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Por qué importa la libertad de conciencia

Fuentes: Rebelión

«El mundo necesita mentes y corazones abiertos, y éstos no pueden derivarse de rígidos sistemas, ya sean viejos o nuevos»

(Bertrand Russell: ¿Por qué no soy cristiano?)

El profesor entra en el aula abrumado por las noticias difundidas en las últimas semanas y días. Tiene que impartir una clase de filosofía a adolescentes de entre quince y dieciséis años. Se pregunta si son ellos conscientes del mundo en el que les ha tocado vivir. Sabe que él para ellos es como un marciano venido de un lejano mundo que le habla en una lengua cuyos sonidos pueden serles familiares, pero cuyo significado puede resultarles comprensible, en el mejor de los casos, solo en parte. Duda de si en el flujo de información relevante para ellos está la referente a las manifestaciones que en estos días acontecen en Irán a cuenta de la muerte de una chica detenida por la así llamada policía de la moral del régimen de los ayatolás por llevar mal puesto el prescriptivo hiyab; a la mayoría ni les sonará el nombre del escritor Salman Rushdie, marcado con la diana de la intolerancia del islamismo fanático a causa del libro que escribió hace décadas, Los Versos Satánicos; en las pantallas de sus smartphones no será lo corriente la aparición de noticias sobre las elecciones italianas con el éxito de la derecha filofascista; no sé hasta qué punto tendrán idea de los peligros que acecha en el propio corazón de Europa, ese paraíso en el que han nacido la mayoría y en el que importan los derechos humanos, también los de las minorías, donde sin embargo se reconoce ya la existencia de lo que ahora llaman las democracias iliberales, representadas por Polonia y Hungría, donde han dejado de ser la norma la tolerancia social, un sistema judicial independiente y el compromiso con la libertad de expresión; dudo de que sea una preocupación de importancia para ellos que en el portal de Occidente, en Turquía, una manifestación multitudinaria que ha pedido la prohibición de la visibilidad y de las actividades LGTB señala ya al enemigo interior que todo régimen autoritario necesita.

Bertrand Russel escribió un ensayo hace un siglo que tituló Las funciones de un maestro. Dejó escrito en él que el principal trabajo de quienes enseñamos consiste en velar por la civilización. Nos llamaba en ese texto «guardianes de la civilización». La civilización es lo opuesto a la barbarie y, según el filósofo inglés, su fundamento es el conocimiento. A través de él es cómo se hace posible la toma de conciencia. Cuando domina el oscurantismo es la conciencia de los individuos la que se apaga. Y entonces la barbarie tiene la ocasión para prosperar. A este respecto me viene al recuerdo la película La herencia del viento, protagonizada por dos grandes actores del cine clásico, Spencer Tracy y Fredric March. En este filme se reproduce el famoso «juicio del mono», celebrado en 1925 al efecto de juzgar al profesor de instituto norteamericano John Scopes por haber enseñado las ideas evolucionistas de Charles Darwin. En un momento dado el abogado defensor del docente trae a la corte a varios científicos e intelectuales con cuyos testimonios expertos quiere demostrar que lo expuesto por aquél en sus clases no atenta contra la verdad ni tampoco contra la formación humana de sus alumnos. La acusación protesta y el juez rehúsa dar la palabra a los peritos de la defensa. Así se anula el derecho a la libertad de conciencia.

Tal derecho está reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 18. La idea apareció ya en 1789 en la Francia de la revolución en el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. No fue casualidad que fuese en aquel momento, pues es el fruto lógico de la Ilustración, momento histórico de toma de conciencia de nuestra civilización de lo que debía ser la humanidad. Seguramente el filósofo que mejor supo expresar la necesidad de hacer de la libertad de conciencia un derecho para todos y que exhortó a abrazarla como un deber ético, como un compromiso de cada individuo con toda la humanidad, fue Immanuel Kant. Lo expresa de manera clarividente en un texto de 1784 representativo del espíritu del siglo de las luces titulado ¿Qué es la Ilustración? Y que reza así: «La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración». La libertad de conciencia exige valor y conocimiento.

En su libro de 1941, El miedo a la libertad, mediante la distinción entre libertad externa y libertad interna, Erich Fromm apuntó a las causas de esa relación problemática del ser humano con la libertad que la puede convertir en algo temible cuando conlleva desamparo y angustia. Podemos hacernos libres en esa ruptura que Kant propugna respecto de la tutela ajena, pero el resultado puede suponer quedar expuestos a la intemperie, y eso no es agradable. Por eso es menester hacer de la conciencia propia el refugio, el habitáculo íntimo bien provisto de todo lo necesario para afrontar nuestras relaciones con el mundo y con los demás. Tiene sentido la expresión referida a alguien de que tiene la cabeza bien amueblada, porque en efecto de eso se trata, de «amueblar» nuestra conciencia, teniendo la libertad necesaria para escoger el mobiliario intelectual mediante el cual conformar nuestra cosmovisión personal.

Este es el ideal moderno heredado de la Ilustración, componente esencial de nuestra civilización, antídoto contra la barbarie y pilar fundamental de la democracia liberal. Cuando la libertad de conciencia peligra, la democracia está en riesgo. Y hay síntomas de ello como ya se ha dicho, incluso en aquellas sociedades que se considera disfrutan de democracias plenas, como es el caso de la mencionada Italia, pero también de Francia y de nuestro país en Europa, y de los Estados Unidos de Norteamérica más allá.

En la película de 2008 del director Alejandro Amenábar, Ágora, tenemos una excelente exposición de los peligros que permanentemente acechan a la libertad de conciencia. El filme nos ofrece una semblanza del personaje histórico que fue la filósofa Hipatia de Alejandría. Por lo que sabemos de ella su vida fue ejemplar desde el punto de vista del lema de la Ilustración enunciado por Kant, máxime siendo mujer y considerando la época en que le tocó vivir. Cuando el filósofo alemán publica su ensayo en Europa soplan aires progresistas, mientras que cuando Hipatia enseñaba en la ciudad egipcia a caballo entre los siglo IV y V el cristianismo se halla en el proceso de convertirse en la religión oficial del decadente Imperio Romano, cerniéndose sobre todos sus dominios la densa niebla del oscurantismo medieval.

Una de mis secuencias preferidas de la película de Amenábar es la que narra el momento en que dos que fueron discípulos de la filósofa, Orestes el Prefecto y Sinesio el obispo de Cirene, se reúnen con la que fuera su maestra en plena coyuntura de crisis política causada por el creciente poder de la comunidad cristiana alejandrina. En un momento dado el obispo le pide que se bautice y que se haga cristiana como ellos para respaldar la autoridad de Orestes. A lo que ella se niega diciendo: «Sinesio, tú no cuestionas lo que crees, no puedes; yo debo». No concibo una mejor forma de expresar de manera sucinta el compromiso ético que se encuentra en la raíz de la libertad de conciencia. Es el cuestionamiento de las creencias ajenas y propias la condición de posibilidad de la libertad, que exige una toma de decisión propia para la que Kant advierte que hace falta valor. No es lo mismo reclamar ese valor en el contexto de un estado auténticamente democrático que en el de uno que incumpla las condiciones para serlo.

El caso de Hipatia, como el de Sócrates antes que ella, nos muestra el peligro que supone para la sociedad que se halle ausente de su etnosfera (el conjunto de ideas, convicciones, mitos y actitudes que prevalecen en un momento dado) el principio de la laicidad, que es un principio fundamental del ámbito de la razón pública que simboliza precisamente el ágora. A diferencia del templo, en donde la comunidad religiosa se reconoce en las creencias compartidas, el ágora es la plaza donde sólo vale la razón pública, piedra de toque de la comunidad política. Democracia y laicidad van de la mano, siendo la institucionalización de ésta última de vital importancia para la solidez de la primera en tanto en cuanto es un hecho históricamente inapelable que una pulsión del templo es invadir el ágora. Por otro lado, una actitud del ciudadano no religioso puede ser contemplar al creyente con displicencia, es decir, como un menor de edad intelectual en el sentido que cabe colegir del discurso kantiano sobre la ilustración. La ética de la laicidad exige mantenerse en guardia contra cierta tentación característica de la Modernidad de concebir la religión como una actitud irracional, sólo explicable por las miserias psíquicas o socioeconómicas del ser humano (léase a Feuerbach, Marx o Durkheim). Es también condición de posibilidad de la libertad de conciencia, por tanto, el reconocimiento de la autonomía moral de nuestros conciudadanos, de su derecho a creer incluso aquello que no puede ser convalidado por los que para los no creyentes son los estándares de racionalidad válidos. Ahora bien, cuidado con apelar a la libertad de conciencia a la hora de justificar el incumplimiento de las leyes aprobadas democráticamente. La objeción de conciencia tiene que ser algo excepcional, pues el campo de choque entre la conciencia del individuo y la ley general es muy reducido. Así lo explica el jurista José Mª Ruiz Soroa en su libro El esencialismo democrático: «el ciudadano religioso no podrá invocar su conciencia (su verdad) para desafiar la ley común sino cuando ésta le impone la realización de una conducta activa por su parte, lo que es infrecuente»; serían los casos del objetor que se niega a cumplir con el servicio militar o del médico que se niega a practicar la eutanasia.

Recapitulando tenemos que decir que la libertad de conciencia exige valor para alcanzar la mayoría de edad intelectual, capacidad (auto)crítica y reconocimiento de la autonomía moral de los individuos para que impere el respeto ante la pluralidad de creencias en la comunidad política. Al objeto de que todo ello se haga posible se requiere una institución que vele por el establecimiento y mantenimiento de las condiciones propicias; es necesario, pues, un Estado estructuralmente laico capaz de garantizar la existencia de ese ágora en la que los discursos y los procedimientos se encuentren libres de adherencias trascendentales y de los imperativos morales impuestos por cualquier opción religiosa. En él se cumple la máxima del filósofo inglés John Locke, uno de los fundadores ideológicos del Estado moderno: «que el poder no pueda hablar en nombre de Dios, que la dominación no se pueda fundar en la gracia». (A este respecto cuánto se echa de menos en nuestro país una laicidad bien asentada institucionalmente, para lo que se reclama hace tiempo una ley de libertad de conciencia que inaugure un nuevo tiempo que se deshaga de los lastres heredados del nacionalcatolicismo.)

No obstante, que vivamos en un Estado laico no quiere decir que lo sea la sociedad en la que vivimos. Debemos pensar que el Estado laico es condición de posibilidad de la libertad de conciencia, pero no asegura su existencia, la cual depende en gran medida de factores sociales que no se dejan someter al mero control institucional. La prueba de esto es la evolución de Turquía desde el proceso de laicización de inspiración europea puesto en marcha por Mustafá Kemal hace un siglo hasta la reislamización institucional de Recep Tayyip Erdogan, de la cual es símbolo señero la transformación del templo de Santa Sofía en mezquita hace dos años, el mismo edificio que el fundador de la república turca había convertido en museo en 1934.

Al margen de la religión, pero muy vinculado a ella por lo que tiene de facilitadora del sectarismo, hemos de estar en guardia en la actualidad contra la así denominada cultura de la cancelación. Elemento de nuestra vigente etnosfera relativamente reciente –de hace un par de décadas quizá– y originaria de los Estados Unidos de Norteamérica trae consigo el ostracismo y el boicot producto de la intolerancia hacia las opiniones de los otros, algo exacerbado por el uso de las redes sociales como Twitter (lo que en principio no da para pensar en términos positivos acerca de la relación entre redes sociales y libertad de conciencia). Ya hemos conocido casos de graves perjuicios profesionales y de humillaciones públicas padecidas por quienes han sido señalados como herejes de lo políticamente correcto. Hasta tal punto se percibe como amenazante este posmoderno movimiento sectario que 153 figuras de la cultura internacional de tendencia progresista (Noam Chomsky y Margaret Atwood entre ellos) consideraron necesario suscribir un manifiesto en contra de la susodicha cultura de la cancelación. Dicho manifiesto ha sido apoyado en España por una cantidad similar de intelectuales, entre los cuales cabe mencionar a Mario Vargas Llosa, Félix De Azúa, Adela Cortina y Fernando Savater. En su carta de apoyo expresaron su absoluto rechazo «al uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas», un uso que se aprovecha para «introducir la censura, la cancelación y el rechazo al pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente». Todo viene a formar parte de tendencias supuestamente progresistas caracterizadas, sin embargo, por una radical intolerancia hacia cualquier expresión libre, razonada y bien intencionada. Si atenta contra esa hipersensibilidad moral de lo políticamente correcto, que proviene de no se sabe qué corrientes profundas de la opinión pública, desde una especie de supremacismo ético se ejerce la censura al mejor estilo de la extrema derecha, contraviniendo así el espíritu ilustrado del que dimana todo proyecto político de justicia y progreso. Y con el efecto contraproducente de alimentar una polarización social y política que fortalece a los partidos de esa extrema derecha, como es ya bien visible en toda Europa.

En el contexto actual de las sociedades multiculturales en las que la identidad adquiere carácter de tótem tribal, inermes ante una cultura digital que penetra en todos los ámbitos de nuestras vidas, también en el de la privacidad, y sujetos a los imperativos económicos que determinan los modos de vida y las opciones de pensamiento la libertad de conciencia corre el peligro en las democracias liberales de acabar convirtiéndose en un viejo ideal depreciado. Supongo que es lo que quiere decir el caricaturista Andrés Rábago (el Roto) en una viñeta suya en la que aparece un señor trajeado espetando al lector con expresión severa la pregunta «¿es usted un ciudadano normal o todavía piensa?».

José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.