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Diario íntimo de Jack el Destripador/101

Por el Bulevar de Pablo Mckinney

Fuentes: Rebelión

Tal vez sea que las fuerzas me abandonan o los estragos que se cobra el tiempo o, simplemente, que no me apetece salir de casa, pero lo cierto es que ya no frecuento, como solía, esquinas y callejones. Sin embargo, hasta en mi casa suelo encontrar pretextos para volver de nuevo a enarbolar mi oficio […]

Tal vez sea que las fuerzas me abandonan o los estragos que se cobra el tiempo o, simplemente, que no me apetece salir de casa, pero lo cierto es que ya no frecuento, como solía, esquinas y callejones.

Sin embargo, hasta en mi casa suelo encontrar pretextos para volver de nuevo a enarbolar mi oficio y destripar amigos sospechosos en las llamadas redes sociales y hasta, de vez en cuando, una que otra columna de opinión.

Y la noche del 18 de diciembre, sin moverme de casa, la verdad es que salí a pasear un rato por el bulevar de Pablo Mckinney.

«Cada día, los dominicanos descargamos nuestra ira contra políticos corruptos y empresarios evasores, contra gobiernos similares y entrometidas embajadas».

¡Buenas noticias! -fue lo primero que pensé. Lo segundo, que tal vez Mckinney se estaba dejando llevar de su entusiasmo a la hora de contar iras, porque si los dominicanos, todos y todas, fuésemos en verdad capaces de descargar nuestra ira sobre políticos, empresarios, gobiernos y embajadas, hace ya tiempo que gozaríamos de amaneceres más gratos y menos iracundos.

Lamentablemente, ya no la ira, ni siquiera los votos hemos sido capaces de negarles y, con independencia de las adhesiones que compran y trapichean, aún son demasiadas las ovejas que creen en el pastor y aceptan el redil como destino mientras haya pasto para ellas. Hay dominicanos, sí, con sobradas razones para la ira que están saliendo a la calle a denunciar que se mienta en su nombre, que se les despoje de unos recursos cada vez más limitados, que se les empuje al exilio, que se les mate impunemente sea de bala o de miseria, pero tampoco son menos los dominicanos que guardan silencio, que miran para otro lado, y que ponen el cazo y la mano.

No, no todos los dominicanos descargan la ira. Ojalá se pudiera declarar un Día Internacional de la Ira y barrer la inmundicia, toda la inmundicia, la de la calle y la de cada casa, hasta que la letra del himno dominicano cobrase felizmente sentido, pero aún queda por aunar más conciencia, más memoria, más ira también.

«Cada mañana, en la oficina, la columna o la televisión, nos sentimos tentados a juzgar a los demás, y denunciamos al AMET que abusa, al sindicalista que chantajea, quema damas e invade, al policía que asalta, al gobierno que olvida, al partido que avergüenza, e insinuamos, juzgamos, decimos, maldecimos.»

Y sigo creyendo que Mckinney se alegra de que así sea y, al igual que yo, aprecia que haya cada vez más pueblo dominicano decidido a defender, sencillamente, su derecho constitucional a una vivienda, a un trabajo, a salud y educación, y que es por ello que los dominicanos juzgan, porque tienen juicio; dicen, porque tienen palabras; y maldicen porque es su derecho.

Varios verbos dispone Mckinney para explicarlo; algunos presumen delitos penados con la cárcel: asaltar, abusar, chantajear, quemar, invadir… y dos verbos más que se antojan faltas a sancionar, acaso, con el descrédito o la amnesia: olvidar y avergonzar, a cargo del partido y el Gobierno.

Y comienzo a entender que la ira del primer párrafo que, llegué a pensar, era un reconocimiento que se aplaudía, más bien es un síntoma de una enfermedad que se lamenta: la de juzgar al prójimo, aunque no entiendo a dónde se quiere llevar la reflexión porque nunca he pensado que el juicio fuese una dolencia y hasta hubiese apostado que Mckinney tampoco.

¿Cuál es el problema de juzgar? Juzgar es hacer juicios, poner en marcha nuestro pensamiento y criticidad; juzgar es un requisito imprescindible para adoptar una decisión y nuestras vidas, afortunadamente, todavía registran todos los días algunos pensamientos, incluso propios, sí, juicios también, decisiones. De hecho, esta columna que destripo también es un juicio y hasta, lo voy a confirmar muy pronto, acarrea una sentencia.

La policía también juzga a quien asalta, el AMET también juzga a aquel de quien abusa, el gobierno también juzga su memoria como el partido juzga su vergüenza… y los sindicalistas de quienes habla el artículo tienen tantos cargos en su contra, tres por uno los demás, que no me voy a entretener en tantas causas, pero seguro que también ellos hacen juicios de valor.

«Nos horrorizamos de tanta patria en bandolera, y somos duros, cáusticos, punzantes, corrosivos, y terribles como los imperios, malditos como el amor desolado»

Que no, que no, que no me salen las cuentas de Mckinney, que si tanto horror nos volviera a los dominicanos duros, punzantes, corrosivos, terribles y malditos, hace ya años que esa patria en bandolera sólo sería una vieja referencia de una historia vencida.

Desgraciadamente, hay muchos dominicanos que son blandos, ingenuos, romos, dulces y apacibles como los lacayos y benditos como el amor coronado. Peor todavía, muchos de ellos han dedicado a esos afanes toda su vida. Y esos afanes cotizan en la Bolsa del empleo, del agasajo y la recompensa, y en la distribución de fondos y de fundas.

«Y juzgamos a todos, desde la guardia a la Policía, desde la iglesia al FALPO, al CONEP, o incluso a las muchachas de ANJE (que es un exceso). Nos quejamos de la inseguridad, el robo, la evasión, la corrupción desmadrada, y volvemos a juzgar y nos olvidamos de nosotros mismos.»

Y por fin llegamos a donde íbamos. El artículo, una vez juzga la iracunda actitud del país, evacua su sentencia: «nos olvidamos de nosotros mismos» porque «olvidamos que dejamos sin amor a los viejos en la casa materna, que las Paola estuvieron todo el güiquén sin librería, helados y sin besos del pá, porque había que terminar un texto, conceder una entrevista, afinar un proyecto de comunicación, y había dos programas por grabar, un informe político que presentar.»

Muchas son las causas por las que, a veces, dejamos sin amor o compañía a los viejos, y casi siempre impuestas por ajenas circunstancias que nos fuerzan a emigrar a otro país u otra ciudad, como hay muchas Paolas que antes de disfrutar un helado preferirían comer, o disponer para sus libros de una pared que los sostenga en una casa en la que vivir, pero tengo la impresión de que Mckinney no está mirando la vida que le circunda. Si algunos, empeñados en juzgar a los demás, han llegado a perderse a ellos mismos de vista, a Mckinney le puede estar sucediendo lo contrario, que de tanto sólo verse a sí mismo ha perdido de vista a los demás. Lo digo por los ejemplos que cita como causa de no haber llegado a tiempo al beso de Paola. Creo que el caso de Mckinney no es tan grave y puede resolverse. Tal vez con que trabajase menos, concediera menos entrevistas, afinara menos proyectos, grabase menos programas o presentara menos informes… gozaría, él y Paola, la felicidad de ese encuentro que añora. Otros no lo tienen tan fácil. Pensando en ellos aparecerían otros muchos ejemplos de más compleja solución.

«De tanto juzgar a los demás, olvidamos lo principal: juzgarnos a nosotros mismos, primero. Olvidamos a Confucio: Nunca juzgues a un hombre sin antes haberte puesto en su lugar».

O lo que es lo mismo, que tienes derecho a juzgar a un hombre una vez te hayas puesto en su lugar. Cuestión de matices. Los mismos matices que nos autorizan a apedrear a cualquiera siempre y cuando estemos libres de pecado.

De todas formas, sin ánimo de contradecir a Confucio o a Jesucristo con cuyos principios puedo estar de acuerdo, lo principal o lo primero, categorías en las que insiste el columnista, tal vez no sea juzgarnos a nosotros mismos, tampoco juzgar a los demás. Quizás, lo primero o principal es tener, cuidar, pulir, desarrollar y ejercitar nuestro propio juicio. Si ese juicio, además, se ha construido con respeto y equidad, únicos materiales posibles, podremos y deberemos juzgarnos a nosotros mismos, a los demás, juzgar siempre y juzgarlo todo.

«Olvidamos cómo humillamos a la joven que nos asiste en los asuntos domésticos, irrespetamos la dignidad del humilde ciudadano que conduce nuestro vehículo y resuelve mil asuntos, no saludamos al vecino, maltratamos subalternos, violamos semáforos, nos colamos en las filas, y cuando Dios, la empresa o un gobierno nos otorga una pequeña cuota de poder, nos transformamos en democios del insulto y la arrogancia, -Trujillito en potecito- y somos incapaces de amar, apenas de poseer, y olvidamos la verdad y su espejo roto, enterramos la humildad como un féretro sin sepulturero.

Y otra vez el columnista que vuelve a cerrar puertas y ventanas para describir la historia universal de la infamia desde la percepción de quienes, todavía, disponen de trabajadoras domésticas para sus casas a las que irrespetar y de choferes para sus coches a los que humillar, mientras se maltratan subalternos, se ignoran vecinos, se irrespetan las filas y se violan todas las leyes de tráfico.

Pero no todo está perdido Mckinney, tampoco la verdad, porque, llegado el caso, no todos aceptamos transformarnos en un «Trujillito en potecito», ni tampoco hemos renunciado al amor, a la dignidad que merecemos, al país que soñamos y que somos desde el mismo momento en que empezamos a construirlo, desde la calle, desde la casa, desde la solidaridad, desde el juicio y el derecho que compartimos y ejercemos… desde la ira también.

«Pienso ahora, cuando se niega a salir el sol y me acosan mis personales fantasmas, cuánta revolución habría hecho nuestra generación si nuestra lucha primera no hubiese sido por cambiar el mundo sino prepararnos para que el mundo no nos cambiara a nosotros. Cuánto habríamos logrado si nuestra lucha primera no hubiera sido transformar una sociedad o mejorar abstractas instituciones, sino luchar y esforzarnos por ser caeda día mejores seres humanos. En fin, que mi generación, de tanto leer a Marx, olvidó a Krishna».

Obviamente tampoco habríamos logrado nada si tu generación, de tanto leer a Krishna, hubiese olvidado a Marx, pero sigo pensando que eres extremadamente generoso a la hora de repartir tan absolutos porcentajes de lectura en un país que si algo tiene siglos leyendo y escuchando y, lo que es peor, creyendo, son los cantos de sirena de un sistema político aberrante, por irracional y por violento, que convierte a los seres humanos en burdas mercancias y en pesadillas sus mejores sueños; lo que este pueblo tiene generaciones padeciendo son los rigores de un estado secuestrado por quienes lo administran y con independencia del color que usen como señuelo.

Me admira y celebro, por primera vez en muchos años, que ese enfermo país que a veces he pensado desahuciado, se esté recuperando porque se niega a estar enfermo y ya no acepta más sueros ilusorios, así sean sostenidos y sustentables, tampoco los viejos diagnósticos que lo condenaban a resignada esperanza y optimismo baldío, pero ese pueblo ha empezado a expresar su repulsa ante sus seculares dolencias. No, República Dominicana no está enferma. Dejó de estarlo el día en que lo supo y los glóbulos rojos

retomaron las venas y hacen sonar su estruendo de repulsa por todas las arterias. Esos glóbulos son la más clara expresión de que el enfermo recupera sus signos vitales, de que ya no está dispuesto a delegar su salud por más tiempo en manos de virus monetarios, de fondos virulentos, de todas las voraces bacterias que, así fueran electas o usurparan derecho y voluntades, mientras no se erradique su presencia seguirán transmitiendo enfermedades.

Y mientras tanto, nada más efectivo que la cataplasma de la lucha, la infusión de la solidaridad y esa especie de ungüento asambleario y popular que, además de expulsar las bacterias, ayuda a que el paciente pueda por fin desatar la palabra. Y es que no hay mejor terapia que saberse ni más sensata receta que juntarse.

En la distancia asisto todos los días a ese feliz desperezarse de un pueblo al que ya no le caben más engaños, más fraudes, más castigos. Posiblemente yo ni llegue a verlo, pero me encantaría que las Irenes y las Paolas que van a ser, lo son ya, parte de esa común y fraterna amanecida, así no lean ni a Marx, ni a Krishna, ni a Confucio, ni a Jesucristo… sepan oír sus voces, puedan multiplicar sus manos y logren rescatar para la vida el naufragio de ese país a la deriva, que ya es más suyo que nuestro.

A ellas, a quienes ya se han sacudido el miedo y la vergüenza y salen a la calle a gritar ¡basta!… habrá quien pueda declinarles su apoyo, reprocharles sus lecturas, pero no su razón y su derecho. «Hay un país en el mundo -escribía Pedro Mir- donde un campesino breve seco y agrio, muere y muerde descalzo su polvo derruido, y la tierra no alcanza para bronca muerte. ¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido.

En un país pequeño y agredido. Sencillamente triste, triste y torvo, triste y acre. Ya lo dije sencillamente triste y oprimido…» También lo decía Mir y hoy lo pide el pueblo dominicano que sale a la calle: «Dadme tiempo, coraje, para hacer la canción», y que mientras el coro gana sentido y fuerza, y la calle multiplica las voces, se cumplan los deseos del poeta: «decid al viento los apellidos de los ladrones y las cavernas y abrid los ojos donde un desastre, los campesinos no tienen tierra… los que la roban no tienen ángeles, no tienen órbita entre las piernas, no tienen sexo donde una patria…

En fin Pablo que no, que no te destripo, que de esa labor tiempo tendde encargarse tus fantasmas y ese sol que mencionas cuando salga, si es que no nos encontramos antes, cualquier día, en la calle.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.