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Por una izquierda radical y, a ser posible, realista

Fuentes: Rebelión

¿Por qué la izquierda política y social no llega, de verdad, al corazón de la gente? ¿por qué a la izquierda le cuesta tanto componer ese nuevo himno que aliente los proyectos de liberación? ¿por qué la izquierda está atascada entre tanta pregunta y se muestra incapaz de articular respuestas para transformar este presente convulso? […]

¿Por qué la izquierda política y social no llega, de verdad, al corazón de la gente? ¿por qué a la izquierda le cuesta tanto componer ese nuevo himno que aliente los proyectos de liberación? ¿por qué la izquierda está atascada entre tanta pregunta y se muestra incapaz de articular respuestas para transformar este presente convulso? ¿ por qué, en lo más profundo del corazón de la izquierda, se piensa que, lo que es políticamente factible no cambiará nada y lo que podría cambiar es políticamente inviable? ¿ por qué la propia izquierda tiene una sensación de inutilidad de la política? ¿por qué para una gran parte de la izquierda ya no existe un más allá? ¿por qué las luchas políticas se han enrocado en la defensa de lo existente en vez de ejecutar movimientos sociales ofensivos? ¿por qué la izquierda, en el fondo de sus proyectos, actúa como si la realidad que nos toca vivir fuera inevitable?

Estas y otras dudas me asaltan constantemente. No son nuevas. Porque llevan desgastando las neuronas de los grandes movimientos y partidos de izquierda desde hace 15 o 20 años. A lo largo de estos años, la izquierda ha articulado diversas explicaciones, a mi parecer, poco convincentes. Porque siempre lo ha hecho disculpándose ante el presente. Muchas de sus respuestas han operado como morfinas autocomplacientes ante la incapacidad ideológica de reformatear, no sólo el discurso de izquierda, sino la auténtica vocación histórica transformadora y revolucionaria que siempre ha tenido encomendada.

Es difícil responder a las preguntas. Cierto. Pero la izquierda está obligada a hacerlo. Porque esa es su función histórica. Trataré de exponer algunas claves que, a mi parecer, operan como parálisis ideológicas, como metástasis anestesiantes de la vocación transformadora del mundo. Creo que la izquierda oficial, y en ocasiones la extraofiacial, han aceptado la inevitabilidad del presente. Han admitido la realidad como un acontecer inamovible ignorando que esa realidad es un producto ideológico más del capitalismo tardío. Porque el poscapitalismo mercadea con la noción de realidad como una estrategia más de consumo. Cierto que hay que partir de lo real como contingencia de presente, pero hay que arriesgar lo imposible para romper con las posiciones estandarizadas. Uno cree que hay que hay que invertir el tópico que dice que más vale una buena resistencia que una mala toma revolucionaria del poder. Y es que la izquierda ha desechado lo imposible y lo quimérico amparándose en la oportunidad histórica, protegiéndose así de la inevitabilidad del capitalismo que Fukuyama adelantara en su tesis del final de la historia. La izquierda actual tiende a sopesar mucho sus demandas, muy modestas por cierto, ante un capitalismo ilimitado que podría proporcionar un nivel de vida civilizado al conjunto de la humanidad. Por eso la izquierda debe recuperarse de este descalabro histórico.

A mi parecer hay una clave que la izquierda debe de explotar e indagar para encontrar explicaciones a su desencuentro con la realidad vivida. Lo explico. Si algo ha conseguido el capitalismo tardío es la absoluta privatización e individualización de las estrategias personales: consumo, amistades, ideologías, gustos, pasiones, ocio, familia, deportes, militancia; no hay nada que hagamos en esta vida que no tenga una motivación individual y personal. Ya no compramos objetos, compramos en última instancia el tiempo de nuestra propia vida. Así, compro mi buena forma física yendo al gimnasio, mi buena forma espiritual consumiendo libros de autoayuda, mi pasión gastronómica yendo a buenos restaurantes, mi imagen pública dejándome ver por determinados ambientes o mi pedigrí ideológico militando en movimientos, partidos, ONGs, asociaciones o grupos diversos. Y es que la globalización, como privatización del mundo, ha despojado a los individuos de cualquier determinación socio histórica, de cualquier conexión con los otros, con la colectividad real y realizada. Nada es ya de su incumbencia que no sea su vida propia. Solo nos reconocemos en la existencia del sujeto sujetado. Pero incluso ésta, está mercantilizada, desposeída de pegada política, sustraída de la capacidad de combate. Porque el individuo globalizado está encerrado en el subjetivismo más absoluto. Porque esas pasiones individuales cotizan en el mercado global. Con ellas cuenta el postcapitalismo para explotar nuevas estrategias de consumo propio que se retroalimentan hasta el infinito. Votar o abstenerse responden hoy a estados de ánimo, los conflictos laborales se explican y justifican por la incapacidad o habilidad personal de cada uno, la delincuencia es un problema mental y la pobreza y la exclusión se explican por la inadaptación particular ante el destino. Y es que la virtualización y mercantilización de nuestra experiencia de vida impide todo compromiso pleno con la realidad, porque esa realidad está desprovista de toda capacidad para cambiar el presente. Esto se enmarca en el nuevo espacio pospolitico que ha sido capaz de instaurar la globalización, ese espacio en el que la acción política queda neutralizada, ese nuevo territorio que ha desactivado el nexo existente entre destino colectivo y personal.

Y sin embargo, l a izquierda sigue partiendo de supuestos teóricos y prácticos anclados en un mundo paradójicamente real, pero ajenos a las vidas subjetivas. Diseñando estrategias para una realidad que ya no existe. Porque ese espacio público de intervención -donde supuestamente debería activarse la izquierda- está hipotecado por la privatización más bestial. Porque la izquierda opera en lo público sin reconocer que ese espacio ha sido ya privatizado. De ahí la desintonía. Una sintonía que sí tiene la derecha, no por agilidad intelectual, ni por posición estrategica, sino porque nadie mejor que ella, -apoyada en su modelo de desarrollo- ha sabido canalizar el deseo de consumo, la codicia privatizadora y la fogosidad de un individuo absolutamente desinteresado del mundo. Por eso, la izquierda necesariamente debe reformatear la mirada. Sumergirse en las individualidades, en las subjetividades. Porque en esos territorios fluctuan las verdaderas dominaciones. Las verdaderas claves de la nueva lucha de clases. Y es aquí, en las cartografías del yo secuestrado por el individualismo más paralizante, donde debe irrumpir la nueva repolitización de la existencia.

U na izquierda radical debe recuperar la lectura de clase global y globalizada, y volver a anunciar que la economía ha sido, es y será el motor de la historia, la explicación ultima de las gravísimas desigualdades mundiales. Por encima del género, la etnia, la cultura, la ecología o la identidad. Por encima de las lecturas cómodas y relativistas que explican el feliz funcionamiento del mundo. Porque no es verdad que ya no haya clases sociales, no es verdad que no haya sujetos históricos ¿qué decir de los millones de asiáticos precarizados, de los millones de inmigrantes sodomizados laboralmente en Europa y EE.UU, de los millones de subcontratados que sustentan las grandes economías mundiales? Detrás de todo ese sufrimiento hay millones de lágrimas que humedecen la mirada de los nuevos sujetos históricos. Este malestar debe ser reinterpretado. Por último, una izquierda realista debe tener en cuenta la realidad. Cierto. Pero debe desenmascararla. Porque nuestra realidad actual es un escenario en el que se dramatiza un espectáculo falso. Por eso, la izquierda social y política más radical y realista debe dar un paso más allá de la mera resistencia. Uno se pregunta cómo inventará la izquierda esa nueva estructura organizativa que confiera al malestar social imperante la forma en que sea viable una experiencia política universal.