Cuando comencé a escribir este artículo tenía en mente una simple pieza de defensa periodística con base en los recientes juicios y amenazas abiertas en contra de los productores del célebre filme mexicano, Presunto culpable; ataques que en mi opinión ejemplifican las múltiples y escabrosas formas en que el poder estatal se cobra con creces […]
Cuando comencé a escribir este artículo tenía en mente una simple pieza de defensa periodística con base en los recientes juicios y amenazas abiertas en contra de los productores del célebre filme mexicano, Presunto culpable; ataques que en mi opinión ejemplifican las múltiples y escabrosas formas en que el poder estatal se cobra con creces cualquier cuestionamiento. Sin embargo, cuanto más me documentaba sobre el caso, la trayectoria del filme y el contexto en que éste se dio a conocer, lo que al principio auguraba un artículo unidireccional y llano, se convirtió gradualmente en un escrito de múltiples aristas cuyo alcance se amplió rápida e invariablemente hacia el tema de la naturaleza y situación actual del estado mexicano.
A partir de su estreno comercial en 2011, Presunto culpable ha incitado revuelo más de una vez entre la sociedad mexicana; desde su sonada prohibición comercial, a tan sólo tres semanas de iniciada su proyección en cines, hasta los juicios que con base en sofismas legales buscaron durante dos años imponer a sus productores pagos retributivos por supuesto daño moral de hasta 3 mil millones de pesos. Parecería que esta saga de revanchismo estatal habría encontrado su final, o por lo menos un impase, en el reciente fallo judicial que revirtió la censura comercial del filme y desechó todos los cargos en contra de los cineastas a finales de enero; un claro traspié para esa falange de hacendados del poder judicial cuya intolerancia a los reflectores vertiendo luz sobre sus prácticas diarias en el tráfico de las libertades civiles, políticas y democráticas ha hecho relucir aún más sus caninos.
Para aquellos lectores no familiarizados con la película, Presunto culpable se basa en la historia de José Antonio Zúñiga, un antiguo comerciante informal sentenciado en ausencia de pruebas físicas por el delito de homicidio calificado. La fuerza en la narrativa del filme se halla en la forma en que los cineastas asumen de manera exitosa la defensa del acusado en el transcurso de la filmación. El hecho de que Zúñiga gane la batalla legal y sea liberado después de dos años de encarcelamiento fruto de la labor de la defensoría termina por cautivar a una audiencia que sin gran esfuerzo toma lado con David en contra de Goliat. Sin embargo, un tercer aspecto que le da al filme una relevancia política especial es el espeluznante retrato que se hace de la arquitectura penal, policiaca y penitenciaria en México cuyo carácter resueltamente abyecto queda al descubierto a pocos minutos de iniciada la proyección.
La película vierte secretos a voces de las mazmorras sobre las que se erige la moderna «paz social». Denuncia, por ejemplo, el sistema de premios a autoridades y policías en función del número de acusaciones que realizan, las ubicuas prácticas de invención de cargos y tortura física o mental en contra de los detenidos, el semblante de vida-si es que así se le puede llamar-que sufren los reos en las atestadas y vejatorias cárceles mexicanas, así como el número casi total de sentencias condenatorias basadas sólo en testigos. Es en ese contexto que la tesis central del filme palidece ante la realidad desnuda. Siguiendo un enfoque meramente legal, el objetivo concreto de los creadores de Presunto Culpable se centró en apoyar la reforma judicial aprobada en 2008 que introdujo la figura de los juicios orales y la presunción de inocencia en el proceso penal mexicano. En este sentido, los cineastas habrían de centrar sus argumentos en contra de la presunción de culpabilidad y la práctica actual de los juicios escritos, lo cuales conforman aspectos si bien aberrantes también ínfimos en la estructura judicial de ese tóxico parapeto que es el estado mexicano.
El sistema penal «inquisitivo mixto» en México tiene su raíz directa en el sistema procesal oscurantista establecido por el Tribunal del Santo Oficio-o «Santa Inquisición»-durante la Nueva España. Así, la presunción de culpabilidad tiene su origen bajo este sistema en la fusión teológica del acusador y el juez en una misma entidad: el «representante de dios» ante la iglesia; una dualidad que impedía a éste último acusar y deliberar al mismo tiempo, lo cual dejaba a su vez la carga de prueba en el acusado y esencialmente en la «misericordia» de dios una vez que la «confesión» del imputado se había extraído, con frecuencia a través de la tortura. Si bien en principio abogar por la desaparición de preceptos judiciales cuya genealogía se extiende hasta el medievo podría resultar una causa plausible, es indispensable cuestionarse sobre el objetivo último de una reforma judicial que retomó este objetivo-entre otros tantos-y la alternativa que se promovió a cambio.
La reforma judicial de 2008 promovió y significó en los hechos un trueque nocivo entre el establecimiento de juicios orales públicos y la ratificación constitucional de la presunción de inocencia, a cambio de la legalización de la terrible figura del «arraigo penal»-es decir, detenciones arbitrarias por 40 días, extensibles a hasta 80 bajo una nueva orden judicial-y la posibilidad de allanamientos a domicilios detrás de una ambigua definición de «delincuencia organizada» aplicable incluso a la organización y disidencia política. [i] La relación entre este tipo de detenciones y la proclividad al uso de la tortura u otras prácticas degradantes está más que documentado. En conclusión, se trató de una reforma penal que permitió la lubricación de los mecanismos de represión y la ampliación sustancial de los poderes estatales. No resulta sorprendente entonces, que desde el inicio de su distribución comercial, Presunto Culpable hubiera recibido el respaldo de individuos notables entre la plana mayor de la elite gobernante, tales como la misma Margarita Zavala, esposa del expresidente Felipe Calderón, así como del empresario Alejandro Martí y varios funcionarios del gobierno federal durante ese sexenio.
Por otro lado, la introducción de juicios orales y presunción de inocencia no implica de facto mayor justicia social. Basta mirar a los EE.UU.-cuyo sistema de juicios orales es en esencia el modelo penal que se plantea como alternativa-para darse cuenta de que la justicia estadounidense sigue reproduciendo al interno su política imperialista externa, de modo que las cárceles estadounidenses siguen atestadas con sectores pobres y marginados cuya aplastante mayoría son latinos y negros-ambas minorías comprenden en conjunto el 60 por ciento de los reos en las cárceles estadounidenses, al tiempo que éstas sólo representan alrededor del 30 por ciento de la población total. De hecho, Estados Unidos alberga la tasa de encarcelamiento más grande y la mayor población penitenciaria del mundo con 756 presos por cada 100 mil personas y más de 2 millones de reos.
De ciudades mega a ciudades prisión
La inequidad en la atribución de justicia entre la población es un fenómeno directamente relacionado con la desigualdad en la distribución de bienes en la sociedad. Entre más económicamente dispar es una sociedad, más injusta es ésta también. Es por eso que el dramático crecimiento de las poblaciones carcelarias a nivel mundial en las últimas décadas es un fenómeno de inherente injusticia relacionado al desarrollo actual hegemónico del capitalismo financiero monopólico.
Siguiendo estas líneas, es interesante detenerse un poco en el caso norteamericano y en la cuestión negra en particular. El conocido sociólogo Loïc Wacquant en su escrito «Deadly Symbiosis: When Ghetto and Prison Meet and Mesh.» (2001) [ii] explica la relación entre el proceso de desindustrialización en EE.UU. que comenzó a partir de los años 70 con la exportación de empleos a países subdesarrollados, y el fenómeno paralelo de «simbiosis entre el gueto y la prisión» que ha contribuido a la desproporcionada representación de negros en las prisiones estadounidenses. De ahí que Wacquant se haya referido a la política de «tolerancia cero» impuesta durante la llamada «guerra contra las drogas»-centrada fundamentalmente en los barrios negros y latinos-a partir de los años 90 como una política de «intolerancia selectiva».
¿Qué se puede deducir entonces del hecho de que la economía capitalista más avanzada del mundo sostenga a su vez las tasas más altas de encarcelamiento? Según Wacquant, el fenómeno del encarcelamiento masivo a nivel mundial es el resultado de políticas gubernamentales «neoliberales» y por tanto reversibles mediante la regulación económica, programas de asistencia social y la reforma del sistema penal. Un punto de vista del que difiero fundamentalmente. Aunque es cierto que puede haber fluctuaciones menores en los niveles de encarcelamiento relacionados con decisiones coyunturales por parte de las administraciones estatales, es cierto también que el crecimiento progresivo de la población carcelaria global es un fenómeno que sostiene un carácter general y sistémico.
A diferencia de la perspectiva democrático-liberal, de la que parte Wacquant y otros sociólogos, es importante resaltar que la estructura esencial del estado: las cárceles, la policía, los juzgados y los tribunales, así como también el sistema penitenciario, no forman parte de una entidad imparcial, incólume y desagregada de la sociedad y sus contradicciones. Se trata en cambio de una superestructura conscientemente edificada que representa la sistematización en el ejercicio de la violencia destinada a la preservación de un sistema social basado en la maximización de ganancias a favor de las clases propietarias dominantes.
Tanto en países acreedores como en países deudores, la economía capitalista reproduce el mismo patrón de subsunción de las necesidades humanas al capital. Por ende, junto con la migración externa e interna y la ubicua economía informal, las altas tasas de encarcelamiento representan válvulas de control social para un sistema económico que requiere mantener un creciente «ejército permanente de desempleados» con el fin de imponer salarios cada vez más bajos y, por ende, mayores tasas de explotación y generación de plusvalía. Lo anterior implica una tendencia general al incremento en la precariedad económica de la mayoría de la población y, por ende, a la expansión sostenida de la estructura estatal y población penitenciaria para arrestar potenciales reacciones político-sociales.
En países subdesarrollados esta tendencia se ve potenciada por la subsunción de sus economías enteras al capital financiero monopolista. De esa forma, el dramático incremento en la población penitenciara en México es producto directo de la tendencia general de políticas gubernamentales que sistemáticamente han contribuido al hundimiento de más de 54 millones de mexicanos en la pobreza y al 10 por ciento de su población en la extrema pobreza. [iii] Todo esto agudizado por el contexto actual en el que la necesidad de mantener la estabilidad social se vuelve imperante tras la aprobación de reformas económicas estructurales que pretenden marcar el fin del «estado benefactor» y la industria estatal del siglo XX a favor de un recrudecimiento en la dependencia neocolonial de México con respecto de las potencias mundiales. Sólo de 2003 a la fecha la población total penitenciaria en el país se ha incrementado en un 25 por ciento según registros oficiales, mientras que aquella por delitos federales se quintuplicó en el periodo de 2006 a 2011. [iv]
Más aún, el escaparate de una sórdida «guerra contra el narcotráfico» ha permitido la potenciación de los poderes estatales con la militarización de regiones enteras, la creación de policías especializadas, la aprobación de leyes de seguridad nacional, la construcción de una docena más de prisiones de alta seguridad, así como la extensión de penas por delitos menores y recientemente también para menores de edad. Actualmente, México sostiene el séptimo lugar mundial en población penitenciaria con 206 reos por cada 100 mil habitantes [v] y una población penitenciaria rebasa los 242 mil reos; 41 por ciento de los cuales no han sido sentenciados todavía. Existe también una sobrepoblación de más de 47 mil reos en los 420 centros penitenciarios a nivel nacional; es decir, cerca de un 20 por ciento de la población total [vi] , lo que a su vez incita frecuentes y violentos motines carcelarios.
Se trata centralmente de una estrategia de aprehensión sistemática de la población marginada y pobre con el fin de mantener el orden social capitalista y el imperturbable «derecho a la propiedad privada» de las clases propietarias y minoritarias. Ejemplo de esto es que la mitad de los reos en los penales del Distrito Federal y el Estado de México-estados que en su conjunto albergan la mayoría de la población penitenciaria a nivel nacional-fueron aprehendidos por el robo de montos no mayores a 5 mil pesos, y una cuarta parte por montos que no rebasan siquiera los 700 pesos-es decir crímenes menores en su mayoría incitados por condiciones de precariedad económica. De igual forma, la mitad de los internos presos por «delitos contra la salud» fueron detenidos por comerciar drogas por montos inferiores a 1,250 pesos y una cuarta parte por menos de 200 pesos. [vii]
El único camino hacia una sociedad más justa, atraviesa necesariamente por el replanteamiento de la función primordial de ésta cuyo punto de partida sea el desarrollo del individuo y su extensión colectiva, y no la capacidad de éste de crear plusvalor para otros. Una organización social que permita explorar nuevas formas en el ejercicio de la justicia penal que no se encuentren, como las actuales, limitadas por diseño a una estructura jerárquica de amos y siervos. Es tiempo de que los más débiles, aquellos que hacen girar el mundo de día y por las noches retornan a sus «ciudades perdidas» aspiren a un pedazo de ese bien que generan y que nuevas condiciones de vida les permitan trascender el estigma de una vida en el barrio, en el gueto o en la favela; bajo la mirada celosa de los guardianes del orden actual.
Es el tiempo de los nuevos misérables y de los raboche. La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases antagónicas. Un antagonismo que supera cualquier presunción o estructura legal. La estructura estatal capitalista es tan anacrónica como improcedente y cruel. No es casualidad que la Revolución Francesa hubiera comenzado con la toma de la Bastilla, símbolo de la tiranía borbónica. Sólo una labor política consciente de los trabajadores y clases desposeídas que tienda lazos internacionales puede sentar las bases para una sociedad donde la dignidad humana deje de ser un artículo de lujo destinado a las clases acaudaladas y se convierta en un modo de vida generalizado.
23 de febrero de 2014
[i] http://www3.diputados.gob.mx/camara/content/download/269265/825108/file/Carpeta13_Arraigo_judicial.pdf
[ii] http://loicwacquant.net/assets/Papers/DEADLYSYMBIOSISPRISONGHETTO.pdf
[iii] http://www.excelsior.com.mx/nacional/2013/07/30/911221
[iv] http://www.proceso.com.mx/?p=299615
[v] http://www.cronica.com.mx/notas/2013/774214.html
[vi] http://www.ssp.gob.mx/portalWebApp/ShowBinary?nodeId=/BEA%20Repository/365162//archivo