En España, les molestamos.
Las redes se han convertido en una cloaca en la que la gente vuelca su frustración, escudada por el anonimato. Vale. Pero os aseguro que no toda la gente vomita igual, y que el reparto de la pota no es equitativo.
Para odiar a alguien que no te ha hecho nada, y esto lo hemos aprendido (o no) con la experiencia de conocer la historia de todos los regímenes totalitarios, lo primero es dejar de considerar a ese alguien una persona. Al menos, una persona como tú. Así puedes pensar que todo tu odio está justificado, porque perteneces a una especie superior, que tiene derecho a disfrutar de un mundo en el que pueda decir todo lo que le dé la gana, aunque ataque a la minorías oprimidas históricamente, legitime la violencia que es la mayor causa de muerte de mujeres entre 14 y 44 años, justifique las discriminaciones más atroces (como si no lo fueran todas) o fomente la desigualdad. Porque tú lo vales, porque eres de esa especie elegida que tiene derecho a tener privilegios y a odiar libremente y hasta la muerte -la suya, claro- a quienes pretendan explicar que sólo tenemos derecho a tener derechos. Y que nadie va a tenerlos todos, hasta que los tengamos todas. Así se empieza.
Yo creo que eso es lo que pasa. Que cuando a mí, o a las compañeras de Pikara Magazine, o a Desirée Bela, o a Alicia Murillo o a Cristina Fallarás, o a todas esas feministas con visibilidad en las redes, nos amenazan con matarnos, con violarnos, con no tocarnos ni con un palo (como si la vida fuera un MYHYV eterno), nos desean violaciones múltiples, abortos retroactivos, la única compañía de nuestros gatos, ablaciones, torturas, nos llaman gordas, feas, putas, malfolladas, bolleras, terroristas, nazis, fascistas, victimistas o nos acusan de cobrar por cada mujer asesinada… en realidad, no creen que están hablando con personas.
Pero no creo que tenga nada que ver con la distancia que pone un avatar o un nombre más o menos falso. Porque, entonces, les insultarían igual a ellos. Y no lo hacen. Los hombres con visibilidad pública, independientemente de las ideas que expresen, no reciben, ni de lejos, la misma cantidad de insultos que recibimos las mujeres que expresamos ideas feministas. Pero, sobre todo, no reciben el mismo tipo de insultos.
Por si queda alguna duda de que el odio que nos tienen está directamente relacionado con el miedo (la definición no es mía, es de Galeano, pero se la compro: «el machismo es el miedo de los hombres a las mujeres sin miedo») solo hace falta analizar los insultos que nos dirigen. Todos, sin excepción, se refieren o a nuestros cuerpo y nuestro aspecto, y en qué medida responden a los mandatos del gusto hegemónico; o a nuestra sexualidad, y en qué medida son funcionales a la heteronorma; o a nuestra simpatía y carácter, y en qué medida son complacientes con sus deseos. Es decir, lo que importa es si estamos buenas y si somos buenas. Y si buscamos su aprobación en el espejo, en la cama, en casa y donde haga falta.
Todos (los insultos), sin excepción, se refieren o a nuestros cuerpo y nuestro aspecto o a nuestra sexualidad
Por eso les molestamos. Porque somos mujeres que les desobedecen. Y tienen miedo de que cunda el ejemplo. Porque hemos desobedecido el primer mandato, el de permanecer en lo privado y tener miedo a decir lo que pensamos. Porque nos ponemos delante de un móvil, de un ordenador, de una cámara, o de lo primero que pillamos y decimos que estamos hartas, que ya basta y que la única solución es organizarnos. Porque ponemos la cara, el cuerpo, el morro y el miedo para decir cosas que muchas llevamos años escuchando, pensando, diciendo, gritando. Porque no esperamos a saberlo todo para contar algo. Porque no tenemos guionistas detrás, sólo las compañeras que saben que lo único más difícil que callarse es alzar la voz. Porque no buscamos otra cosa que ser tantas, que desaparezcamos. Se empeñan en buscar motivos para odiarnos, pero sólo tienen uno: que están asustados.
Bueno, en realidad tienen otro. Que no pasa nada. Que pueden insultarnos, amenazarnos, acosarnos, y quedarse tan anchos. En un país donde hay personas presas por tuitear o por cantar, donde se juzga a gente por insultar a señores con barba que viven en el cielo y a sus madres que engendraron sin esperma, mandarnos fotos de mujeres descuartizadas, amenazas con fotos de armas, prometer matar a nuestras hijas, acusarnos de terroristas, hablar de nuestros cuerpos y de nuestras vidas como si no fuéramos gente, eso, no significa nada. Porque las sociedades tienen las violencias que toleran. Y en la nuestra, está prohibido y mal visto matarnos, violarnos y pegarnos muy fuerte, a las mujeres, como a los animales. Pero todas las demás formas de violencia que se ejercen cada día contra nosotras, incluida la violencia de acosarnos en las redes, esa, la toleramos tranquilamente. Y la reímos, y hasta la aplaudimos y, desde luego, no la legislamos.
Y no estoy hablando de cuatro insultos aislados. Porque no son cuatro. Son muchos, muchísimos. Tantos que te dan ganas, a veces, de irte de las redes y volver a los tiempos en los que las discusiones se tenían a la cara. Desde luego, no están locos. Algunos son muy tontos, porque utilizan argumentos que le parecerían poco elaborados a un bot, pero saben perfectamente lo que están haciendo, y cuentan con la impunidad de una sociedad que se ha acostumbrado a que se nos insulten a las mujeres. ¡Pero si somos una sociedad que se ha acostumbrado a que nos maten a las mujeres!. Y no están aislados, ni mucho menos. De hecho, están arropados por foros, por clubes, por organizaciones, por empresas millonarias, que facturan miles de euros cada día en publicidad y que les permiten -como mínimo- escupir libremente sus discursos de odio. En muchos casos, lo alientan, lo apoyan y lo financian. Tienen altavoces, pasta y abogados que los defienden.
He aprendido a fingir que no me afecta que haya gente que prefiere intentar humillarme a intentar entenderme
Yo no puedo esperar a que vengan a por mí, porque ya lo han hecho. Me han convertido en una persona inmune a los insultos. He aprendido a fingir que no me afecta que haya gente que prefiere intentar humillarme a intentar entenderme. Me he tenido que marchar un tiempo de las redes, para poder soportarlo. Y conozco a compañeras que ya no pueden salir de paseo con sus hijas, que tienen miedo a salir a la calle, que no se atreven a dar charlas, por miedo a los ataques. Y podríais pensar, «qué locas, qué exageradas, qué histéricas cobardicas. Esos son cuatro tipos que, a la hora de la verdad, no van a hacerte nada». Pero han matado a Marielle Franco, se han burlado de la sentencia de Juana Rivas, han acosado a la víctima de La Manada. Y van a seguir así, tratando de asustarnos, de callarnos, de convencernos de que dejemos de desobedecer y volvamos a nuestros espacios pequeños y privados, donde hay señoros esperándonos, para que les demos la razón, el voto, les hagamos la cena o una felación.
Pero, qué va, no lo habéis entendido. Esto no va así. Nosotras sabemos que todas las asesinadas, a las que algunos medios llaman «muertas», que todas las agredidas, que todas las discriminadas, que todas las precarizadas, que todas estamos sometidas a diferentes formas de la misma violencia, una violencia que pretende mantenernos calladas, sumisas, inconscientes, quietas. Y si no, por lo menos asustadas.
Pero las que ponemos la cara, el cuerpo y el miedo, lo hacemos porque sabemos que todas acabaremos entendiendo el feminismo como esa herramienta para entender las opresiones desde una mirada crítica, y como esa arma para luchar hasta que todas seamos libres. Sin que haga falta que unas pocas sean valientes.
Fuente: https://www.vice.com/es/article/qv97mw/insultos-feministas-acoso-redes-espana