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Cronopiando

¿Por qué hay accidentes de tráfico?

Fuentes: Rebelión

Esa era la pregunta que se hacían ayer en el informativo de un canal de televisión. Una nueva ley de tráfico va a entrar en vigor y los especialistas convocados a dar con la respuesta confiaban en que, ante el rigor de las nuevas medidas, el número de muertos disminuya. No dudo que así sea, […]

Esa era la pregunta que se hacían ayer en el informativo de un canal de televisión. Una nueva ley de tráfico va a entrar en vigor y los especialistas convocados a dar con la respuesta confiaban en que, ante el rigor de las nuevas medidas, el número de muertos disminuya.

No dudo que así sea, pero esa confianza no respondía a la pregunta.

La razón de ser de tan retórica inquietud, sin embargo, no era que ese medio de comunicación ignorase la respuesta. Lo confirmé minutos más tarde, durante la primera pausa publicitaria.

Otra vez Nissan, una empresa de automóviles que, por cierto, ya es reincidente en

la producción de aberrantes anuncios que, en el mejor de los casos, rayan en el delito, volvía a las andadas.

Y lo hacía, como todas las demás empresas de automóviles empeñadas en ver cuál es la que alcanza mayores cotas de perversidad publicitaria, con la complicidad de los medios de comunicación que nada tienen que objetar al respecto siempre que les reporte los beneficios de los que viven.

El anuncio de Nissan presentaba a unos cuantos vehículos de su último modelo, como si fueran monopatines, ejecutando insólitas acrobacias en una ciudad en la que no existían los seres humanos. «Nissan hace de la ciudad tu campo de juego». Ese es el eslogan en el que esa firma vuelve a relacionar en su publicidad dos conceptos antagónicos cuya asociación debiera estar prohibida: juego y automóvil.

Ya antes, Nissan había promocionado su anterior modelo con un eslogan semejante: «Diseñado para jugar con la ciudad».

Tampoco es la única compañía. BMW, proponía «sal a jugar».

Vincular, desde la publicidad, la conducción con el juego puede resultar más letal que asociarla al consumo de alcohol.

Son las «ideas Peugeot» declaraba esa firma antes de garantizarte la fiesta de la velocidad: «Nos vamos a divertir».

En realidad no hay accidentes de tráfico si por accidente entendemos ese suceso «casual, eventual e involuntario» al que nos remite el diccionario.

Lo que hay son crímenes perfectos perpetrados en delictiva connivencia por Estados e industrias, con la complicidad de las agencias de publicidad y los medios de comunicación.

Los fabricantes de automóviles producen modelos cada vez más caros, más rápidos y menos seguros. Sólo se deben a las ganancias y las ganancias las reportan las ventas.

En contra de toda lógica y derecho, se fabrican automóviles capaces de alcanzar velocidades prohibidas, incluso, en autopistas.

Para aumentar los beneficios se reducen los costos de producción sacrificando la investigación y la seguridad. Sólo el capítulo de la publicidad ve crecer sus recursos. Una publicidad que crea y fomenta hábitos, que perfila maneras y gustos, y que en su apología de la velocidad y el juego es tan responsable como la industria del automóvil o los Estados de las muertes que deja el negocio del transporte.

Ni siquiera se salvan los niños a los que la misma publicidad invita a jugar con coches. «Hot Wheels…¡Velocidad a tope!». Cuando años después el niño crezca y el coche también aumente su tamaño, el eslogan seguirá siendo el mismo.

«Nissan, hace de la ciudad tu campo de juego» porque la conducción, obviamente, es un recreo, un jocoso esparcimiento al que se convoca, sobre todo, a los más jóvenes. Toyota «redefinía el placer de conducir» y lo atestiguaba un conductor que reía, mientras Mazda representaba «la puerta para escapar de la rutina». «¡Escápate!» gritaba su último modelo.

Hay que jugar, hay que divertirse, porque hasta «la naturaleza puede ser aburrida» como se lamentaba SEAT ante la imagen de una patética tortuga en medio del silencio.

Los jóvenes, precisamente, son los que con más frecuencia ocupan los trágicos titulares los fines de semana. El juego que se les proponía se interrumpió en una curva, el placer se quedó dormido, la escapada se estrelló contra otro juego.

Nadie ha podido confirmar que los llamados muertos de la carretera, que no del automóvil ni de su publicidad, tengan para su consuelo la gloria de la risa. Nadie ha visto a un muerto celebrar su vida, ni ganan indulgencias las alegrías por más que sean funestas, pero para ciertas empresas y publicitarias, un automóvil no es un medio de transporte, no es un vehículo en el que trasladarse, es, sobre todo, la ocasión de divertirse, de explayar la euforia cantando mientras se conduce, de espantar la tristeza de las sosas tortugas.

Jugar y conducir… Jugar, por ejemplo, a mantener el equilibrio de una botella sobre el capó de un coche, en lo que Fernando Alonso también demostraba ser un campeón.

Pero… ¿un vehículo es un juguete? ¿Son las carreteras o las calles salas de juego? ¿Qué hay que hacer para ganar el juego? Tal vez lo que promovía otro anuncio de coches meses atrás en las páginas de algunos periódicos digitales: girar sobre dos ruedas en una rotonda virtual.

Los muertos nunca son virtuales. Muy al contrario, suelen ser jóvenes que gracias a esos medios de comunicación, a esos publicistas, a esa industria, mientras el Estado mira para otro lado o subvenciona la compra de vehículos, salieron a «jugar» y perdieron la vida.

¿Qué más puede hacerse al mando de un volante o de un pedal? Al fin y al cabo, la diversión es el signo de los tiempos y, aseguraba Citroen, dispone de un fiel aliado: «el imparable poder de la tecnología». Renault aún fue más lejos: «que nadie te diga lo que tienes que hacer». Hasta Aznar tomó nota del eslogan.

Todos los días, en el mundo, miles de personas pierden la vida en calles y carreteras. El poder de la tecnología no fue capaz de salvarlas, la diversión derivó en tragedia y la fiesta en funeral.

En lugar de potenciar el transporte público, como sería más lógico y recomendable desde cualquier punto de vista, los Estados respaldan la demencial quimera de poner en las manos de cada ciudadano su vehículo privado, so pretexto de garantizar puestos de trabajo en la industria del automóvil. Para que los Estados adopten medidas correctivas en relación a la conducción, al estado de las vías, a la colocación de vallas protectoras, de señales, o a los mismos requisitos que se exigen para permitir que alguien tome en sus manos un vehículo, antes que nada necesitan que un elevado número de muertos lo soliciten, y no importa se multipliquen los mortales sufragios en demanda de que se corrijan trazados, se imponga el uso de los cinturones de seguridad en los autobuses o se adopte cualquier sensata medida, así insistan en reivindicarlo los cada vez más muertos, con frecuencia hay que esperar a que sigan ampliando sus guarismos para acabar oyéndolos.

La publicidad se encarga del resto. Y si algo me llama la atención en la publicidad de automóviles y de la que no escapa ninguna firma, es que al margen de la necesidad de resaltar la potencia, la velocidad, la elegancia, la capacidad, la comodidad y el precio del vehículo que se nos proponga, siempre nos lo van a mostrar solo, sin ningún otro vehículo alrededor, corriendo o volando por carreteras solitarias, así atraviese bosques, desiertos, montañas, costas, vías suspendidas en el aire (que la ficción todo lo puede y todo lo hace) o simples y urbanas calles.

Y me llama la atención porque conducir es una actividad que se desarrolla en compañía, que se realiza «con».

Se supone que el espacio natural de un vehículo es público, en la calle, en las carreteras, junto a los demás conductores, al lado de otros muchos vehículos, con el resto del parque de automóviles.

Y porque manejamos «con» es que existen las normas de conducción y sus avisos y señales regulando el tráfico. Porque manejamos «con» es que aparcamos junto a otro vehículo, nos detenemos en un paso de cebras, usamos intermitentes, tenemos límites de velocidad, trazados por los que desplazarnos…

La publicidad, sin embargo, nos muestra y, lo que es peor, nos induce, a que conduzcamos a solas, sin nadie por detrás o por delante, sin semáforos en los que detenernos, sin señales de tránsito, sin controles de velocidad, sin «ceda el paso» alguno, como si fuéramos los únicos, como si estuviéramos a solas.

Cuando compramos ese vehículo, casi espacial, que elegante serpentea entre acantilados conducido por un apuesto joven de gafas de sol negras y, por supuesto, muy bien acompañado, no estamos comprando sólo el vehículo, también compramos el éxito de su conductor, el marco incomparable por el que se desplaza y, además, la absoluta soledad en que viaja.

La realidad es otra pero no formaba parte de la propuesta publicitaria y descubrirla no siempre llega antes que el fatal accidente.

Y todo por no saber que un automóvil no prolonga tu pene más allá de tu engaño, no rejuvenece tus arrugas, no te disimula la papada, no te hace deseable; tampoco te da la mano, te arrima el hombro, te cede el paso, porque no es tu compañero; no te gana el respeto de tus hijos ni te garantiza el solidario abrazo de los tuyos, porque no es tu familia; no carga su combustible, no repara sus fallas, no paga en el peaje, porque no es independiente. Todo por no saber que un automóvil no te comprende, porque no te escucha ni te habla, porque no compartes con él la misma cama, porque nunca coincidís en una calle, y no es tu amigo ni es tu amante. Un automóvil no decide el destino, ni mete la primera, ni pone la segunda, ni elige adelantar por el desvío, ni se hace cargo de las vacaciones… o del hospital. Tampoco es Dios.

Un automóvil sólo es una máquina en la que vas y vienes, que te lleva y te trae, y llegar a entenderlo de este modo es la única posibilidad que tenemos de que algún día los accidentes sean precisamente eso, sólo eso.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.