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Editorial de la Revista Laberinto

Por una cultura antagonista

Fuentes: Revista Laberinto

         Las ideas de la clase dominante en cada época, o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. (..) Cada nueva clase establece, pues , su dominio sobre una base más amplia que la anterior clase […]


 
 
 
 

 Las ideas de la clase dominante en cada época, o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. (..) Cada nueva clase establece, pues , su dominio sobre una base más amplia que la anterior clase dominante, pero en revancha la oposición entre la clase que domina ahora y la que no domina se agrava en profundidad y agudeza.

 

(Karl Marx y F. Engels : La ideología alemana)

 

Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las mismas condiciones.

 
(Antonio Gramsci: Socialismo y cultura)

 

Para el sistema capitalista dominar y controlar nuestro ocio, nuestro tiempo «libre», nuestra cultura, no es sólo una forma más de ampliar su radio de mercantilización sino sobretodo una manera de tratar evitar la subversión de las clases explotadas. Sólo así se explica que la mayoría de la sociedad sea explotada y a la vez esa mayoría sostenga y se conforme con este modelo de sociedad. Es por la importancia que requiere este aspecto de la actual sociedad capitalista por lo que hemos dedicado la editorial y parte del contenido de este número 18 de Laberinto a la cultura.

 

La cultura, claro está, no existe aislada de una sociedad, no se produce ni vive fuera de su contexto espacial y temporal, de sus relaciones con las condiciones y clases sociales, con las leyes sociales y económicas de una realidad concreta en un momento concreto de la Historia. Abarcar el debate sobre la cultura actual en nuestro país es abarcar el debate sobre la cultura que se produce en el capitalismo español actual, la cultura (o culturas) que emerge de esta sociedad de explotación. El capitalismo como toda sociedad de explotación necesita producir y reproducir sus condiciones de vida y entre ellas figuran sus representaciones del mundo, sus imágenes del mismo. Producir mecanismos ideológicos, mitos, valores, normas ocultas, etc. para perpetuar la dominación. Toda producción ideológica es también una relación política, una relación de poder, y esto nos indica que la cultura es un espacio de conflictos ideológicos y en el capitalismo además es un útil mercado de productos ideológicos.

 

Hoy en día, en la etapa capitalista del postfordismo, vivimos en una división del trabajo infinita que ha multiplicado los productos: marcas, publicidad, escenografías, realidades virtuales, la interpenetración del diseño y la publicidad con las experiencias históricas de la estética, etc. con un mecanismo posmoderno de colonización de todas las vanguardias artísticas y procedimientos técnicos nuevos. Se ha producido una expansión de la cultura hasta hacerse co-extensiva a la economía (que se nos presenta continuamente en la publicidad de hoy día), se producen una mezcla de campos antes rigurosamente separados en productos híbridos y transversales. Estamos sumergidos bajo un bombardeo mediático intenso desde todos los ángulos y donde se nos entregan los mensajes sin memoria, sin sentido de proceso, sin que se nos active un concepto de Historia y de lo histórico. Todo nos llega pre-cocinado, listo para asimilar y digerir sin más. Una abrumadora cohorte de signos que invaden, cubren y encubren diariamente el núcleo duro de lo social, es decir, la explotación. Mientras que a la vez todas las presiones decisivas del orden capitalista se ejercen con mil caras en los aspectos más importantes de nuestra vidas: un empleo que conservar o buscar, una pensión a la que contribuir, una deuda que pagar, una familia que mantener, una hipoteca que saldar. Esto produce en los trabajadores, sobretodo en países como el nuestro, una prudencia, una renuncia a dejarse perturbar, una contabilidad cauta, unos cálculos a muy breve expectativa. Invitamos al lector en este paisaje esbozado a consultar Las cinco dificultades para decir la verdad de Bertolt Brecht que publicamos en el número 6 de Laberinto.

 

El hilo conductor entre la empresa y nosotros se ha hecho más corto y directo. El estado burgués ha perdido peso en la difusión de la cultura (dominante) y en la comunicación con las clases subalternas a favor de las grandes empresas privadas quienes prácticamente han monopolizado ese papel. El negocio cultural le resulta a la burguesía doblemente rentable, pues a la vez que adquiere beneficios, hace propaganda de su opción política e ideológica entre todos aquellos que absorben los mensajes adquiridos a través de su difusión cultural. Para advertir esto sólo tenemos que prestar atención a los niños de nuestro país, los cuales conocen mejor las extrañas marcas de las grandes multinacionales o los nombres de los ídolos musicales extranjeros que las reglas ortográficas de nuestra lengua. Este avance de la burguesía en el campo cultural provoca a su vez que el creador individual que quiera hacer llegar su obra al gran público, ha de asumir que en el mercado hay unas leyes impuestas por los que controlan a éste, y que ha de acatarlas en lo que respecta al fondo y forma, o renunciar.

 

Especial interés reviste examinar la situación del aparato escolar sometido a un juego de reformas que aunque mantienen sus principios ilusorios ( por ejemplo, 1) pensar que la educación es un lugar privilegiado donde las diferencias debidas al origen de clase, familiar o profesional desaparecen ante la objetividad del reino del saber y la cultura, 2) creer que la escuela es el lugar de la igualdad de oportunidades, 3) suponer la existencia de un tipo único de escolaridad, 4) reprimir la evidencia de que las formas de ideologización y las prácticas escolares están vinculadas a la reproducción del sistema) esconden la subordinación a las empresas.

 

Ahora bien, cuando hablamos de cultura nos referimos a un conjunto mucho más amplio que el que el desarrollo capitalista anterior produjo. Éste distribuyó los objetos y los signos en lugares específicos: las mercancías de uso actual en las tiendas, los objetos del pasado que pretenden valer por su sentido estético en museos. Los mensajes que emiten las mercancías, las obras históricas, las artísticas, y que indican como usarlas, circulan por las escuelas y los medios de comunicación. Todo esto nos dejó una clasificación rigurosa de las cosas y de los lenguajes que hablan de ellas, la cual a su vez implica y sostiene la organización sistemática de los espacios sociales en que deben ser consumidos ( la música «clásica» y la ópera en un auditorio, el rock y el pop en salas, bares o escenarios al aire libre). Este orden estructura la vida de los consumidores y prescribe comportamientos y modos de percibir adecuados a cada situación (las buenas maneras en la mesa según ante quien se coma, el vestir adecuadamente según el compromiso que tengamos etc). Ser culto sería saber distinguir entre lo que se compra para usar, lo que se rememora y lo que se goza simbólicamente.

 

Pero la vida urbana del capitalismo del siglo actual, transgrede a cada momento este orden. Los intereses mercantiles se cruzan con los estéticos, históricos y comunicacionales. Las luchas semánticas por perturbar el mensaje de los otros, cambiar su significado, subordinar a los demás a su propia lógica, son puestas en escena de los conflictos entre las clases sociales. Un buen ejemplo de esto es la apropiación que han hecho para sí los portavoces de la ideología dominante de la palabra «solidaridad», incluso recientemente hemos visto una campaña para hipotecas del Santander Central Hispano que utiliza como lema propagandístico la palabra «Revolución» apareciendo pintada en graffiti rojo. Cuando no se invoca desde las administraciones públicas el «bien cultural» con fines perversos. O se infama la memoria histórica, como ha sido el caso reciente de levantar un proyecto turístico hostelero en el municipio gaditano de Casas Viejas, en el mismo solar donde sucedió la masacre de 22 jornaleros anarquistas, en enero de 1933.

 

Las culturas ya no se agrupan en conjuntos fijos y estables, y por tanto desaparece la posibilidad de ser culto conociendo el repertorio de las `grandes obras’, o ser popular porque se maneja el sentido de los objetos y mensajes producidos por una comunidad más o menos cerrada (una etnia, un barrio, una clase). Proliferan los dispositivos de reproducción que no podemos definir como cultos ni populares. En ellos se pierden las colecciones, se desestructuran las imágenes y los contextos (alguna vez hemos visto un dibujo de la «Gioconda» fumando un canuto), las referencias históricas y semánticas que amarraban sus sentidos.

 

Por ejemplo el videoclip: mezcla de música, imagen y texto. Suelen aparecer como una producción transtemporal: reúne melodías e imágenes de varias épocas, cita despreocupadamente hechos fuera de contexto. La acción es dada en fragmentos, no pide que nos concentremos, que busquemos una continuidad. No hay historia de la cual hablar. Se saquean imágenes de todas partes, en cualquier orden. Ningún interés en señalar qué es nuevo, qué viene de antes. El mundo es visto como efervescencia discontinua de imágenes: el arte como fast-food. Una cultura que permite des-pensar los acontecimientos históricos sin preocuparse por entenderlos. Así se nos construye, así nos construimos.

 

En las condiciones actuales de expansión total del capitalismo con sus procesos de intersección y transacciones, migraciones, fusiones raciales o étnicas, requiere no sólo hablar de mestizaje, sincretismo o creolización. Se ha visto necesario utilizar la categoría de hibridación que se refiere no sólo a las mezclas de elementos étnicos o religiosos sino a las mezclas con productos de las tecnologías avanzadas y procesos sociales modernos o posmodernos. Los procesos globalizadores acentúan la inter-culturalidad moderna al crear mercados mundiales de bienes materiales y dinero, mensajes y migrantes. La mezcla ahora es dirigida, programada y forma parte del proceso de producción.

 

A esto añadimos el cinismo con el que se dirige la industria global. Los mayores centros de defensa del medio ambiente, las mayores fundaciones sobre la conservación de la naturaleza pertenecen a las industrias más contaminantes del planeta. Uno de sus pedacitos es esa inmensa fundación llamada literatura cuyos gastos sufragan los Estados a medias con diversas modalidades de empresas, fundamentalmente empresas de medios de comunicación (como el grupo PRISA). El resultado es que quien destruye el medio ambiente finge defenderlo, quienes secuestran la libertad fingen que existe.

 

El nuevo lenguaje es el resultado de un capitalismo que necesita construir nuestro «yo» como mero dispositivo-mercancía, como simple efecto de resultados económicos-vitales. Trata de mediatizar nuestro comportamiento de acuerdo a las necesidades del mercado. No es que nuestra cultura esté agonizando, es que agoniza nuestra anterior imagen del «yo» y del «lenguaje» y se construye otra nueva imagen de una forma aún más dirigida, más programadamente construida, debido a la entrada en escena del actual poder mediático y cultural de las clases capitalistas. Podríamos decir que la película «Matrix» está perdiendo su catalogación de ciencia ficción.

 

Las clases trabajadoras dominadas, sobretodo en los países de capitalismo desarrollado, lejos de tener en sus riendas el futuro de sus vidas, se encuentran bajo una confusión absoluta de su rol y buscan en los actos de consumo el «sentido a su vida». Esto provoca que la subjetividad oscile entre el júbilo del asalto a la abundancia de mercancías o los ratos de embriaguez eufórica como espectador (como los compradores compulsivos a golpe de tarjeta de crédito o como los hinchas de equipos de fútbol) y el abatimiento ante una realidad que se puede mostrar vacía y sin sentido (dando lugar a problemas como el alcoholismo, drogadicciones, ludopatía, patologías psíquicas, etc.,…).

 

Ahora bien, en este comienzo de siglo la producción cultural en España se realiza en un paisaje social en el que por una parte las clases trabajadoras están atemorizadas por el nuevo poder fáctico adquirido por el empresariado que pisotea sin rubor derechos duramente adquiridos por los trabajadores, y por otro esas mismas clases muestran una desconfianza creciente hacia las organizaciones políticas de izquierda vistas como agencias de servicios políticos que responden a sus propios intereses y que son impermeables a los problemas reales de la gente, entre ellos los culturales. La consecuencia es lo que denominaríamos un consenso apático hacia las políticas agresoras de los distintos partidos de la burguesía: privatizaciones, desregulaciones, empresas de trabajo temporal, inflación y rebaja del salario real, constitución europea neoliberal, etc., etc., etc.

 

Estamos acostumbrados a denominar cultura popular a la indígena y la obrera, la campesina y la urbana, la que generan distintas condiciones laborales, la vida barrial y los medios de comunicación: lo que permite abarcar diferentes formas de subordinación y otorgar una identidad compartida a los grupos que convergen en un proyecto solidario. Pero la `cultura popular’ no es una simple manifestación de la necesidad creadora de los pueblos o de la acumulación autónoma de tradiciones previas a la industrialización. Cuando la situamos en el capitalismo, el mismo modo de producción que genera la desigualdad en la fábrica, la reproduce en la escuela, en la vida urbana, en la comunicación masiva.

 

La cultura popular puede ser entendida como el resultado de la apropiación desigual de los bienes económicos y simbólicos por parte de las clases subalternas (como las clases populares traducen esos bienes económicos-simbólicos a su realidad). La sociología, para lo que nos interesa, muestra una bifurcación entre los que conceden toda la iniciativa a los grupos dominantes y los que piensan que la `cultura popular’ no es un efecto pasivo o mecánico de la reproducción controlada por los dominadores sino que también se constituye retomando sus tradiciones y experiencias propias en el conflicto con quienes ejercen la hegemonía, esto es, con la clase que si bien dirige política y económicamente la reproducción, debe consentir espacios o se le arrebatan espacios donde los grupos subalternos desarrollan prácticas independientes no siempre cómodas y cooperantes con el sistema capitalista. Es en esta segunda lectura sobre la cultura popular donde nosotros nos situamos, y que entendida como instrumento por una transformación social profunda llamamos cultura antagonista.

 

Inmersos en la actual «matrix» de dominación ideológica y cultural es necesario abrir espacios colectivos: de participación comunitaria, de prácticas democráticas, de construcción de organización social. Es necesario romper la invisible tela de araña ideológica que nos atrapa y poner en marcha iniciativas emancipadoras culturales. Frente el fomento del individualismo, del ser-objeto consumidor y la mercantilización del tiempo libre es necesario construir lo colectivo, el ser-sujeto participativo y creadores de nuevas manifestaciones culturales.

 

Una de las luchas fundamentales en el plano cultural es la creación y recuperación de espacios libres y públicos que sirvan para desarrollar actividades culturales desde el antagonismo de clase. Desde hace varios años en distintos países se han ido fortaleciendo este tipo de iniciativas. También conocidos en nuestro país como centros sociales, se caracterizan por ser lugares públicos y abiertos donde el entorno de un barrio o pueblo puede desarrollar actividades culturales propias. Y además el centro puede ser lugar de confluencia de distintos colectivos organizados, que los potencia y retroalimenta. Estos centros o espacios públicos creados o recuperados, si son verdaderamente enfocados hacia las clases populares y son alejados de actitudes marginales o sectarias, pueden llegar a ser focos de una cultura antagonista al capital.

 

Recientemente nos llegó la noticia de la iniciativa de un grupo de lucha cultural, «la fiambrera obrera», que incluso había desarrollado un videojuego en colaboración con magrebíes que representa la difícil vida de un inmigrante en el barrio de Lavapiés de Madrid . Un proyecto con la intención de sensibilizar a los jóvenes en nuestro país. Podemos citar igualmente al software libre como un importante movimiento cultural internacional que lucha contra uno de los aspectos de la sociedad capitalista (las patentes y la privatización del conocimiento), así como las radios y televisiones comunitarias alternativas. Éstos son algunos ejemplos de luchas culturales adaptadas a la nueva realidad. Si bien, no quedan ahí las experiencias prácticas y los esfuerzos colectivos de la contestación y la alternativa.

 

Nuestro país conserva un amplio legado de luchas emancipadoras en el aspecto cultural que hay que rescatar del olvido (cómic, cine, música, teatro, literatura, pintura, actividad barrial…). Experiencias, que recuperadas y unidas a las que renacen actualmente, podrían contribuir sin duda a la creación de la cultura antagonista que requiere la lucha de la clase trabajadora de nuestro tiempo.

 

Consejo de Redacción de la Revista Laberinto.