo proletario, tal fue su falta de concesiones al nacionalismo que llegó incluso a cuestionar las perspectivas progresistas de las luchas independentistas en el capitalismo contemporáneo. En base a tal diagnóstico rechazaba la adopción de la consigna de autodeterminación como reivindicación programática de los partidos socialistas; tema que, tanto antes como durante la Primera Guerra, fue un punto de debate con Lenin.

Sin embargo, la discrepancia con este nada tenía que ver con la de apoyar y generar causa común con gobiernos burgueses frente agresiones extranjeras en pos de una supuesta “defensa de la patria”. O con que los socialistas tuvieran que cerrar los ojos y callar las tropelías locales de tales gobiernos en vista a la implementación de una táctica de enfrentamiento del “enemigo principal”, tal como la izquierda latinoamericana lo hace hoy frente a gobiernos como los de la banda Ortega-Murillo en Nicaragua, al chavismo en Venezuela o al del derrocado Evo Morales en Bolivia, llegando incluso a atribuirles fantasiosas características “revolucionarias” y “socialistas” a cada uno de ellos.

Los dos eran luchadores inquebrantables contra el poder estatal burgués, independiente del ropaje específico que adoptase. Sostenían que el enemigo inmediato que enfrenta la clase trabajadora en cada país es su propia burguesía; siendo, por tanto, el deber de los revolucionarios trabajar por su derrocamiento. Allí residía el fundamento de la solidaridad internacional de los trabajadores. En eso había completa coincidencia entre Rosa y Lenin.

Solo es posible compatibilizar la figura de Rosa Luxemburgo con la del nacionalismo pequeñoburgués a costa de una descarada adulteración de su pensamiento en base a una maliciosa omisión y/o manipulación de sus escritos.

Por más pequeña e inocua que parezca, en el aspecto internacionalista de su pensamiento no debe permitirse ningún tipo de falsificación que se preste para presentarla como una defensora de posiciones nacionalistas. Ante cualquier intento en dicha dirección hay que decir inmediata, clara y firmemente lo mismo que en su momento declaró Trotsky frente a las calumnias estalinistas[ii]: ¡Fuera las manos de Rosa Luxemburgo! Que plumíferos del tipo Dr. Boron y similares justifiquen como quieran sus componendas con las distintas representaciones políticas de las burguesías latinoamericanas. Ese es su problema. Pero, ¡fuera las manos de Rosa Luxemburgo!

La importancia de la teoría

Así como hay aspectos del pensamiento de Rosa Luxemburgo que resultan distorsionados en la literatura corriente de izquierda, hay otros, en cambio, que son omitidos, resultando en gran medida desconocidos para quienes se acercan indirectamente a la obra de la revolucionaria. Uno de esos aspectos es el rol que juega la teoría en la elaboración y acción política revolucionaria.

En general, y especialmente en las vertientes popular comunitaristas, se presenta un culto por el espontaneísmo, el cual minusvalora el rol de la teoría en desmedro de la “práctica”. “Práctica” que por lo demás se identifica, estrecha y unilateralmente, con su aspecto subjetivo-individual (ético).

Dicho fenómeno no deja de tener cierta razón de ser en la medida que plantea un rechazo al academicismo vacío que la producción teórica de izquierda ha cobrado en las últimas décadas. En tal “producción teórica” la pedantería intelectual y el lenguaje rebuscado van en sentido inverso a la profundidad y claridad del pensamiento.

No obstante, no se puede soslayar que Rosa era de la idea de que la teoría juega un papel primordial en la elaboración y determinación de la política revolucionaria. De hecho, ella misma fue una brillante exponente de la teoría marxista, realizando importantes avances en el terreno científico de esta.

Precisamente sobre este tema particular ella sostenía que la fuerza del moderno movimiento obrero residía en el conocimiento científico. No en la voluntad de lucha, la acción heroica, la mística u otro elemento similar, sino en el…  ¡conocimiento científico!

Se puede establecer así un contraste importante entre las posiciones de Rosa y las del voluntarismo revolucionarista que pregona como fórmula predeterminada, y ante cualquier circunstancia, la “acción”. En estas últimas, toda la política queda reducida –previsiblemente– a consignas como “a la calle”, “luchar hasta vencer” o a recriminaciones moralistas de “consecuentes contra traidores”. Más allá de lacrimosas exhortaciones por la salvación de la humanidad y nostálgicas añoranzas por supuestas “formas comunitarias” de convivencia social, el problema es que con consignas así no se avanza en orientación táctica alguna para las coyunturas concretas que enfrentan los trabajadores.

¿Por qué Rosa sitúa entonces en el conocimiento científico la fuerza del socialismo como movimiento político-social? ¿Por simple desviacionismo intelectual?

El conocimiento científico es el único que permite, de acuerdo a la concepción marxista, desentrañar los mecanismos reales del funcionamiento y tendencias de desarrollo de la sociedad burguesa, a los cuales la política revolucionaria debe ajustarse.

Esto tiene directo impacto para la elaboración programática de las organizaciones revolucionarias. Así,

Si los partidos socialistas no tuvieran un criterio objetivo para establecer claramente lo que corresponde a los intereses de clase del proletariado y se dejaran guiar por lo que ciertas personas consideran bueno o útil para los trabajadores, los programas socialistas serían una colección caprichosa de deseos subjetivos y casi siempre utópicos.

En contraste,

la actual socialdemocracia deduce sus intereses inmediatos (las demandas del proletariado actual) […] a partir del análisis del desarrollo objetivo de la sociedad, con el fin de cerciorarse de sus intereses reales e identificar los medios materiales de su realización.[iii]

Por lo tanto, es la consonancia de las reivindicaciones que levanta la organización política con las tendencias del desarrollo capitalista lo que asegura que las primeras expresen los reales intereses de clase de los trabajadores, y no su supuesto radicalismo o que se les pongan altisonantes adjetivos (como, por ejemplo, “clasista”). Precisamente sobre esto advertía cuando señalaba que «el carácter de clase de un postulado no se establece automáticamente por el mero hecho de incorporarlo al programa de un partido socialista»[iv].

La teoría constituye una “traba” (sic) contra la charlatanería y la demagogia revolucionarista al interior de las organizaciones (partidos) socialistas. Al respecto, vale la pena remitirse a los siguientes pasajes:

El socialismo de la moderna clase obrera, es decir, el socialismo científico, no gusta de soluciones radicales, maravillosas y biensonantes a los problemas sociales y nacionales, sino que examina ante todo los verdaderos temas implicados en estas cuestiones.

Las soluciones que propone la socialdemocracia no se caracterizan en general por la “magnanimidad” y, en este sentido, siempre habrá partidos socialistas que, sin las “trabas” que suponen las doctrinas científicas, tengan a punto en sus bolsillos regalos maravillosos para todo el mundo que superen con creces nuestras propuestas […] Comparada con tales partidos, la socialdemocracia es y siempre será un partido pobre […][v]

Remitía al caso del partido socialrevolucionario ruso (populistas), que ofrecía «una receta para la inmediata instauración parcial del socialismo»[vi]. El programa de “poder popular” de las actuales vertientes comunitaristas coincide en gran medida con los planteamientos del populismo ruso que ella denunciaba, aplicándosele, en consecuencia, los mismos reparos hechos por Rosa a aquél.

Precisamente contra este tipo de planteamientos retrucaba:

La socialdemocracia, en cambio, asienta firmemente sus aspiraciones en terreno histórico y, por consiguiente, tiene en cuenta las posibilidades históricas. El socialismo marxiano difiere de los demás socialismos porque, entre otras cosas, no finge tener parches en sus bolsillos para tapar todos los agujeros que ha creado el desarrollo histórico.[vii]

En otras palabras, un programa socialista no puede ser un ofertón de medidas demagógicas e inconsistentes, sin ninguna posibilidad práctica real de ser llevadas a cabo.

Parte importante de la impotencia política actual de las organizaciones de izquierda radica en el abandono de la teoría (marxista) o de su rebaja a mero adorno. En este último caso, resulta evidente que la teoría y el análisis riguroso de la realidad no desempeñan ningún rol significativo, salvo el de servir de justificación a posteriori de una práctica política oportunista definida de antemano.

La teoría es parte intrínseca de la política socialista. Por lo mismo, la formación es una tarea ineludible al interior de las organizaciones revolucionarias. No se trata de una formalidad administrativa o una cuestión de “identidad cultural” militante (“ser marxistas”), en que, una vez terminadas las respectivas “escuelas de cuadros”, la teoría termina archivada y olvidada; sino de un elemento central sobre el cual la organización se juega la posibilidad de determinar las líneas de intervención correctas en la realidad política.

La formación teórica cumple además otra función. Constituye un elemento fundamental de cualquier vida militante orgánica activa. Democratiza y sienta los debates sobre una base racional y objetiva, inmunizando a las organizaciones contra el caudillismo y la demagogia interna, ya que solo una militancia formada teóricamente es menos propensa a ser embaucada, manipulada y arrastrada hacia cursos de acción sin sentido.

Programa y política revolucionaria

El programa es el centro unificador de toda organización política, esté o no formulado explícitamente. Lo ideal es que esta tenga uno escrito, de público conocimiento, susceptible de ser abiertamente discutido y modificado si el desarrollo capitalista y las circunstancias de la lucha política así lo requieren. Sin embargo, si no es así, no por eso deja de estar presente.

Rosa puso especial atención a la cuestión programática. De acuerdo a ella, la particularidad de los programas políticos de los modernos partidos obreros radicaba en que:

no buscan afirmar principios abstractos relativos a un ideal social, sino solo formular aquellas reformas sociales y políticas prácticas que necesita y exige el proletariado consciente en el marco de la sociedad burguesa para facilitar la lucha de clases y su victoria final.

Contraponía “principios abstractos relativos a un ideal social” con el simple y sencillo criterio de “reformas sociales y políticas prácticas en el marco de la sociedad burguesa” (programa mínimo) como el elemento diferenciador de un programa socialista anclado en la clase trabajadora. Así:

Los elementos de un programa político [socialista] se formulan pensando en objetivos concretos: dar soluciones directas, prácticas y factibles a los problemas más candentes de la vida social y política, que tienen que ver con la lucha de clases del proletariado; servir de líneas orientativas para la política cotidiana y sus necesidades; iniciar la acción política del partido obrero en la dirección correcta; y finalmente, separar la política revolucionaria del proletariado de la política de los partidos burgueses y pequeñoburgueses.[viii]

Como se aprecia, para Rosa la elaboración programática revolucionaria es algo bastante más sutil y complejo que la simple apelación a magnánimos “principios abstractos relativos a un ideal social” del tipo, pongamos el caso actual: “fin al lucro”, “poder popular comunitario”, etc., por nombrar solo algunas de las reivindicaciones programáticas de amplia circulación en los círculos revolucionaristas.

Antes bien, y a contrapelo de lo anterior, los elementos programáticos (mínimos) se formulan más pedestremente pensando en reformas (si… ¡reformas!) sociales y políticas con “objetivos concretos”, que propongan “soluciones directas, prácticas y factibles” en el “marco de la sociedad burguesa”.

Otro aspecto en que cabe también reparar es que Rosa no sitúa el punto diferenciador de los programas socialistas en los métodos de lucha específicos para llevarlos a cabo. Naturalmente, cada reivindicación que, en pos de los intereses de los trabajadores, la organización revolucionaria impulse debe «identificar los medios materiales de su realización», de lo contrario se convierten en un mero ejercicio retórico. Sin embargo, ese problema se sitúa en un nivel distinto del de la elaboración político-programática propiamente tal.

Por ejemplo, la reivindicación de reducción de la jornada laboral no se ve alterada en nada si esta es implementada por una ley aprobada en el Parlamento burgués o como medida ejecutiva impuesta dictatorialmente por un gobierno revolucionario surgido de una insurrección popular. Los efectos sobre las condiciones de vida de los trabajadores son, en ambos casos, los mismos.

En dicho ejemplo, la reivindicación no resulta ser más o menos “revolucionaria” según cómo se promulga e implementa. Obviamente hay reivindicaciones que exigen tales o cuales “medios materiales” –y excluyen otros– para su implementación, y eso la organización revolucionaria tiene que aclararlos tanto a su militancia como a las masas. Sin embargo, hay demandas de gran interés para los trabajadores que, en el marco normal de la dominación burguesa, no pueden ser sino promulgadas como ley del Estado e implementadas por su institucionalidad. ¿Carecen por eso de importancia para los trabajadores? No. ¿Les resta justeza el que tengan que ser necesariamente aprobadas e implementadas por la institucionalidad burguesa? Tampoco. ¿Se debe restar la organización política de los trabajadores de impulsarlas? De ninguna manera.

De hecho, en la base de la polémica contra Bernstein en Reforma o revolución está la idea de que entre las luchas por reformas en el marco del capitalismo y la revolución no hay una contraposición rígida e insoslayable. Con su tradicional ironía, Rosa planteaba así los términos del problema:

La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de desarrollo social que puedan elegirse al gusto en el escaparate de la historia, justamente como se prefieren salchichas frías o calientes. La reforma legislativa y la revolución son factores distintos en el desarrollo de la sociedad dividida en clases. La burguesía y el proletariado se condicionan y complementan mutuamente y son, al mismo tiempo, recíprocamente excluyentes, como los polos Norte y Sur.[ix]

Las formas específicas de llevar a cabo las reivindicaciones programáticas no es una cuestión de principio para las organizaciones revolucionarias, sino práctica. Para esto deben tener en consideración la naturaleza y alcances de las reivindicaciones que se impulsan en determinado momento de la lucha política. La reducción de la jornada laboral no requiere –necesariamente– el derrocamiento de la burguesía; como tampoco a esta se le puede derrocar a través de un plebiscito, por más democrático que este sea.

Naturalmente, el objetivo final que la lucha socialista propugna –la autoemancipación de los trabajadores– fija los contornos generales de los métodos a recurrir. En este sentido, el carácter del proyecto socialista hace que los métodos de lucha por excelencia de la organización revolucionaria sean fundamentalmente los de la lucha de masas.

En tal perspectiva, tanto la acción de una representación política de trabajadores en el Parlamento burgués en pos de la reducción de la jornada laboral, apoyada en una amplia campaña propagandística y de educación entre las organizaciones reivindicativas de estos (sindicatos y otras), como el impulso a la acción insurreccional sobre órganos de poder autónomos en una situación revolucionaria son formas de lucha de masas. No hay oposición de principio entre una y otra. La diferencia está en que en una la cuestión del poder está a la orden del día y en otra no.

Política revolucionaria: educación de las masas y realismo político

Si bien Rosa Luxemburgo fue siempre una acerba crítica desde la izquierda del oportunismo, rompiendo con el conciliacionismo de clase que este propugnaba; no adoptó, sin embargo, posiciones ni impulsó líneas políticas revolucionaristas. En efecto, contrario sensu de la imagen que suele atribuírsele desde el comunitarismo popular, ella no era cultora de un basismo abstracto, el cual pertenece más bien a las tendencias consejistas (Rühle, Pannekoek, Mattick).

Ilustrativo de lo anterior fue la discusión en el Congreso fundacional de Partido Comunista Alemán (KPD) respecto a la participación en las elecciones para la Asamblea Nacional (nótese la similitud de la disyuntiva con la actual situación de la política chilena).

Hacia fines de 1918 y principios de 1919 se había abierto una situación política particular en Alemania: la instauración de la República, que resultaba de la derrota militar y el consecuente colapso del orden monárquico. Junto con el auge del movimiento de masas, estaba además el ejemplo vivo de la reciente toma del poder por los bolcheviques en Rusia apoyados en la fuerza de los soviets.

Así, en la segunda sesión del Congreso, Otto Rühle argumentó contra la participación en las elecciones para la Asamblea Nacional de la siguiente forma:

En la actualidad, nuestra participación sería interpretada como una aprobación de principio con respecto a todo lo que supone la Asamblea Nacional. Una decisión en favor de las elecciones no solo sería censurable, sino que equivaldría a un suicidio, puesto que no haríamos más que ayudar a evitar la revolución en la calle, llevándola al parlamento. Para nosotros no puede haber más que una tarea y esta tarea es la del reforzamiento del poder de los consejos obreros y de los soldados porque, si se desea verdaderamente eliminar la Asamblea Nacional de Berlín en favor de las masas, es evidente que entonces nosotros tendremos que constituir un nuevo poder en la capital.[x]

Rühle cerraba su intervención en medio de repetidas aclamaciones, según consta en las actas del congreso.

¿Hay alguna semejanza entre los argumentos de Rühle y los que hoy sostienen las vertientes popular comunitaristas de la izquierda? Sí, ¡muchas! Tómese nada más eso de «evitar la revolución en la calle, llevándola al parlamento», reemplácese los “consejos de obreros y soldados” por “asambleas territoriales autoconvocadas”, Berlín por Santiago y se tiene prácticamente un texto que se ajusta a la perfección a cualquier panfleto tipo de estas tendencias.

Después de las palabras de Rühle intervino Rosa Luxemburgo. Recibida con vivas aclamaciones, retrucó:

En la fuerza tempestuosa que nos empuja hacia adelante, creo que no debemos abandonar la calma y la reflexión. Por ejemplo, el caso de Rusia no puede ser citado aquí como un argumento contra la participación en las elecciones, pues allí, cuando la Asamblea Nacional fue dispersada, nuestros camaradas rusos tenían ya un gobierno encabezado por Trotsky y Lenin. Nosotros, en cambio, estamos aún en los Ebert-Scheidemann [gobierno burgués socialdemócrata]. El proletariado ruso tenía detrás de sí una larga historia de luchas revolucionarias, mientras que nosotros nos encontramos en el comienzo de la revolución, no teniendo detrás nuestro más que la insignificante semi-revolución del 9 de noviembre. En mi opinión, lo que nosotros debemos hacer es plantearnos la siguiente alternativa: ¿Qué camino es el más seguro para conseguir educar a las masas? El optimismo del camarada Rühle es ciertamente muy hermoso, pero la realidad es que no estamos aún tan avanzados para convertirlo en un hecho histórico. Lo que yo veo hasta el presente entre nosotros es la no-maduración de las masas llamadas a derrocar la Asamblea Nacional. El arma con que el enemigo piensa combatirnos debemos volverla contra él. Por una parte, teméis las consecuencias de las elecciones, y por otra creéis posible abolir la Asamblea Nacional en quince días. La acción directa es seguramente más simple, pero nuestra táctica es justa, en el sentido de que cuenta con un largo camino a recorrer. La acción esencial, desde luego, corresponde a la calle, y esta debe tender en consecuencia al triunfo del proletariado. Pero nosotros entendemos que, previamente y para el apoyo de esa lucha, se hace preciso que conquistemos la tribuna de la Asamblea Nacional.[xi]

A diferencia de Rühle, su intervención fue acogida por débiles aplausos de la audiencia.

¿En qué se parece el razonamiento de Rosa a los planteamientos popular comunitaristas? En nada. De hecho, a la luz de estas tendencias, argumentos así caen fácilmente dentro de motes de “electoralismo reformista”, “traidores del pueblo”, “ilusos”, “entreguistas” o, en el mejor de los casos –y para salvar el honor de Rosa–, de “incautos frente al fraude burgués”.

Sin embargo, lo que hay detrás finalmente de todas estas imprecaciones de Júpiter tronante es el vacío programático que resulta impotente para llevar a cabo una auténtica política de masas en el seno de la clase trabajadora. En vez de llenar de contenido político la acción de las masas y aclararles las tareas que estas tienen por delante, se les prescribe los cursos de acción que debiesen seguir –que se declaren, por ejemplo, en tal o cual estado: de “rebeldía”, de “asamblea” u otro– según imaginarios esquemas preconcebidos.

Ahora bien, lo que importa no es establecer el acierto o no de una determinada opción táctica defendida por Rosa frente a una coyuntura política concreta, ni tampoco reivindicar su aplicabilidad a situaciones actuales; sino relevar el tipo de razonamiento subyacente. Es en dicho sentido que se constata una gran discrepancia entre sus posiciones y las que predominan en los sectores radicalizados de la izquierda. De este modo, así como la figura de Rosa no encaja dentro de los moldes del nacionalismo pequeñoburgués, tampoco se ajusta a los cánones del comunitarismo popular que en muchos casos pretende reivindicarla para su causa.

Hay dos criterios estrechamente imbricados entre sí que constituyen la base de la política socialista en Rosa Luxemburgo que la distancian de los moldes corrientes de la izquierda. Se trata de la educación de las masas y el realismo político.

Siendo la clase trabajadora en su conjunto la encargada de derrocar a la burguesía y materializar el programa socialista, la educación y esclarecimiento político de sus más amplios sectores resulta un objetivo central de la política socialista y condición previa necesaria de la acción revolucionaria de masas.

Considerada en conexión con la relevancia de la elaboración programática, la educación de las masas marca un importante contraste con el revolucionarismo de izquierda. Subyacen diferencias insalvables respecto a qué se entiende finalmente por conciencia de clase, y el concepto y rol de organización política que se desprende.

La conciencia de clase no es un estado de ánimo pasajero inflamado por el descontento de la coyuntura, el cual hay que enardecer con consignas del tipo “luchar hasta vencer”, “revolución, única solución”, etc. La organización política revolucionaria, en consecuencia, no es un grupo agitativo de choque que se pliega a la acción espontánea de las masas, sino fundamentalmente el centro pensante del conjunto de la clase que defiende los intereses generales de esta en cada coyuntura concreta.

Cabe destacar que la educación de las masas como labor de la organización política es un punto nodal de la concepción marxista de partido. Marca también un punto de coincidencia de Rosa con Lenin, para quien, por ejemplo, en la coyuntura rusa de 1917, aun en contexto de ascenso del movimiento de masas y establecimiento de una situación de doble poder (aquí sí, poder popular efectivo y no meramente “comunitario”), la tarea principal del partido bolchevique consistía (Tesis de abril) en «aclararles [a las masas] su error [respecto a la guerra] de un modo singularmente minucioso, paciente y perseverante» y «organizar la propaganda más amplia de este punto de vista». Frente a las ilusiones que las masas depositaban en la burguesía y sus representantes, «nuestra misión solo puede consistir en explicar los errores de su táctica de un modo paciente, sistemático, tenaz […] Mientras estemos en minoría, desarrollaremos una labor de crítica y esclarecimiento […] a fin de que, sobre la base de la experiencia, las masas corrijan sus errores»[xii].

El realismo político, en tanto, tiene una larga tradición y arraigo en el marxismo, que arranca desde sus mismos orígenes y deriva de la aplicación del materialismo a los fenómenos histórico-sociales. Se trata en esencia de no suplantar los deseos por la realidad. Precisamente en base a este realismo político característico del marxismo, Engels calificaba de ridícula aquella política “revolucionaria” consistente en «lanzar, venga o no a cuento, al buen tuntún, sin conocer ni tener en cuenta la situación, con tonante voz, intimaciones a la revolución»[xiii].

De este modo, coincidentemente con Engels, en Rosa Luxemburgo la política revolucionaria que el movimiento socialista pone en práctica es algo más que “intimaciones a la revolución” e inflamados llamamientos lanzados “al buen tuntún”, “vengan o no a cuento”. La cuestión es más sutil y compleja.

La discusión como ejercicio militante

La discusión es otro aspecto que cobró especial importancia en la vida de Rosa Luxemburgo como militante socialista. Cualquiera que lea sus escritos constará que fue una gran polemista, desarrollando penetrantes razonamientos a través de una mordaz pluma.

Sin negar los caracteres singulares de la personalidad de Rosa que se plasmaban en sus escritos, lo relevante para hoy es el rol que juega la discusión para la práctica militante socialista, tanto para fuera como para dentro de la organización revolucionaria.

Como se mencionó anteriormente, Rosa formuló una serie de reparos al programa de los marxistas rusos sobre la cuestión nacional, lo que le llevó a ser criticada por Lenin. Ya antes había sostenido importantes polémicas con las principales lumbreras teóricas del socialismo internacional de la época, sin que se amilanara frente a personajes de la talla de Bernstein o Kautsky.

No se hará una exposición de los argumentos que cada cual sostenía sobre la cuestión nacional, ya que no importa aquí quién de los dos estaba en la posición correcta; sino simplemente destacar la importancia que cobra ejercicio del debate dentro del socialismo. Son los presupuestos implícitos, las formas de razonamiento y el ejercicio mismo que Rosa Luxemburgo puso en juego en esta y otras cuestiones de particular trascendencia para el socialismo los que finalmente hoy importan.

Un primer aspecto se refiere a la concepción de organización. En efecto, si se concibe a la organización revolucionaria en términos de “cabeza pensante” (núcleo de elaboración política) del conjunto de la clase es natural que la discusión no se tenga por una señal de debilidad; sino, por el contrario, como una de fortaleza, de vida militante activa.

Es, en cambio, cuando se le concibe como un grupo jerárquica y burocráticamente cohesionado (caricatura común del partido leninista) que las sospechas y resquemores hacia la discusión aparecen. Efectivamente, esta “molesta” porque interfiere con la “razón de partido”, especialmente si saca a la luz los yerros de la organización. Inmediatamente entra en escena el burócrata de turno para sugerir que es mejor aplazar “ciertas” discusiones o si no darlas “a la interna”. El mismo personaje que pone reparos a las “formas” porque la militancia podría ofenderse o porque carece de “formación”, sin reparar sobre el fondo ya que –en estricto rigor– él mismo no entiende los argumentos que se plantean.

Sin embargo, no se puede lograr una organización auténticamente revolucionaria –cohesionada en lo interno y con arraigo de masas– acallando las divergencias políticas por medio medidas administrativas (censura, amedrentamiento de militantes, sanciones disciplinarias, expulsiones, etc.). No hay ninguna forma alternativa de zanjar fructíferamente las divergencias políticas internas que no sea sino a través del esclarecimiento y el convencimiento de la militancia. De ahí la importancia que cobran las instancias colectivas de decisión (congresos, plenarios, conferencias, etc.) y celebración periódica de las mismas.

Además, está involucrado también el aspecto que se refiere a la relación de la organización con las masas. La cuestión es que, si la discusión concierne a los cursos de acción que involucran al conjunto de la clase, esta debe poder hacerse sin problemas, con toda sinceridad y crudeza, de cara a las masas. No a sus espaldas. Aquí la importancia que cumple la prensa partidaria.

Rosa expresó con particular dramatismo todas estas ideas cuando dio cuenta de la profunda crisis que quebró al movimiento socialista internacional en la Primera Guerra. En sus propias palabras:

la socialdemocracia ha capitulado. Cerrar los ojos ante este hecho, tratar de ocultarlo, sería lo más necio, lo más peligroso que el proletariado puede hacer […] La autocrítica, la crítica cruel e implacable que va hasta la raíz del mal, es vida y aliento para el proletariado […]

Ningún otro partido, ninguna otra clase en la sociedad capitalista puede atreverse a reflejar sus errores, sus propias debilidades en el espejo de razón para que todo el mundo los vea […] La clase obrera siempre puede mirar la verdad cara a cara, aunque esto signifique la más tremenda autoacusación […][xiv]

Es por la valentía de este tipo posiciones, pero sobre todo por su claridad y acierto, que las ideas de Rosa Luxemburgo continúan vigentes para la práctica revolucionaria actual. El rescate de estas resulta más necesario que nunca.

Notas:

[i] Rosa Luxemburgo: La política de la minoría socialdemócrata (1916) en VV.AA.: Marxistas en la Primera Guerra Mundial, Ediciones IPS/CEIP León Trotsky, Buenos Aires, 2014, p. 256.

[ii] León Trotsky: ¡Fuera las manos de Rosa Luxemburgo! Disponible en: http://www.ceip.org.ar/Fuera-las-manos-de-Rosa-Luxemburgo

[iii] Rosa Luxemburgo: La cuestión nacional y la autonomía, El Viejo Topo, España, 1998, p. 73. Destacados añadidos.

[iv] Rosa Luxemburgo: La cuestión nacional…, op. cit., p. 71.

[v] Rosa Luxemburgo: La cuestión nacional…, op. cit., pp. 33-34.

[vi] Ibíd.

[vii] Ibíd.

[viii] Rosa Luxemburgo: La cuestión nacional…, op. cit., pp. 19-20.

[ix] Rosa Luxemburgo: Reforma o revolución, Editorial Grijalbo, México, 1967, p. 88. Los destacados son del original.

[x] Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht: La Comuna de Berlín, Editorial Grijalbo, México, 1971, pp. 26-27. Los destacados son añadidos.

[xi] Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht: La Comuna de Berlín, op. cit., pp. 27-28. Los destacados son añadidos.

[xii] Véase V.I. Lenin: Las tareas del proletariado en la presente revolución (Tesis de abril). Disponible en: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/abril.htm. Destacados añadidos.

[xiii] Federico Engels: Los comunistas y Karl Heinzen en Obras fundamentales de Marx y Engels, tomo 2, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, p. 643.

[xiv] Rosa Luxemburgo: La crisis de la socialdemocracia, Akal, España, 2017, pp. 15 y 18.