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Polvos y lodos

Fuentes: Rebelión

Es bochornosa, por ser propia de países poco evolucionados o de gentes poco despejadas, la exaltación histérica del nacionalismo de cartón piedra habitual, denigrando al mismo tiempo al eventual nacionalismo surgido ordinariamente de una inveterada aspiración colectiva, de una manifiesta incompatibilidad de caracteres entre el espíritu del Estado dominante y el de otro territorio absorbido, […]

Es bochornosa, por ser propia de países poco evolucionados o de gentes poco despejadas, la exaltación histérica del nacionalismo de cartón piedra habitual, denigrando al mismo tiempo al eventual nacionalismo surgido ordinariamente de una inveterada aspiración colectiva, de una manifiesta incompatibilidad de caracteres entre el espíritu del Estado dominante y el de otro territorio absorbido, y en contestación a los excesos del nacionalismo imperante que intenta sofocarle. Propio de ignorantes que creen que el amor, como la confianza, puede exigirse, y no que simplemente se dispensa; que ni el amor a otra persona ni el amor a la patria pueden ser un precepto; que es un sentimiento natural, un impulso que, en último término, si es sano, tiene mucho más que ver con en entendimiento mutuo y con la reciprocidad que con el sacrificio, salvo si pensamos en el amor de madre. Y máxime cuando la clase de nacionalismo de los alborotadores atufa a un patriotismo, el ultimo refugio de los canallas al decir de Samuel Jhonson, sin enemigo declarado enfrente, que viene precedido de una corrupción durante años practicada metódicamente por esos bullangueros que se envuelven en una enseña o por sus predecesores políticos…

Esto viene de lejos. Pues más allá del régimen político al que España estuvo sometida durante casi medio siglo, las diferencias profundas entre la población española en general, y la de las demás naciones de la Europa Vieja estuvieron marcadas precisamente por la dictadura cuyo fundamental objetivo fue compactar al precio que fuese a una nación a base de entregársela a la Iglesia Vaticana y hacerla dependiente de ella…

Entonces, de una u otra suerte, el régimen consideraba como quintaesencia del verdadero español cualquier actitud que de algún modo recordase al espíritu cuartelero o el mojigato. Me refiero a esos gestos, ademanes, proclamas o ideas que aún hoy tanto alaban algunos políticos de signo bien conocido, mucho más cerca de la fanfarronada, de lo bullanguero, de la provocación, de la indiscreción, del hablar muy alto e incluso de la grosería, que de la caballerosidad y de la elegancia en los modales. Diferencias respecto a los países de la Vieja Europa que incluso, para la dictadura, eran un marchamo, una reafirmación de los rasgos españoles por antonomasia, frente a la idea, educación y mentalidad, que el régimen militar español suponía blandengue de los europeos.

Pero ahora que se supone compartimos con ellos, con los demás europeos, el modelo político, las diferencias persisten no ya tanto en las formas como en el fondo, y además, a menudo grotescamente. Diferencias que, por ejemplo, se concretan en la facilidad con la que los gobiernos españoles que representan a la españolidad de libro, incumplen la mayor parte de las directivas europeas. Incumplimientos que nos siguen poniendo en evidencia como país atrasado respecto a Europa. Porque intentando la Unión Europea homogeneizar en materias de calado a los países miembros, España, más allá de recibir los fondos de cohesión primero y luego los fondos estructurales de la Unión, nunca acaba de mostrar especial interés en su verdadera integración en la filosofía comunitaria resistiéndose a cumplir aquellas directrices con un incumplimiento tras otro.

Pero también en otros asuntos de carácter sociológico y moral España no está a la altura de las circunstancias. Por ejemplo, el español medio no huye tanto de ser engañado como de ser perjudicado por el engaño. Por eso tampoco detesta en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas del embuste. Desea las consecuencias agradables de la verdad, pero es indiferente al conocimiento puro de las verdades. Ocurre algo similar con la apropiación de lo ajeno. Aborrece el despojo de lo que le pertenece a él o de lo que pertenece a otro, pero es indulgente con quien se apropia de lo que pertenece a la colectividad. Esta lacra también procede de entonces. En la segunda fase de la dictadura había un cierto equilibrio entre lo público y lo privado, y aunque el colectivismo y sus formas estaban prácticamente proscritos existían algunas cooperativas, pero ni ellas ni los cooperativistas estaban bien vistos por el régimen, que prefería lo que llamaba «cogestión» en el empresario y el obrero. Esto por un lado. Pero, por otro, tampoco importaba menospreciar los bienes públicos salvo los sagrados, y era común la idea de que el bien colectivo pertenecía al primero que se lo apropiaba.

Con la irrupción de la democracia, el valor de lo público se devalúa aún más: justo por la irrupción, a su vez, del capitalismo neoliberal que exalta el valor de lo privado por encima de lo público y a costa de lo público: la única salida, sin duda, que debieron ver la Thatcher y los ensayistas mediáticos estadounidenses, hermanos Kaplan, para un capitalismo moribundo tras haberse probado sobradamente que los principales enemigos del capitalismo no son los colectivistas que no tienen más remedio que soportarlo para no ir a la guerra, sino los propios capitalistas.

Por eso, en un país tan proclive a la picaresca, donde los políticos mienten y se acusan todos entre sí de mentir, donde prometen lo imposible con descaro, donde se predica nuevamente el nacionalismo hipercentralista como un ucase del zar pese a la apertura de la Constitución española al reconocimiento de las nacionalidades, no extraña que España no acabe nunca de sacudirse de encima la permanente crisis política. Crisis que quizá aquellos no desean superar porque la bronca les sirve para tapar sus miserias, pero que en realidad sólo podrá superarse, primero si el tiempo climatológico lo permite y no la empeora, y segundo, si se le coge de una vez el gusto al equilibrio entre lo público y lo privado, al pacto, a la coalición y al diálogo que de una vez reemplace al monólogo permanente de uno y otro lado…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.