El envío del proyecto de ley de Educación Superior al Parlamento ha terminado por sepultar las ilusiones de quienes se forjaron injustificadas expectativas en los supuestos afanes reformistas del actual gobierno. Ha terminado de quedar meridianamente claro que la llamada «Nueva Mayoría» jamás ha estado animada de un real interés por reformar el sistema educativo […]
El envío del proyecto de ley de Educación Superior al Parlamento ha terminado por sepultar las ilusiones de quienes se forjaron injustificadas expectativas en los supuestos afanes reformistas del actual gobierno. Ha terminado de quedar meridianamente claro que la llamada «Nueva Mayoría» jamás ha estado animada de un real interés por reformar el sistema educativo y que solo ha aspirado, mediante algunos ajustes menores al modelo educativo impuesto por la dictadura, a aminorar el descontento para restar con ello vitalidad a la lucha de los estudiantes.
Como cualquier persona medianamente informada sabe, la dictadura, apoyada en un intenso despliegue de métodos terroristas y en exclusivo provecho del gran capital, arrasó con los derechos sociales antes conquistados por los trabajadores en los ámbitos laboral, previsional, educacional y de la salud pública, reduciendo los salarios, precarizando el empleo, imponiendo un sistema previsional de capitalización individual administrado a su antojo por el gran capital, privatizando de manera creciente el sistema escolar y universitario y también el sistema de salud.
Desde luego, nada de esto fue hecho por casualidad o por razones de eficacia o eficiencia social, como falazmente argumentaron los apologistas del modelo neoliberal, sino para beneficiar a los sectores más ricos y poderosos de la población, alivianando sustantivamente la carga de impuestos con la que debían contribuir a financiar estos servicios en su calidad de bienes públicos. Además, al dejar de considerar un deber del Estado la provisión de estos servicios, se crearon nuevos nichos de negocios que, orientados a maximizar sus utilidades, solo pueden hacerlo a expensas de la calidad de las prestaciones que brindan.
En efecto, al tener el afán de lucro como objetivo supremo, en la provisión de estos servicios se generan numerosos incentivos perversos que minan la calidad y confiabilidad social de los mismos. Surgen así, por iniciativa y con la activa protección del Estado, nuevos mercados, centrados en actividades altamente seguras y rentables para los inversionistas, basados en la existencia de públicos segregados que pueden permanecer cautivos por largos periodos de tiempo, permitiéndoles a las empresas proyectar sus negocios con una tranquilidad inexistente en los mercados de carácter más tradicional.
Tomemos el ejemplo de una universidad. En este sistema mercantilizado, su fuente de ingresos son los aranceles que cobra a sus estudiantes, debiendo esforzarse por captar y luego retener al mayor número posible de «clientes», aun cuando para ello deba minimizar permanentemente los niveles de rendimiento académico exigidos. Además, para ampliar sus márgenes de utilidad, debe contar con una planta académica lo más reducida posible, cubriendo la mayor parte de sus cursos con profesores laboralmente precarizados, contratados a honorarios y por montos más bien modestos. ¡Para qué hablar de la posibilidad de fomentar el desarrollo de nuevos conocimientos de real interés social!
Este ha sido y continúa siendo el tema clave, que explica la tenaz resistencia de los ricos a que el sistema sea realmente reformado para que el Estado vuelva a asumir su deber de garantizar la provisión de educación y salud como derechos sociales de la población. Es evidente que la creciente disminución de la intervención del Estado en estos ámbitos y el continuo aumento de la privatización y mercantilización de los servicios correspondientes ha reducido la magnitud de los fondos requeridos para financiar el gasto público, pero ello se ha hecho a expensas de un enorme perjuicio social que en definitiva se traduce en un fuerte incremento de la desigualdad.
Lo cierto es que hoy tenemos en Chile un sistema educativo que, en comparación con el de otros países, absorbe demasiados recursos, con un aporte mínimo del Estado, y que arroja pobrísimos resultados en el plano estrictamente formativo, encontrándose además fuertemente segregado. En suma, un desastre por dónde se le mire, que sólo invoca a su favor el aumento de la cobertura, pero que si se la compara con la de otros países de la región se puede constatar de inmediato que corresponde a una tendencia universal y con logros mucho mayores en países que cuentan con sistemas educativos fuertemente basados en el gasto público, como por ejemplo en Argentina, Venezuela o Cuba.
Si a ello le agregamos los altísimos niveles de endeudamiento que pesan sobre numerosas familias de ingresos bajos y medios, el obsceno e injustificado traspaso de fondos públicos a la banca privada a través del Crédito con Aval del Estado (CAE), la falta de control con que operan impunemente grandes empresas transnacionales del negocio educativo, la precarización de los empleos que afecta a la mayor parte de los académicos y funcionarios de las universidades, tanto públicas como privadas, y la falta de participación democrática real de las comunidades universitarias en el gobierno de las instituciones de educación superior, se comprende la intensa indignación que todo ello suscita entre los estudiantes y sus familias.
Frente a ello la casta, a todas luces venal, que domina el escenario político ha levantado una serie de falacias para intentar deslegitimar la lucha de los estudiantes. Lo más escuchado en estos días de boca de numerosos «expertos», incluido el actual Ministro de Hacienda, y repetido acríticamente por conductores de los medios de comunicación, es que no se puede financiar la gratuidad universal de la educación a todos sus niveles, incluido el universitario, porque sencillamente los recursos del país no alcanzan. Pero el hecho es que países con mucho menos recursos que Chile, como Cuba por ejemplo, lo han hecho y con excelentes resultados educativos.
Como ya dijimos, lo que ocurre es que en Chile tenemos un presupuesto público que tras el golpe se vio drásticamente reducido para permitir que los grupos más poderosos pudiesen apropiarse tranquilamente de una proporción exorbitante de la riqueza generada en el país sin tener que contribuir de manera efectiva a financiar los requerimientos de la sociedad. Más aún, el peso de los impuestos se dejó caer preferentemente sobre los hombros de los sectores de ingresos bajos y medios, liberando o alivianando por distintas vías la carga de los de mayores ingresos. Basta observar la magnitud de los privilegios tributarios de que actualmente goza la gran minería.
Es por ello que hoy tenemos en Chile un sistema tributario profundamente regresivo, es decir, un sistema de impuestos que, en relación a sus ingresos, grava proporcionalmente más a los sectores más pobres o medios que a los sectores más ricos de la población. Junto a los bajos salarios, eso es lo que explica la gran desigualdad social actualmente existente en el país. Y ello sin considerar la causa última y decisiva, que es la extrema desigualdad en la distribución de la riqueza, creada y recreada permanentemente por una economía basada en la apropiación privada de los medios de producción y empujada y guiada en su funcionamiento por el afán de lucro, es decir, una economía capitalista.
Evidentemente no sería decente que se intentara aumentar la ya pesada carga de impuestos que pesa sobre los más pobres. Por el contrario, esa carga debiese aligerarse, liberando de impuestos a los artículos de primera necesidad. Y en esto se apoya el discurso hipócrita de quienes sostienen que la gratuidad universal no solo no sería posible sino tampoco deseable porque sería socialmente regresiva ya que obligaría a que los más pobres pagasen la educación de los más ricos. Y claro, es evidente que no corresponde, ya que ello sería profundamente inmoral, que los más pobres pagasen la educación de los más ricos. Y por eso la solución no consiste en que la carga tributaria sea aumentada por la vía de elevar la tasa del IVA o ampliar la base del Impuesto a la Renta, medidas que evidentemente tornarían aun más regresivo el sistema tributario.
Pero lo que todos estos «expertos» deliberadamente callan es que esa no es la única forma de hacerlo. La carga tributaria no solo se puede sino que, por elementales criterios de justicia, se debería aumentar significativamente, elevando la hoy muy ligera carga tributaria que grava los ingresos de los sectores más ricos. Es decir generando una manera efectivamente solidaria de aumentar y financiar el presupuesto público. Ello no solo permitiría proveer los recursos necesarios para que el Estado financie una oferta pública universal de educación de calidad sino también cubrir otras necesidades urgentes como la de proveer una oferta pública universal de salud tan imperativamente necesaria hoy en el país.
Y ello, al revés de lo que dice el discurso hipócrita de la clase dominante, permitiría que los ricos no solo se limiten, como hoy lo hacen, a financiar de manera temporal la educación de sus propios hijos, sino que contribuyesen a financiar también, de manera sustantiva y permanente, la educación de los hijos de las numerosas familias que no tienen los medios necesarios para ello. Y si luego en calidad de profesionales todos aquellos jóvenes a los que la sociedad ha financiado solidariamente sus estudios logran acceder a altos niveles de ingreso, por la vía de un sistema tributario progresivo se verían obligados a aportar también una contribución proporcional a ellos para el financiamiento permanente del gasto público.
Esto es lo mínimo que debiésemos esperar en una sociedad regida por elementales criterios de justicia. Pero para las voces del actual establishment neoliberal y para el gobierno supuestamente «progresista» de la «Nueva Mayoría» ¡ni qué hablar de modificar el actual sistema tributario, recientemente maquillado con la ridícula reforma obscenamente «cocinada» en los oscuros conciliábulos del Senado!
– Jorge Gonzalorena Döll es Sociólogo e Historiador Económico chileno.