Trescientos cincuenta y nueve militares destinados en Canarias – de los cuales doscientos cincuenta y ocho han nacido en las islas – se integrarán, a partir del próximo mes de noviembre, en la autodenominada Fuerza Española de Apoyo a Afganistán (Aspfor XVIII). Durante el mes de octubre concluirán su preparación en el acuartelamiento de La […]
Esta noticia no ha generado reacciones de rechazo significativas ni en el Archipiélago ni en el resto del Estado español. A pesar del impacto provocado por las bajas de soldados destinados en Afganistán, el consenso institucional acerca del carácter de la misión que allí desempeña el ejército español se ha impuesto ampliamente. De hecho, pocos días después de que se produjera la muerte de dos soldados integrantes del cuerpo expedicionario español, el congreso aprobó con el apoyo de PSOE, PP, Ciu, PNV y Coalición Canaria el envío de 52 instructores militares. El único voto negativo fue el emitido por el portavoz de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares, quien – con una notoria ambigüedad y eludiendo entrar en el fondo de la cuestión – dijo que: «No es el momento de aumentar las tropas en Afganistán, de incrementar la ocupación, sino que es el momento del repliegue. Da la impresión de que nuestra presencia allí va a ser ‘sine die’, sin final». De acuerdo con el discurso oficial, las tropas españolas llevan a cabo una «misión de paz», al tiempo que contribuyen a defender a la población afgana de la lacra del terrorismo talibán. Según declaraciones de los mandos militares, «entre los objetivos de los soldados canarios estará apoyar al Gobierno afgano para extender su autoridad a todo el país, contribuir a la seguridad y colaborar en proyectos de desarrollo, como construcción de pozos, colegios o canalización de agua…». Entonces, ¿se trata realmente de una «misión humanitaria»? ¿Podemos estar orgullosos, tal y como proclama el presidente Zapatero y reafirman la mayoría de los medios de comunicación, de nuestra presencia en Afganistán? Para poder contestar cabalmente a estas cuestiones – sin que nuestro juicio sea suplantado por la propaganda – resulta imprescindible recordar las causas que provocaron la agresión de los EE.UU. contra Afganistán y la situación que sufre hoy este país.
La primera víctima de la «Guerra contra el Terrorismo»
En octubre de 2001, los EE.UU. bombardearon e invadieron Afganistán, con la excusa de buscar y detener a Ben Laden y atacar a Al Qaeda, en el primer episodio de lo que la Administración Bush denominó «Guerra Global contra el Terrorismo». Sin titubeos, el resto de las potencias occidentales y la prensa pro institucional aceptaron que la agresión norteamericana era una «respuesta» a los atentados del 11S. Lo cierto es, sin embargo, que el ataque había sido planeado meses atrás. Niaz Naik, ex secretario de asuntos exteriores paquistaní reconoció, en declaraciones públicas, que autoridades norteamericanas le informaron, en julio de 2001, de que el ataque tendría lugar a mediados de octubre y que su objetivo era instalar un nuevo gobierno en Afganistán (1).
La ocupación de este país no estuvo motivada, obviamente, por la intención norteamericana de exportar una «Libertad Duradera», y tampoco por la pretendida lucha contra el terrorismo abanderada por George W. Bush. Las verdaderas razones de la intervención fueron mucho más crematísticas, y similares a las que provocarían posteriormente la guerra contra Irak: los intereses económicos y geoestratégicos de los EE.UU. Y, concretamente, el interés por controlar las importantísimas reservas de petróleo y gas natural existentes en el Mar Caspio y otras regiones de Asia Central. Una zona del Planeta cuyo dominio consideran clave los estrategas del Imperio estadounidense.
Después de financiarlos y entrenarlos militarmente desde finales de los años 70, (2) en la década de los 90 Washington continuó apoyando a los talibanes, planeando que éstos le facilitaran a la empresa petrolera UNOCAL la construcción de un oleoducto que pasaría por Afganistán y Pakistán, llevando el petróleo hasta el golfo de Omán. Para discutir sobre la consecución de este proyecto una delegación Talibán viajó hasta Texas – cuyo gobernador era entonces George W. Bush – para reunirse con los directivos de UNOCAL en su central de Houston. El 12 de febrero de 1998 John J. Maresca, vicepresidente de UNOCAL, declaró ante un comité de la Cámara de Representantes de EE.UU. que:
«La región del Caspio contiene enormes reservas de hidrocarburos sin explotar, una gran parte situadas en la cuenca del propio Mar Caspio. Las reservas totales de petróleo de la región podrían llegar a alcanzar una cifra superior a los 60 mil millones de barriles de petróleo, aunque algunas estimaciones hablan de 200.000 millones…Una opción sería construir un oleoducto hacia el sur, desde Asia Central hasta el Océano Índico (…) La única opción posible es cruzar Afganistán…«.(3)
Sin embargo, finalmente no hubo acuerdo entre las partes, y el fundamentalismo de los talibanes, antaño denominados por el gobierno de EEUU «combatientes por la libertad», se convirtió en la excusa perfecta para justificar – tras el 11S – una operación destinada a conseguir mediante las armas lo que la diplomacia no había logrado obtener.
Lo que vino después -los bombardeos, las matanzas indiscriminadas y las torturas – no despertó el mismo rechazo que generaría, al menos en un principio, la agresión contra Irak. Siguiendo una vieja receta neocolonial la Administración Bush organizó un simulacro de elecciones – con el aval de la «comunidad internacional» – para convertir en presidente títere del país a Hamid Karzai, un antiguo asesor de la petrolera estadounidense UNOCAL que había colaborado con los talibanes en las infructuosas negociaciones para la construcción del ambicionado oleoducto. Y, como en otras tantas ocasiones, las potencias que controlan la ONU garantizaron el apoyo de esta organización al proyecto de conquista de los EE.UU., poniendo de manifiesto que legalidad y justicia rara vez se dan la mano en el actual orden internacional.
Pero, como es bien sabido, la situación en Afganistán está lejos de ser controlada. Las continuas violaciones de los derechos humanos y la humillación cotidiana de la ocupación han avivado la rebelión entre los afganos, dando lugar a una resistencia multiétnica y plural que los medios de comunicación occidentales reducen interesadamente al «terrorismo talibán«. La ayuda española
Con un país ocupado por fuerzas extranjeras, y con un presidente títere cuya función es la de garantizar el gobierno efectivo de los EE.UU. y la utilización estratégica de la geografía afgana por parte de esta potencia, debería resultar más que evidente la hipocresía de quienes se atreven a hablar de «la misión de paz» del ejército español. Más allá de las operaciones de imagen, las tropas españolas están en Afganistán para ofrecer cobertura a las de EE.UU. Para participar en el establecimiento de una «seguridad» que garantice la consecución de los planes pergeñados por los ideólogos del expansionismo norteamericano, y el sometimiento a éstos del pueblo afgano. Y, por si ello fuera poco, para permitir que el ejército de EE.UU. libere efectivos que luego puede destinar a su frente irakí. Así pues, los trescientos cincuenta y nueve militares que partirán próximamente desde Canarias formarán parte de un ejército de ocupación, y no de alguna suerte de ONG equipada con uniformes verdes. Y ni la buena intención que muchos de estos soldados puedan tener, ni el hecho de que lleguen a construir algunas infraestructuras para la población civil o a repartir víveres entre los más necesitados, basta para convertir en «humanitaria» a una misión con tales características.
Los que se llevan a Afganistán La implicación del ejecutivo de José Luís Rodríguez Zapatero en la guerra de Afganistán, tan condenable como aquella otra de la que mandó retirar las tropas españolas, no ha repercutido hasta el momento en sus aspiraciones electorales. Y no porque la presencia militar española en ese país esté avalada por el mandato de la ONU al que alude una y otra vez el presidente del Gobierno, y que se limita a legitimar, como en ocasiones anteriores, la barbarie de los poderosos; sino por la complicidad más o menos decidida de todas las fuerzas políticas del arco parlamentario y de la mayoría de los medios de comunicación. Gracias a este acuerdo tácito no ha habido una contestación importante a semejante aventura bélica, ni siquiera después de las bajas sufridas.
Mientras, en Canarias, como en el resto del Estado, jóvenes procedentes de las clases más populares y con escasas expectativas laborales, e inmigrantes deseosos de obtener la nacionalidad española, engrosan las filas de un ejército que se les ofrece como única posibilidad de integración social. Muchos de estos jóvenes serán destinados a Afganistán, donde un pueblo sojuzgado posee el derecho inalienable de resistirse a los ejércitos extranjeros que ocupan su país. Y, muy probablemente, algunos de ellos serán heridos, o morirán, sin adivinar siquiera los espurios intereses por los que se han sacrificado sus vidas.
Notas y referencias bibliográficas:
(1) Ver informes de la BBC. Rahul Bedi. India Joined US led plan against Afghanistan in March 2001.»India joins anti-Taliban coalition». American government told other governments about Afghan invasion in julio 2001.US ‘planned attack on Taleban’. The wider objective was to oust the Taleban. BBC’s George Arney. www.uruknet.info?p=33641
(2) Estados Unidos fomentó el fundamentalismo islámico financiando con millones de dólares a los talibanes y otros grupos análogos, para derrocar al régimen pro soviético instaurado en 1976. En sus memorias, el antiguo director de la CIA, Robert Gates, reconocía que la Agencia había intervenido directamente en el país promoviendo a grupos fundamentalistas para derrocar al gobierno afgano, antes de que las tropas soviéticas entraran en Afganistán el 24 de diciembre de 1979. Zbigniew Brezinski, asesor de los presidentes Carter y Reagan, y uno de los ideólogos neoconservadores estadounidenses, ampliaba esta información. En una entrevista concedida al Nouvel Observateur, Brezinski se jactaba de haber conseguido que «los rusos se metieran de lleno en la trampa afgana…». From the Shadows, Robert Gates, Simon and Schuster ed. La Intervención de la CIA en Afganistán. Entrevista con Zbigniew Brezinski, Le Nouvel Observateur, enero 15-21 Issue, 1998, pag. 76. (3) John J. Maresca, vicepresidente de UNOCAL, en comparecencia ante la Cámara de Representantes de EEUU, 12 de febrero de 1998.