Entre la octava y la novena décadas del siglo XX ocurrió el desplome del bloque europeo oriental de posguerra, incluido el desmembramiento de la potencia que lo construyó: la Unión Soviética. No me refiero a ese bloque con el término usual, campo socialista, porque de su ignominioso final se desprende que no fue tal. La […]
Entre la octava y la novena décadas del siglo XX ocurrió el desplome del bloque europeo oriental de posguerra, incluido el desmembramiento de la potencia que lo construyó: la Unión Soviética. No me refiero a ese bloque con el término usual, campo socialista, porque de su ignominioso final se desprende que no fue tal.
La desaparición de uno de los pilares de la «bipolaridad» y la proclamación de un «nuevo orden mundial» imperialista escondieron, por un tiempo, el agotamiento histórico de la formación económico social capitalista, hoy ostensible en su creciente necesidad de reproducirse mediante las guerras de despojo y la depredación planetaria, y también evidente en la crisis económica que afecta a los Estados Unidos, y en la crisis económica, social y política que azota a Europa Occidental.
El colapso del «socialismo real» colocó en segundo plano -también solo por un tiempo- el colapso simultáneo del otro paradigma del movimiento obrero y socialista europeo nacido en el xix, a saber, la socialdemocracia, que abjuró del «Estado de bienestar» de los años de guerra fría, y asumió en cuerpo y alma la doctrina neoliberal, último y definitivo paso de una larga trayectoria de abandono de sus principios fundacionales.
El cambio en la correlación mundial de fuerzas ocurrido en las postrimerías del siglo xx, sin dudas, ejerció una influencia determinante en las tendencias de los procesos políticos, económicos, sociales y culturales en desarrollo, pero, por una parte, esas tendencias distaban de ser tan unilateralmente favorables al imperialismo como se pretendía y, por la otra, en virtud de su propia lógica y de sus márgenes de independencia relativa, el desarrollo y resultado de cada uno de esos procesos contribuía, o bien a afianzar, o bien a modificar, o incluso a cambiar, una u otra de las conflictivas tendencias del llamado cambio de época.
Se anticipaba entonces un largo período de hegemonía ultrareaccionaria y de debilitamiento extremo de las fuerzas populares a escala universal, pero la interacción de tendencias, contratendencias y procesos ocurrida en las décadas de 1980 y 1990 -y también antes y después de ellas- explica porqué, apenas dos años y una semana después del 25 de diciembre de 1991, día de la disolución de la URSS, estalló en México la rebelión del EZLN, y porqué, apenas seis años, once meses y ocho días después de tan negativo suceso, se produjo la primera elección de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Sirvan esos dos acontecimientos como botón de muestra de que, en América Latina, el viejo topo de la historia había seguido trabajando con una intensidad no calculada, y no solo en México y Venezuela, sino en toda la región.
A despecho de la supuesta ruptura epistemológica con la historia anterior de la humanidad, en particular, con la historia de las luchas populares, atribuida a la «globalización» y la «Revolución Científico Técnica» -en virtud de la cual habrían desaparecido las «viejas» clases sociales, los «viejos» movimientos populares y las «viejas» fuerzas políticas de la izquierda, en especial, los «viejos» partidos revolucionarios y marxistas, y en su lugar, habrían aparecido «nuevos» sujetos, «nuevos» actores, «nuevos» movimientos, «nuevas» izquierdas, y «nuevos» gestores «progres», «oenegenianos» y posmodernos-, lo que se estaba produciendo era un complejo, pero fecundo, proceso de adaptación de los pueblos a las nuevas condiciones y características de las luchas reformadoras y transformadoras en la región.
De viejos troncos del movimiento popular y la izquierda revolucionaria vienen los constructores y las constructoras de las nuevas fuerzas sociales, social-políticas y políticas de la izquierda latinoamericana, tales como el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) y el Partido de los Trabajadores (PT), ambos de Brasil; el EZLN en Chiapas; el instrumento político boliviano que hoy conocemos con el nombre de Movimiento al Socialismo (MAS); y el Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), tres de los cuales ocupan en la actualidad el gobierno en sus respectivos países. También antiguos movimientos políticomilitares revolucionarios, como el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), son en la actualidad nuevos partidos políticos legales que, en Nicaragua y El Salvador ejercen el gobierno, y en Guatemala y otros países luchan desde la oposición.
De modo que entre los procesos concretos, regidos por las tendencias del cambio de época, pero que también influyen sobre ellas, se encuentran los procesos de diálogo y negociación que, a partir de la década de 1980, se han desarrollado entre Estados latinoamericanos y fuerzas insurgentes revolucionarias, procesos que todavía no han tenido resultados positivos en los diálogos entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), ni entre el Estado colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Precisamente, con motivo del funcionamiento de una Mesa de Diálogo entre representantes del Gobierno de la República de Colombia y de las FARC-EP, instalada en La Habana, Cuba, en octubre de 2012, invitamos a un grupo de actores y estudiosos de los procesos de diálogo y negociación que se han desarrollado en Centroamérica, Chiapas y Colombia, a realizar un ejercicio de análisis y reflexión que contribuya a responder las siguientes interrogantes:
¿Qué experiencias positivas y negativas resaltan en los procesos de diálogo y negociación realizados en Centroamérica, Chiapas y en la propia Colombia a partir del inicio de la década de 1980?
¿Cómo puede la reflexión sobre esas experiencias contribuir a crear el clima nacional e internacional que favorezca la solución pacífica del conflicto armado colombiano?
¿Cuáles de esas experiencias pueden ser de utilidad para los movimientos sociales, socialpolíticos y políticos de la izquierda colombiana, incluidos las FARCEP y el ELN, no solo en la etapa de diálogo y negociación, sino también en la nueva etapa de lucha social y política legal que se abrirá en Colombia si los procesos de diálogo y negociación con esas organizaciones tienen un desenlace positivo?
Los años sesenta y setenta del siglo xx son el momento ascendente una etapa de agudización de la crisis capitalista, y de auge de las luchas anticolonialistas y revolucionarias a escala universal, que se extiende hasta mediados de los ochenta. En ese punto, por una parte, el imperialismo norteamericano empieza a cosechar resultados (parciales y cortoplacistas, pero sin duda efectivos) de su opción por el uso la fuerza para restablecer sus carcomidas competitividad económica y dominación política, y por la otra, se desencadena la crisis terminal de la Unión Soviética y el resto de los países del «socialismo real». En el curso de esos treinta años transcurre un proceso, todavía inconcluso en el caso de Colombia, de acción y reacción entre tres elementos:
• la intensificación de la insurgencia revolucionaria en América Latina;
• el desarrollo de una estrategia de contrainsurgencia (fincada en una feroz represión, pero que también incorpora elementos de cooptación); y,
• los procesos de diálogo y negociación para la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos armados en los que, ni los movimientos guerrilleros lograron hacer la revolución, ni el imperialismo y las oligarquías criollas pudieron derrotarlos militarmente.
¿Cómo se llegó a esta situación?
Los antecedentes de la problemática abordada en esta antología datan de hace más de 500 años. Con la espada y con la cruz, por la «gracia» -y la codicia- de las «majestades» de reinos marginados del centro del mundo medieval, empezó la conquista y colonización de los territorios que hoy conocemos como América Latina. Lejos estaban el navegante Colón y sus mentores, los reyes católicos Isabel y Fernando, de imaginar la trascendencia del proceso histórico que su avaricia desataba -proceso que, de no ser ellos, más temprano que tarde otros hubiesen iniciado.
Mediante el aplastamiento socio-étnico-cultural, la dominación colonialista y el sometimiento de los aborígenes al trabajo esclavo y semiesclavo, Nuestra América fue incorporada a la naciente formación económico social capitalista como suministradora de oro y plata, riqueza que abonó la acumulación originaria del capital. Se fijaba así su ubicación subordinada y dependiente en la división internacional del trabajo, cuya forma muta acorde a las exigencias de cada estadio de desarrollo del sistema de producción capitalista, pero sin dejar de llevar, junto a Asia y África, la peor parte del efecto de la Ley del desarrollo económico y político desigual.
La independencia resolvió solo uno de los dos sistemas de contradicciones existentes en esos territorios, a saber, las derivadas de la dominación ejercida por las metrópolis sobre las colonias, pero apenas metamorfoseó -atenuando algunas, como lo hizo con la abolición de la esclavitud en Hispanoamérica- sin eliminar las contradicciones resultantes de la dominación política, económica y social, incluidas sus dimensiones étnica y cultural, ejercidas por las clases dominantes criollas sobre la población de las colonias, devenidas repúblicas oligárquicas.
Aborígenes cuyos pueblos y naciones fueron sometidos a una dominación y explotación colonialista que no cesó con la independencia de las repúblicas americanas; descendientes de esclavos africanos arrancados por la fuerza de sus tierras, cuyas formas de dominación, explotación y discriminación mutan, pero no cesan, con la abolición de la esclavitud; braceros de diversos países asiáticos engañados y traídos en condiciones de semiesclavitud que, junto a los aborígenes y los africanos, pasan a ocupar los estratos infrahumanos de la pirámide social latinoamericana; y, finalmente, la población europea excedente de la demanda de fuerza de trabajo del capitalismo decimonónico, que vino a América en busca de la «Tierra Prometida», y terminó siendo aquí parte de «los de abajo»: todos ellos forman, potencialmente, el sujeto social de la revolución latinoamericana.
En su reciente obra, América Latina y la tercera ola emancipadora, el politólogo y comunicador social boliviano Hugo Moldiz dice que «la primera gran ola se libró por los pueblos indígenas en su intento de expulsar al invasor del Abya Yala, el nombre originario de este continente que reunía y unía al mismo tiempo el águila del norte y el cóndor del sur»,1 «la segunda […] se dio entre 1790 y 1826, cuando un alto número de países del continente se constituyeron como repúblicas y formalmente alcanzaron su independencia política y no pocos retrocesos se experimentaron en el camino recorrido por la lucha de los pueblos en su sed de plena y amplia emancipación»2 y la «tercera ola emancipadora de Nuestra América, cuyo punto de partida se encuentra en el triunfo de la Revolución Cubana, [que] se explica a partir de lo que está sucediendo en otros países del continente (Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador entre los más importantes) y cuyo desarrollo […] puede representar una cadena de golpes simultáneos que debiliten los cimientos de las viejas estructuras del capitalismo latinoamericano y de lugar a una proceso hacia la emancipación plena».3
La formación de la izquierda latinoamericana -en genérico- o de las izquierdas latinoamericanas -como muchos prefieren decir para enfatizar la diversidad de las corrientes que la integran- data de las postrimerías del siglo xix y los albores del xx. Durante ese período se produjo un lento y traumático acople de las ideas y tradiciones libertarias de la primera y la segunda olas emancipadoras de las que habla Moldiz, con las ideas y tradiciones anarquistas y socialistas trasplantadas a América por inmigrantes europeos de la época, que buscaban en el Nuevo Mundo una puerta de escape a los efectos del capitalismo salvaje de todos los tiempos. Al analizar su papel en América Latina, Néstor Kohan afirma:
Fue precisamente a ellos a quienes más les costó empalmar esos ideales revolucionarios con las innegables tradiciones previas de lucha y rebelión populares […]. No habría habido, supuestamente, nada previo. Por lo tanto, según este relato que hicieron suyo […], había que «aplicar» -empleamos este término adrede porque hizo escuela- el pensamiento emancipador de origen europeo a la formación social argentina y latinoamericana en lugar de intentar asumirlo como propio desde estas realidades.4
En las primeras cinco décadas del siglo XX, en la historia de la izquierda latinoamericana se inscriben páginas como la Revolución Mexicana, la Columna Prestes en Brasil, la insurrección campesina de 1932 en El Salvador, la Revolución de 1933 en Cuba, la gesta de Augusto C. Sandino en Nicaragua, la Revolución Guatemalteca de 1944, las guerrillas comunistas surgidas en Colombia tras el asesinato de Gaitán, y la Revolución Boliviana de 1952. Sin embargo, teniendo en cuenta el efecto neutralizador que tuvieron los procesos nacional-desarrollistas, de corte populista, en países como México, Argentina y Brasil, y también el funcionamiento estable de la democracia burguesa en Chile y Uruguay, lo predominante era una izquierda tradicional apegada a la política de frentes amplios que la Internacional Comunista (fundada por Lenin en 1919 y disuelta por Stalin en 1943) proclamó a finales de la década de 1920 con el propósito de contener el avance del fascismo.
Si bien la política de frentes amplios les facilitó a los partidos comunistas, socialistas y socialdemócratas latinoamericanos ocupar algunos espacios institucionales cuando Gran Bretaña, la Unión Soviética y los Estados Unidos eran aliados en la Segunda Guerra Mundial, esos espacios se cerraron, en especial para los comunistas, pero no solo para ellos, con el inicio de la guerra fría. Como tendencia, los partidos comunistas siguieron aferrados a esa obsoleta estrategia, que los hacía víctimas de una brutal represión sin la menor posibilidad de influir en los destinos de sus respectivas naciones. Esta afirmación categórica habría que matizarla en los casos de los partidos comunistas de Chile, Uruguay y Colombia. En Chile y Uruguay, porque fueron los únicos países de la región donde la izquierda pudo funcionar con relativa seguridad, hasta los golpes de Estado que en 1973 suprimieron la democracia burguesa en ambos. Y, en Colombia, porque el Partido Comunista mantuvo sus autodefensas y proclamó en su momento la combinación de todas las formas de lucha.
De la represión macartista que veía a un «comunista» en cada luchadora y luchador popular de izquierda o progresista, de la decadencia en que se hundieron los proyectos nacionaldesarrollistas en la década de 1950 y del estancamiento en que estaba sumida la izquierda tradicional, se deriva la repercusión que el triunfo de la Revolución Cubana tuvo en América Latina, pues amplió el horizonte estratégico y táctico de las fuerzas populares, y recuperó la tradición de lucha armada revolucionaria, con una nueva concepción sobre la conquista del poder.
Pero, aunque la victoria del Ejercito Rebelde y la difusión internacional de las ideas de Fidel Castro y el Che Guevara estimularon el reverdecer de muy diversas formas de lucha social y política en América Latina, la vida demostró que la reedición de experiencias similares a la cubana no era tan sencilla, ni sus resultados tan seguros como muchos habían anticipado. Pasaron veinte años antes que el Movimiento de la Nueva Joya (NJM, por sus siglas en inglés) de Granada y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua llegaran al poder por la vía insurreccional, y ninguno de los dos pudo mantenerlo: en el caso de Granada, debido al asesinato del primer ministro Maurice Bishop, cometido por dirigentes de su propio partido, que sirvió de pretexto a una invasión militar estadounidense; y, en el de Nicaragua, mediante el esquema de guerra de baja intensidad, que combina la agresión y la negociación, analizado más adelante en esta antología.5
La etapa de luchas populares abierta por la Revolución Cubana se caracteriza por tres elementos interrelacionados. El auge de las formas violentas de lucha popular, que en unos casos tiene como meta la revolución socialista y en otros la reforma progresista del capitalismo, esto último donde fue emprendida por fuerzas socialdemócratas, socialcristianas u otras de inclinación democrático-burguesa, a las cuales la dictadura les impedía la realización de sus respectivos proyectos por la vía pacífica.
En las condiciones imperantes en las décadas de 1960 a 1980, era lógico que en la conciencia social predominara la asociación entre: los conceptos de revolución y socialismo como objetivo estratégico, y de lucha armada como táctica conducente a alcanzarlos; y, el concepto de reforma del capitalismo como objetivo estratégico y la lucha electoral como la táctica correspondiente. Aunque en la mayoría de los casos ambas asociaciones entre objetivos y tácticas eran acertadas, hubo excepciones, tanto de fuerzas no socialistas que se vieron compulsadas a empuñar las armas, como de fuerzas políticas revolucionarias que discreparon de ella.
Los otros elementos característicos de esta etapa son la represión desatada por el imperialismo norteamericano y sus aliados en el subcontinente, que emplearon la violencia descarnada contra todas las fuerzas antidictatoriales, sin hacer distinción entre las que se planteaban y las que no se planteaban la revolución socialista como objetivo, ni entre quienes desarrollaban y quienes no desarrollaban la lucha armada; y el enfrentamiento ideológico entre los movimientos político-militares, y los partidos de izquierda opuestos a ella, entremezclada con la polémica entre corrientes socialistas y no socialistas de la izquierda.
En cuanto a los procesos de lucha popular y progresista, es posible hacer tres agrupamientos: el flujo y reflujo de la lucha armada; el triunfo electoral de la Unidad Popular en Chile; y, los gobiernos militares progresistas. Si bien el aniquilamiento de la guerrilla del Che no significó la extinción de la lucha armada en América Latina, después de ese revés pasan a primer plano el triunfo electoral de la Unidad Popular y los procesos de reforma social liderados por militares, a saber, Juan Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Juan José Torres en Bolivia y Guillermo Rodríguez Lara en Ecuador.
En sectores de la izquierda se interpretó la victoria de la Unidad Popular como una validación de la lucha electoral en oposición a la lucha armada. No obstante, los golpes de Estado ocurridos en Uruguay y el propio Chile demostraron que, en las condiciones imperantes en ese momento, podría haber reveses en la lucha armada, pero que era imposible emprender un proceso de reforma progresista mediante la competencia electoral, ni siquiera en esos dos países, los únicos de América Latina donde la democracia burguesa había funcionado en forma estable. Tampoco tuvieron futuro los gobiernos militares de Perú, Bolivia, Panamá y Ecuador.
Para neutralizar y destruir, tanto a las fuerzas revolucionarias como a las fuerzas reformistas latinoamericanas, el imperialismo norteamericano ejecutó una política con dos fases escalonadas: primero, implantó Estados de «seguridad nacional» -en la modalidad de dictaduras militares en el Cono Sur, de Estados contrainsurgentes con fachada demócrata cristiana en Centroamérica y de «democracias represivas y autoritarias» en otros países como México, Colombia y Venezuela-, y luego, cuando las dictaduras militares y los Estados contrainsurgentes habían terminado de cumplir su función represiva, promovió el mal llamado proceso de democratización, consistente en la transición pactada entre los militares salientes del gobierno y las fuerzas políticas de derecha que lo asumirían. La combinación de esos dos elementos, a saber, represión y «democratización», abarca desde inicios de la década de 1960 hasta finales de la década de 1980.
El hecho de que la lucha armada revolucionaria latinoamericana no tuviera los promisorios resultados que de ella se esperaban obedece a una combinación de factores:
• El primero es la violencia contrarrevolucionaria y contrainsurgente desatada por el imperialismo norteamericano, en sus dos vertientes, la empleada contra Cuba, y la utilizada contra los movimientos revolucionarios del resto de la región. Entre ambos elementos se estableció una interrelación de signo negativo. La capacidad imperialista de elevar los costos materiales y humanos y, sobre todo, retrasar por tiempo indefinido la cosecha de los frutos del socialismo en Cuba, se convirtió en un elemento de disuasión para algunas de las corrientes de la izquierda que en un inicio se plantearon recrear su experiencia.
• El segundo fue la extrapolación de la estrategia y la táctica victoriosas en Cuba a naciones con condiciones y características económicas, políticas y sociales muy diferentes, incluidas las dimensiones étnica y cultural.
• El tercero fueron las debilidades, errores e insuficiencias de las fuerzas revolucionarias, entre ellas, las pugnas intestinas que impidieron su unidad, un principio elemental en las ideas de Fidel y el Che.
• El cuarto es el cambio en la correlación mundial de fuerzas que se produce en virtud de la crisis terminal del llamado socialismo real. Cuando, a contracorriente de los tres elementos antes señalados, parecía afianzarse una nueva etapa de flujo de la lucha revolucionaria en Centroamérica y Colombia, entró en escena este cuarto factor negativo, cuyo peso fue determinante, en particular, mediante las presiones que la dirección soviética ejerció sobre el Gobierno Revolucionario de Nicaragua para que concluyese, a cualquier costo, un acuerdo con la contrarrevolución armada. Esta presión, que incluyó la amenaza de interrumpir la ayuda económica y militar a la Revolución Nicaragüense, no solo hizo mella en esa nación, sino también creó una situación general que frenó el avance de las fuerzas revolucionarias en El Salvador, Guatemala y Colombia.
En estas condiciones es que los procesos de diálogo y negociación, que ya en la primera mitad de los años ochenta habían tenido sus primeras expresiones en Nicaragua, El Salvador y Colombia, pasan a ser una opción real para «la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos armados en los que, ni los movimientos revolucionarios lograron hacer la revolución, ni el imperialismo y las oligarquías criollas pudieron derrotarlos militarmente», tal como se define en la primera parte de estas palabras de presentación.
En esta antología se analiza y se reflexiona sobre:
• Los procesos centroamericanos de diálogo y negociación que condujeron a la firma de los Acuerdos de Esquipulas I y II, en 1986 y 1987, respectivamente, y que en Nicaragua derivaron en las conversaciones de Sapoá, entre el Gobierno Revolucionario y la contrarrevolución armada.
• El proceso de diálogo y negociación entre el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que condujo a la firma de los Acuerdos de Chapultepec en 1992.
• El proceso de diálogo y negociación entre el gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), que condujo a la firma de los Acuerdos de Nueva York en 1996.
• El proceso de diálogo y negociación entre el gobierno de México y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que condujo a la firma de los Acuerdos de San Andrés en 1996.
• Los procesos de diálogo y negociación entre el gobierno de Colombia y las organizaciones insurgentes Movimiento 19 de Abril (M19), Ejército Popular de Liberación (EPL), Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) y Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que desembocaron en la desmovilización de esas organizaciones, ocurrida entre 1990 y 1991.
• Los frustrados procesos de diálogo entre el gobierno de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
• Los frustrados procesos de diálogo entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), y la Mesa de Diálogo entre ambas partes que sesiona en La Habana, Cuba, desde octubre de 2012.
¿Por qué estudiar estos procesos?
Son procesos con similitudes y diferencias entre sí, pero todos de gran trascendencia. Baste mencionar algunos elementos.
Los Acuerdos de Esquipulas II pusieron fin al llamado conflicto centroamericano, que acaparó la atención del continente americano y también de buena parte del europeo, desde los últimos meses de la insurrección del pueblo de Nicaragua contra la dictadura de Anastasio Somoza, hasta que el candidato presidencial del Frente Sandinista de Liberación Nacional, Daniel Ortega, fue derrotado en las elecciones de febrero de 1990, organización que logra conservar importantes cuotas de poder y de apoyo popular, en virtud de las cuales el propio Ortega fue electo al gobierno en los comicios de 2006 y reelecto en los de 2011.
Junto al alineamiento de la administración Reagan con la de Margaret Thatcher en la guerra de las Malvinas, en 1982, y la política draconiana adoptada por el propio Reagan a raíz del estallido de la crisis de la deuda externa latinoamericana en ese mismo año, el conflicto centroamericano fue uno de los factores fundamentales que colocó en su punto más bajo la relación entre el gobierno de los Estados Unidos y la mayor parte de los gobiernos de América Latina, lo que, a su vez, repercutió en la total inoperancia del Sistema Interamericano. Prueba de esto último fue la aparición de dos grupos ad hoc, el Grupo de Contadora, en 1983, y el Grupo de Apoyo a Contadora, en 1985, para mediar en el conflicto centroamericano, una función que, obviamente, debía haberle correspondido a la decadente Organización de Estados Americanos (OEA).
Repárese en que los grupos de Contadora y Apoyo fueron la simiente del Grupo de Río y, a su vez, de este nació la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC, fundada en 2012), azaroso proceso que ha tenido vaivenes «a la derecha» y «a la izquierda»: primero «a la derecha» porque la administración Reagan logró imponer, en lo fundamental, sus términos a la solución del conflicto centroamericano -y los grupos de Contadora y Apoyo terminaron integrando una Comisión Internacional de Verificación y Seguimiento (CIVS) que le dio un tratamiento en extremo desfavorable a Nicaragua- y que, como Grupo de Río, a inicios de los noventa quedó bajo el control de los gobernantes neoliberales de la época, y luego se mueve «a la izquierda» cuando se consolida la tendencia a la elección de gobiernos progresistas y de izquierda.
Pero, en esencia, resaltemos que con los Acuerdos de Esquipulas: se sientan las bases para al cierre de la etapa de luchas abierta por el triunfo de la Revolución Cubana; se crea una nueva situación en la que las fuerzas de la revolución no triunfan, pero tampoco son militarmente derrotadas; se establecen las bases para la solución de los conflictos armados en El Salvador y Guatemala; y quizás también pueda argumentarse que, de alguna forma, influyen en los procesos de diálogo y negociación en Colombia, aunque esto último requeriría mayor estudio.
Los Acuerdos de Chapultepec sellan la transformación del Frente Farabundo Martí para Liberación Nacional, de movimiento insurgente en partido político. Ello ocurre en El Salvador, el país centroamericano con la más larga trayectoria ininterrumpida de dictaduras militares -incluso más larga que la de Nicaragua-y con el movimiento revolucionario que, después de los de Cuba, Granada y Nicaragua, más condiciones pareció tener para conquistar el poder político mediante la lucha armada. De este proceso se derivan importantes experiencias, positivas y negativas, sobre el diálogo y negociación en sí, sobre el contenido de los acuerdos de paz, sobre el proceso de implementación y sobre los desafíos a resolver en la construcción de un partido político de izquierda, que logró elegir a sus candidatos a la presidencia y la vicepresidencia de la república en los comicios de 2009.
Los Acuerdos de Nueva York avalan la transformación de la Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca en partido político, pero, en virtud de la correlación de fuerzas internas entre derecha e izquierda, y también de la problemática interna del propio movimiento revolucionario, esa metamorfosis ocurre en condiciones más desfavorables que en El Salvador, con fraccionamientos aún más costosos que en ese vecino país, y con menor capacidad de acumulación social y política, que también se traduce en resultados electorales mucho más modestos.
Los Acuerdos de San Andrés responden a una problemática y a un planteamiento estratégico de naturaleza diferente a los anteriores, por cuanto el Ejército Zapatista de Liberación Nacional no es una organización insurgente tradicional, que se propone la conquista para sí del poder político, sino un movimiento centrado en la problemática de los pueblos y naciones aborígenes, que mediante una campaña de propaganda armada concita la atención universal y plantea un proyecto de construcción colectiva de poder desde abajo. Por sus características y el sentido de oportunidad de la rebelión zapatista, ella marca el punto de inflexión entre el momento de supuesta omnipotencia de la reestructuración neoliberal y el auge de los movimientos socialpolíticos latinoamericanos, con amplia repercusión, no solo en América, sino también en Europa y otras regiones.
Los acuerdos establecidos entre el gobierno de Colombia y las organizaciones insurgentes Movimiento 19 de Abril, Ejército Popular de Liberación, Movimiento Armado Quintín Lame y Partido Revolucionario de los Trabajadores, son importantes como experiencias negativas porque sus desmovilizaciones fueron realizadas solo a cambio de espacios de inserción marginal en una institucionalidad que en, en esencia, no se transformaba, y en eso, precisamente, radica la diferencia entre esos procesos y los infructuosos diálogos que se han realizado entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de ColombiaEjército del Pueblo, y entre el gobierno de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional, organizaciones políticomilitares que buscan crear condiciones para continuar la lucha revolucionaria por medios pacíficos y legales.
¿Quiénes participan en esta antología?
La presente antología reúne las valiosas colaboraciones de los siguientes autores:
Daniel A. Martínez Cunill, chileno naturalizado mexicano, sociólogo, fue colaborador internacionalista en Nicaragua entre 1979 y 1990. Como asesor del Ministro del Interior de ese país, participó en las negociaciones con las etnias alzadas en armas que culminaron con la promulgación de la Ley de Autonomía de la Costa Atlántica; apoyó en las negociaciones con la contrarrevolución realizadas en virtud de los Acuerdos de Esquipulas; y sistematizó y compartió con dirigentes del FMLN y la URNG las experiencias acumuladas en las negociaciones realizadas por el gobierno nicaragüense. Años después, como secretario técnico del Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados de México, participó en misiones de apoyo a los diálogos de San Vicente del Caguán, Colombia, entre 1999-2002.
Miguel Sanz Varela, doctor en medicina, fue presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de El Salvador, secretario general de la Universidad de El Salvador y docente de la Facultad de Medicina de ese alto centro docente. Como miembro de la Comisión Política del Partido Comunista de El Salvador (PCS) y de la Comisión Político Diplomática (CPD) del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, participó en las negociaciones que condujeron a la firma de los Acuerdos de Chapultepec. Tras el establecimiento de la paz, ha sido diputado, es miembro de la dirección del FMLN y, en la actualidad, es director del Instituto Salvadoreño de Desarrollo Municipal (ISDEM).
Pablo Monsanto, fue comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), miembro de la Comandancia General de la URNG y, como tal, negociador y firmante de los Acuerdos de Nueva York. Fue primer secretario general del partido político URNG, ha sido diputado nacional y en la actualidad es secretario general del partido Alternativa Nueva Nación (ANN).
Gilberto López y Rivas, doctor en Antropología, profesorinvestigador universitario y articulista de La Jornada, participó como asesor en el diálogo de paz entre el gobierno de Nicaragua y los dirigentes miskitos en 1984-1985, fue asesor del EZLN en el diálogo con el gobierno de México. Como diputado federal, fue miembro de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) en el conflicto de Chiapas de 1997-2000. También fue miembro de la Comisión de Mediación (COMED) entre el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el gobierno de México entre 2008-2012, y en la actualiad es miembro de la Comisión Ética contra los crímenes de Estado, en Colombia.
Mario Aguilera Peña, doctor en Ciencias Históricas y en Ciencias Jurídicas, es coordinador del Posgrado de Pedagogía de los Derechos Humanos de la Universidad Tecnológica de Colombia, y profesor asociado de tiempo completo del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.
Comandante Nicolás Rodríguez Bautista, es Primer Responsable del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia.
Marco León Calarcá, miembro del Comité Temático del Diálogo de San Vicente del Caguán y de la Delegación de Paz de las FARCEP a la Mesa de Diálogo de La Habana.
Carlos A. Lozano Guillén, periodista y abogado, es director del Semanario VOZ, dirigente del Partido Comunista Colombiano, uno de los voceros de Marcha Patriótica e integrante de Colombianos y Colombianos por la Paz. Ha sido facilitador en distintos procesos de paz con las FARC-EP e hizo parte de la Comisión de Notables en los diálogos del Caguán. Varios gobiernos acudieron a sus buenos oficios en la búsqueda de acercamientos a los insurgentes guerrilleros.
La coordinación de esta antología estuvo a cargo de Roberto Regalado Álvarez, politólogo, doctor en Filosofía, profesor-investigador de la Universidad de La Habana, y coordinador de la colección Contexto Latinoamericano de la editorial Ocean Sur. Trabajó en la sección Estados Unidos del Departamento de América del Partido Comunista de Cuba (PCC) desde 1971, fue diplomático en la Sección de Intereses de Cuba en los Estados Unidos entre 1979 y 1984 -a cargo del seguimiento de la política de ese país hacia América Latina-, consejero político de la Embajada de Cuba en Nicaragua entre 1984 y 1988 -a cargo del seguimiento de la guerra y las negociaciones-, y jefe de la Sección de Análisis del Área de América del Departamento de Relaciones Internacionales del PCC entre 1988 y 2010.
Un epílogo adelantado
Sería contraproducente que el coordinador de esta antología pretendiera reducir y esquematizar su contenido con unas «conclusiones» o «consideraciones» redactadas por él. Son muchos y muy diversos los aportes realizados por los autores de los artículos contenidos en ella, y lo son también las perspectivas desde las cuales cada lector y lectora reflexionará sobre esos aportes y derivará sus propias lecciones.
Por demás, es evidente que cada diálogo y negociación se rige de acuerdo a las circunstancias en que se desarrolla. A ello se debe, por ejemplo, que para el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en 1990 y 1991, el cese al fuego haya sido inaceptable, mientras que, en la actualidad, para las Fuerzas Armadas Revolucionarias de ColombiaEjército del Pueblo, constituye un reclamo esencial. Como afirma en su trabajo Miguel Sanz: «En definitiva, el cómo se maneja lo del alto al fuego está determinado por la realidad concreta de cada proceso».
Las negociaciones mal entendidas llevan a malos resultados. Creer que de una negociación se saldrá con todos los triunfos en la mano es un error. Pero más grave es salir de una negociación con la idea de que se obtuvieron éxitos cuando en realidad se trata de derrotas disfrazadas.
La derrota disfrazada a la que alude Martínez Cunill se hizo evidente cuando, en febrero de 1990, el FSLN perdió unas elecciones generales que había convocado con la errada certeza de que: 1) triunfaría; 2) se relegitimaría ante los ojos del mundo; y, 3) dejaría a sus enemigos sin pretextos para continuar la agresión en su contra. El desenlace de ese proceso de diálogo y negociación fue uno de los que, como señalamos antes, contribuyó a moldear las tendencias generales del «cambio de época».
Notas
1. Hugo Moldiz: América Latina y la tercera ola emancipadora, Ocean Sur, México D.F., 2013, p. 43.
2. Ibídem: p. 50.
3. Ibídem: p. 25.
4. Néstor Kohan: De Ingenieros al Che. Ensayos sobre el marxismo argentino y latinoamericano, Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, 2008, pp. 4243.
5. Para mayor información sobre las opiniones del autor sobre las razones por las cuales la insurgencia latinoamericana de las décadas de 1960 a 1980 no tuvo los resultados originalmente esperados, y también sobre el cierre de la etapa de luchas abierta por el triunfo de la Revolución Cubana y las características de la etapa actual, véase a Roberto Regalado: La izquierda latinoamericana en el gobierno: ¿alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México D.F., 2012. Véase también a Roberto Regalado (coordinador): La izquierda latinoamericana a 20 años del derrumbe de la Unión Soviética, Ocean Sur, México D.F., 2012.
Conozca más información sobre este libro en: http://www.oceansur.com/catalogo/titulos/insurgencias-dialogos-y-negociaciones/