«Promover la cooperación pacífica entre las naciones e impulsar y consolidar la integración de América Latina de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos.» Preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela Integrarse: ¿para qué? ¡Hacia la integración de nuestros pueblos! Será un viaje a la autodeterminación, y […]
«Promover la cooperación pacífica entre las naciones e impulsar y consolidar la integración de América Latina de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos.»
Preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela
Integrarse: ¿para qué?
¡Hacia la integración de nuestros pueblos! Será un viaje a la autodeterminación, y nosotros debemos responsabilizarnos del viaje, empujándonos a nosotros mismos. La suave brisa del socialismo nos ayudará a navegar a sotavento.
Desde el momento en que el tiempo no era nuevo ni viejo, puesto que no había referencias para medirlo, la sociedad humana ha debido confrontar la dicotomía integración-desintegración. Dice la Biblia en el Génesis que en la Tierra había un solo lenguaje cuando los descendientes de Noé decidieron edificar un pueblo y una torre que llegara hasta el cielo, por lo que Dios se opuso sintiéndose insultado y, en consecuencia, castigó tal insolencia trabando sus lenguas para que no pudieran entenderse entre sí y así desistieran de tan insensato propósito y se esparcieran fundando sendos pueblos. Finalmente no pudo construirse la Torre de Babel.
Viene al caso la referencia porque a estas alturas de los tiempos el presidente de los Estados Unidos, George Bush, cual dios del Universo pero con propósitos no sólo distintos sino contrarios a lo que el Dios bíblico pudo tener -según las sagradas escrituras al menos- pretende dividir a todos los pueblos del plantea para imponerles los intereses de la derecha ultramontana de su país, es decir: de los grandes monopolios capitalistas que dirigen la marcha de la humanidad.
En el mundo, y en particular en América Latina, es imprescindible desaprender la historia y abordar la construcción de una entidad social que integre a los dispersos descendientes de Noé. Es evidente que aquí se patentiza un problema de identidad que a todas luces debe ser superado.
El hecho de poder, o no, integrarnos en torno a una entidad socio-política nos plantea también un problema ético, puesto que la ética es la que determina el modo en que nos comportamos frente a la toma de decisiones. Cada quien asume su ética; lo que pasa es que la ética desintegradora y conservadora no puede justificarse desde el punto de vista de la solidaridad; sólo se justifica desde el punto de vista del darwinismo social. En cambio, la ética de la integración de los pueblos es la ética de la solidaridad humanística y creadora, única manera de preservar la humanidad.
La integración de los pueblos de América Latina también representa un dilema moral, ya que se trata de una disposición para emprender una acción, o para seguir el camino de la desintegración. Es claramente observable que la legalidad del contexto internacional está seriamente averiada y constituye un obstáculo para nuestra integración. Y obviamente hay poderes que buscan la no-integración.
La Organización de las Naciones Unidas -ONU- está perfectamente acreditada ante el gobierno de Washington en su papel de Celestina, pero completamente desacreditada frente al sentimiento y la conciencia de los pueblos. La ONU ha sido siempre un organismo de cartón, lo cual no es lo más grave sino que se trata de un organismo sin ética, nacida ya con los vicios de la falta de democracia que rigen el mundo (sólo cinco países en su órgano rector tienen derecho a veto; es decir: pueden imponer su mandato sobre todos los otros), por lo que se hace necesario redefinir una nueva legalidad internacional avalada por los pueblos.
La paz del mundo nos beneficia a todos puesto que acelera el desarrollo económico, social y político. Si en un país hay justicia social, eso es paz; en cambio, el imperialismo atiza incesante las contradicciones y diferencias de los pueblos con la deliberada finalidad de acentuar las rivalidades para alimentar la industria de la guerra y para seguir imponiendo sus mandatos sobre totalidades desorganizadas. «Divide y reinarás».
Hay que usar el gran potencial de la información con fines pacíficos y en forma democrática. En esta confrontación del imperio contra los pueblos cada bando tiene su propio lenguaje y sus propias armas. Nosotros, como pueblos del Tercer Mundo, históricamente sojuzgados pero ávidos de construir nuestro propio destino, de edificar otro mundo no sólo posible sino imprescindible, tenemos como arma de vital importancia en este combate la integración.
Para integrarnos debemos desaprender las tergiversadas pautas culturales aprendidas en mala hora, tales como el egoísmo y el patrioterismo, el chauvinismo inconducente, evitando que se propaguen de un sistema social a otro. Dicho de manera distinta: para integrarnos es necesario depurar malas costumbres y construir una nueva cultura.
Afortunadamente la cultura no es una manifestaron genética, por lo que puede ser aprendida o desaprendida. Cualquiera de nosotros puede aprender un idioma, pilotear un avión, adquirir una manera de comportarse, tejer una manta indígena, tocar el bandoneón, manejar un torno, remar a sotavento, remar a barlovento, tomarse un tequila, masticar la hoja de coca o bailar un tango. Esas son posibilidades de la integración.
Los gravísimos problemas sociales que nos aquejan tan directamente a diario en nuestra región se erigen en obstáculos para propiciar un clima integrador. A ese respecto consideramos que deben buscarse modos de organización de los sistemas sociales y avanzar en su perfeccionamiento. A los pueblos hambrientos y enfermos no se les puede cantar poesías; no, al menos, mientras pasan hambre. Hay que proporcionárseles primariamente alternativas alimentarias y de salud eficaces pero, al mismo tiempo y de manera determinante, educación. Gracias a la educación, en una estrategia de transformación política, es como pueden empezar a resolverse los problemas cruciales. Y educación quiere decir aquí: instrumentos para enfrentar la vida, fortalecimiento ideológico, apertura mental. No puede haber revolución si no hay revolución cultural. Es necesario, por tanto, es imperioso crear el «hombre nuevo», como se decía décadas atrás; agregaríamos, para no caer en la soberbia machista de identificar «hombre» con humanidad: crear hombre y mujer nuevos.
La integración como arma revolucionaria
La educación popular es un requisito sin el cual no puede darse la integración, y para eso tenemos que indagar a fondo acerca del conocimiento y del pensamiento, sus alcances y sus posibilidades.
Asumir la integración implica estar dispuestos a la armonía de las diferencias, e inclusive a la armonía de las contradicciones porque, obviamente, la cultura incaica difiere de la cultura cubana, el carnaval de Brasil no se parece al de las Malvinas Argentinas. Y ninguna de estas manifestaciones vale más que otra, es mejor que otra.
El debate abierto permite a los pueblos avanzar mucho en la interpretación de las definiciones y en la toma de conciencia. El individuo conciente tiene siempre andado más de la mitad del camino hacia el logro; de ahí que el debate acerca de la integración de los latinoamericanos, tanto como el debate acerca del socialismo del siglo XXI, además de ser pertinente, es impostergable, dado que el imperialismo estadounidense tiene siempre las fauces abiertas y en lo que considera su «patio trasero» no tolera insolencias.
Pero hay un nuevo tiempo en marcha; otro tiempo, viejo, se está quedando atrás. De eso se trata: hay una brecha que el nuevo tiempo tiene que subsanar, mientras la vieja pero todavía vigente relación que determinadas élites cipayas tienen con el poder político y económico sigue estando latente.
¿Por qué todavía tiene fuerza esa postura que lucha contra la integración de los pueblos? Sencillamente porque los grupos que la adversan derivan en mucho de la estrategia imperialista estadounidense que manipula al mundo y que no desea un proceso integracionista. Una América Latina unida descuadra el proyecto de hegemonía de Washington; de ahí que cualquier intento que apunte hacia ella -tal como ahora está comenzando a suceder- prende las alarmas en la política hemisférica de la Casa Blanca.
América Latina está vacía de integración; por el contrario, hasta ahora ha prevalecido la desintegración, y en ello han jugado -y continúan jugando- un papel de suma importancia mecanismos que, más allá de una supuesta fachada de unión (la Organización de Estados Americanos -OEA-, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca -TIAR-) no son sino instrumentos que pugnan por hacernos esclavos al servicio del libre mercado y de la hegemonía continental del gobierno de Estados Unidos y sus corporaciones transnacionales.
Si se está vacío es porque falta algo, pero la capacidad de un molde nunca depende de que esté lleno o vacío, sino de las dimensiones físicas que posea.
Encuentro de San Martín y Bolívar
América Latina es inmensa; inmensa en todo, y más aún en valores. Sus indígenas, sus blancos, sus negros, sus mulatos, sus mestizos, todos tienen la capacidad absoluta de acceder a una conciencia revolucionaria; esa es la primera y gran riqueza de nosotros.
Pero para desarrollar esa inmensa riqueza necesitamos un instrumento que no es más que una educación de descolonización.
La sociedad latinoamericana clama por un cambio. Existe entre nosotros un contraste radical: países ricos en recursos con pueblos extremadamente pobres. Es, de hecho, la región de todo el planeta donde las diferencias entre ricos y pobres son más notorias, más escandalosas. Nosotros, que padecemos en carne viva esa situación, podemos esgrimir las más diversas interpretaciones del porque, pero ciertamente mientras una parafernalia de millones se nos mete por los ojos desde las pantallas de televisión, las necesidades de los pueblos son cada día mayores, lo cual demanda cambios inaplazables. Existe un mal que debemos curar, pero para ello hay que hacer un acertado diagnóstico de la enfermedad, de sus causas, de los mecanismos que la perpetúan y determinar cómo se puede sanear.
Para el imperio del Norte, nuestro mal no es su problema sino todo lo contrario. La finalidad del capitalismo es globalizar su búsqueda desesperada de ganancia económica a partir de la pobreza de nuestros pueblos, por lo que estamos obligados a defendernos; y nada mejor por nuestra parte que tratar de globalizar el bienestar de todos. Si a eso se le llama socialismo, pues llamémosle socialismo. Si todavía persiste la duda con respecto al socialismo soviético, entonces digámosle «socialismo verdadero», o simplemente «socialismo del siglo XXI» y emprendamos el debate palmo a palmo en todas partes, ya que si un pueblo analfabeta y trabajador desconoce la economía política, cómo se produce y se apropia la riqueza, cómo funciona el poder, no podrá debatir apropiadamente, ni mucho menos construir, un camino para crear nuevas formas de poder político que organicen la economía para ponerla al servicio de la justicia social.
La riqueza fundamental de todo país es el trabajo de sus hombres y mujeres, y consecuentemente la capacidad de producir los bienes y servicios que su trabajo genere. Tal riqueza está complementada con lo que hay en el subsuelo en forma de minerales, petróleo, calidad de la tierra, el agua y otras existencias; elementos todos que coadyuvan la capacidad humana, pero no la pueden sustituir; de tal manera que un país puede ser muy rico por la capacidad de trabajo de sus hombres aunque tenga en su territorio escasas riquezas naturales. También puede suceder lo contrario: países pobres a pesar de sus enormes riquezas naturales.
Los diferentes usos que cada país hace de su territorio es lo que determina los procesos de organización de las unidades económicas en estructuras en las que la producción, transformación, distribución y consumo de bienes y servicios estén armonizados.
La integración que divisamos a sotavento es tal que cada país sea un contexto o una totalidad en la cual los elementos de la producción se encuentren distribuidos según una organización de conjunto al servicio de la sociedad y en la que se desarrollen las actividades de los trabajadores.
La derecha estadounidense inventó el «panamericanismo» como una postulación anexionista muy perversa. Anexionismo es absolutamente contrario a integración. En aquél priva la visión capitalista donde el poderoso le pone la pata en el pescuezo al débil, mientras que en la integración, tal como se concibe desde el punto de vista socialista, se trata de complementar las fuerzas para que cada país pueda superar sus debilidades con la ayuda de todos. Integración va de la mano de solidaridad.
El anexionismo está apuntalado por la concepción neoliberal, cuyo efecto más pernicioso es la desintegración de la cultura del territorio anexado y su integración a la cultura dominante. La ocupación imperialista y neoliberal de cualquier país está relacionada con la potencialidad y la posibilidad de explotación y saqueo del territorio ocupado.
La integración de los pueblos no es más que una comunión en la diversidad; es ayudarnos mutuamente para evitar precipitarnos a ese penoso fin hacia el cual el neoliberalismo explotador pretende conducirnos.
La integración que visualizamos en el plano de las alianzas políticas, económicas y sociales debe tener como aliado fundamental una educación descolonizadora.
Es necesario comenzar a darnos cuenta de lo antinatural de los métodos educativos que han sido aplicados hasta ahora en el marco de nuestras sociedades. El tratamiento científico de los problemas de la educación y sus consecuentes descubrimientos de vanguardia son desafíos para optimizar el aprendizaje.
Para el viejo criterio educativo «estar en lo cierto» era más importante que mantenerse impugnador, abierto, en proceso. Las modernas técnicas investigativas al respecto han demostrado que la única manera de construir una sociedad nueva consiste en cambiar la educación que se imparte a las nuevas generaciones, ya que la vieja escuela del viejo tiempo del viejo colonialismo pervive burocratizada, a tal punto que quienes pretendan introducir cambios encuentran una terca barrera de obstáculos.
La educación privada y elitista, mayormente punta de lanza del neoliberalismo, ha estado inalterada desde la colonia española hasta el presente por encima de los pueblos, no siendo seguro tampoco que ofrezca mayores ventajas que la educación pública. La educación ha sido una cuestión de oferta y demanda; es decir: de libre mercado. Tal problemática gravita de alguna manera dentro de la vieja estructura estática donde la psicología del desarrollo sólo puede entrar a escondidas, disimuladamente.
El enfoque erróneo de los problemas de la educación convencional determina que ésta haya fracasado a la hora de enseñar habilidades básicas y fomentar la estimación de muchos valores fundamentales, entre ellos la solidaridad; de ahí que el nuevo tiempo en marcha y a favor de millones de personas en proceso de transformación personal tiene que motorizar nuevas concepciones, nueva conciencia que haga posible socializar y humanizar una escuela caduca, no apropiada para una nueva realidad.
En el momento de la independencia de la corona española, hacia inicios del siglo XIX, fueron varios los visionarios americanos que establecieron como condición necesaria para el desarrollo de los nuevos países su unión en tanto bloque homogéneo. Ese fue el sueño de Simón Bolívar entre el Caribe y los Andes, de José de San Martín en el Cono Sur, de Francisco Morazán en Centroamérica. Pero ya desde aquel entonces las fuerzas divisionistas de los imperios dominantes -Gran Bretaña cuando la independencia, Estados Unidos hacia fines del 800 y durante todo el siglo XX- actuaron en contra de la propuesta de integración.
Cayendo bajo la máxima de «divide y reinarás» impuesta por las potencias extraterritoriales, la unión latinoamericana fue siempre un sueño olvidado. Debieron pasar casi 200 años para que, entrado ya el siglo XXI, el proyecto integrador pudiera comenzar a despertar.
Un punto que puede mostrar la viabilidad y necesidad de la integración es el tema del agua. Sabido es que nuestra región tiene las reservas de agua dulce más grande del planeta. Agua: bien natural que -dado los modelos de desarrollo irracionales e insostenibles promovidos por el capitalismo- cada vez se hace más escaso. Como un paso de sobrevivencia de nuestra especie aparece entonces el cuidado racional del agua. Socializar el agua no es un prejuicio moral ni político. El agua es un recurso vital para la existencia, soporte cultural fundamental de las sociedades, y en consecuencia debe ser considerada como algo muy serio en la planificación de los desarrollos económicos, sociales y políticos, no sólo del Sur, sino además de cualquier parte del mundo. La carencia de agua en cualquier región es una calamidad humana, es una emergencia que debe ser resuelta con la cooperación de todos. ¿Es posible permitir hoy que las potencias dominantes lleguen a robar el agua de nuestro continente como antes robaron el oro y la plata, el azúcar o el petróleo?
Entre otras cosas, entonces, debemos voltear los ojos hacia el agua si queremos integrar a América Latina. Debemos, en el nuevo socialismo que se está gestando, rescatar la majestad del agua y garantizar su uso para el consumo potable, para el riego agrícola, para evitar inundaciones, para la navegación, para la vida y jamás permitir -como lo pretende el capitalismo todo y la potencia imperial en especial en nuestro hemisferio- que este vital elemento se transforme en una mercadería más.
Hacia la verdadera integración continental
Más allá de declamaciones retóricas -de las que la historia latinoamericana está plagada- ahora pareciera posible comenzar a plantearse con seriedad la integración, una verdadera y efectiva integración.
Intentos unionistas ha habido muchos, desde los primeros de los líderes independentistas a principios del siglo XIX hasta los más recientes del siglo XX: la Comunidad Andina (integrada por Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela y Bolivia), el Mercado Común Centroamericano (compuesto por los pequeños países del istmo), el Mercado Común del Sur -MERCOSUR-, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia en 1996, al que se han unido posteriormente Chile, Perú, Venezuela, Ecuador y Colombia, la propuesta del ALBA, impulsada por los gobiernos de Venezuela y Cuba. Sin contar, obviamente, con el mecanismo de recolonización intentado recientemente por la administración estadounidense con Washington a la cabeza y todo el continente como su gran patio trasero: el Area de Libre Comercio de las Américas -ALCA-, por ahora rechazado en su gran mayoría, firmado sólo en América Central -el CAFTA-.
En esa lógica integracionista surge ahora la propuesta de la Comunidad Sudamericana de Naciones -CSN-, iniciativa todavía no materializada y sustentada en el criterio que el subcontinente sudamericano es una de las zonas del planeta más valiosas en términos de biodiversidad, a lo cual debe sacársele provecho.
«Después de medio milenio de saqueo de los recursos naturales del subcontinente americano por parte de las potencias coloniales y neocoloniales» dice en sus considerandos la «Declaración del Cuzco sobre la Comunidad Sudamericana de Naciones» aprobada el 9 de diciembre de 2004 por los presidentes de Brasil, Perú, Bolivia, Colombia, Chile, Guyana, Surinam, Venezuela, Argentina, Uruguay, Ecuador y Paraguay, «las jóvenes repúblicas de la región (que no superan los 200 años de vida independiente) tienen la oportunidad de consolidar un bloque geopolítico que podría ser la gran potencia económica y ecológica del nuevo siglo».
Sin dudas la integración del área latinoamericana, desde el río Bravo por el norte hasta la Patagonia por el sur, crearía una región con un potencial económico, político y cultural sin igual. Con más de 500 millones de habitantes, la reserva de agua dulce más grande del mundo, la mayor reserva de gas y petróleo del globo para un siglo de aprovechamiento, con las mayores reservas de biodiversidad (animal y vegetal), la red fluvial más extensa y caudalosa del mundo y una situación privilegiada para la producción de alimentos, sus potencialidades se muestran enormes.
Entre otros puntos positivos en la propuesta integracionista es importante destacar también la homogeneidad cultural, idiomática, religiosa e histórica de la región. La casi totalidad absoluta de sus habitantes se entiende básicamente en dos lenguas mutuamente inteligibles como son el español y el portugués y practica mayoritariamente la religión católica. No hay en su historia reciente heridas debido a guerras interestatales (como es el caso de Europa o de Africa), y similares problemáticas cotidianas son comunes a todos sus pueblos. Todos esos son puntos favorables a la integración, y de los latinoamericanos depende que los sepamos aprovechar.
Encuentro de los presidentes Kirchner (Argentina), Chávez (Venezuela) y Lula (Brasil)
Hoy día, en un mundo globalizado con desafíos cada vez más grandes en lo económico, en lo científico y en lo tecnológico, en una sociedad mundial regida cada vez más por la información y el conocimiento de vanguardia, y en el marco del aún dominante sistema capitalista, las posibilidades de crecimiento y desarrollo como país independiente parecen ya imposibles. Ante ello se torna imprescindible entonces el impulso de bloques de naciones. Estamos quizá ante el comienzo del fin de la idea de Estado-nación moderno, surgida en los albores del mundo post renacentista con un capitalismo naciente. Hoy la historia se juega en términos de bloques, de grandes bloques de poder económico-científico-político. Es por ello imperioso reconocernos en Latinoamérica como un gran bloque con historia común, y sin dudas también con un destino común.
Tangencialmente esto nos lleva a otro planteo, revisando las experiencias desarrolladas en el pasado siglo: ¿es posible el socialismo en un solo país? El debate está abierto, pero desde ya podríamos anticipar que esa posibilidad no se ve muy viable. Por tanto es imperioso plantear el tema de la integración en tanto naciones, y más aún: la integración a partir del nuevo socialismo que está surgiendo.
Que América Latina es un bloque no es ninguna novedad; nuestra historia se ha desarrollado más o menos bastante igual en todos los países desde que existe como unidad etno-histórica y lingüístico-cultural identificable, a partir de la llegada europea por estas tierras hace ya más de cinco siglos: toda la región fue materia prima a explotar para la capitalización de la naciente industria del Viejo Mundo, todas las civilizaciones tradicionales fueron igualmente sometidas por la brutalidad del «hombre blanco». Más o menos similares fueron las historias corridas por estos nuevos pueblos creados a partir de la llegada europea: todos fueron colonias, todos se conformaron con la mezcla de «blancos» e «indios» (y con la incorporación de «negros» esclavos traídos desde el Africa); en todos se amalgamaron estas distintas etnias dando un mosaico cultural bastante similar; todos se «independizaron» al mismo tiempo del yugo ibérico; todos cayeron igualmente bajo la dominación financiera británica; todos fueron luego reconquistados por el imperialismo estadounidense. Al mismo tiempo y más o menos de la misma manera todos sufrieron gobiernos dictatoriales impuestos desde Washington y se vieron envueltos en deudas externas ficticias creadas por los mismos poderes internacionales hacia las últimas décadas del pasado siglo. Todos llegaron a las «democracias» actuales siguiendo un guión casi similar dictado por los mismos ideólogos de Washington. En todos los países se tejieron similares inequidades: mayorías famélicas y eternamente reprimidas junto a aristocracias vendepatrias. En todos los países la virtual casa de gobierno ha sido (y sigue siendo) «la Embajada» -metáfora que da por sentado a qué país representa, sin necesidad siquiera de aclararlo-. La lista, por cierto, podría continuarse muy extensamente: son muchos, numerosísimos, los puntos que unen a la gran mayoría de estos 500 millones de personas.
Si es cierto que «la unión hace la fuerza», este es el momento de demostrarlo. Separados, fragmentados, desunidos, los pueblos de la región seguiremos siendo presa de las estrategias divisionistas del imperio; unidos podrán comenzar a cerrar las «venas abiertas de América Latina».
Hoy día por todo el continente no sólo soplan nuevos vientos de integración sino que comienza a soplar -de momento como tenue brisa- un nuevo aire socialista. Luego de años de «fin de la historia» y forzado neoliberalismo «más allá de las ideologías», renacen esperanzas adormecidas por años. Vuelve a hablarse de socialismo, de antiimperialismo, de Patria Grande.
Entendido en esa lógica puede decirse que «nuestro norte es el Sur». Y ahí están, para demostrarlo, los importantes pasos que comienzan a darse al respecto: la integración energética con Petrocaribe y Petrosur, la integración en la comunicación con el canal televisivo Telesur, la idea de un ALBA -Area de Libre Comercio para las Américas- como algo posible, un MERCOSUR que puede ir más allá de intercambios comerciales, la idea de una Universidad del Sur, de unas Fuerzas Armadas del Sur. Es decir: movimientos concretos que nos acercan y nos unen contra la estrategia hemisférica del imperio de recolonización.
De nosotros, de los latinoamericanos depende que esa tenue brisa pueda transformarse en huracán. El socialismo y la propuesta unionista no son excluyentes. Por lo contrario, hoy por hoy la integración continental es, seguramente, la más atrevida propuesta socialista.