Zygmunt Bauman pone el dedo en la llaga al denunciar el límite de la libertad en la modernidad capitalista: todo se puede (aunque la mayoría no pueda casi nada), excepto imaginar un mundo mejor que este en que vivimos. Cuando mucho, se queda en la reparación de la casa, la reforma del tejado, la pintura […]
Zygmunt Bauman pone el dedo en la llaga al denunciar el límite de la libertad en la modernidad capitalista: todo se puede (aunque la mayoría no pueda casi nada), excepto imaginar un mundo mejor que este en que vivimos. Cuando mucho, se queda en la reparación de la casa, la reforma del tejado, la pintura de las paredes, sin que se cuestione la misma arquitectura de la casa ni, mucho menos, el modo de convivencia de quienes la habitan.
Los más progresistas admiten incluso que, en la reforma, el cuarto de la empleada sea cambiado del exterior al interior de la casa. Hasta aquí el límite de la lógica capitalista. Fuera de eso, se suprime la libertad de quien se atreva a proponer que no haya cuarto de la empleada, ni empleada. Como máximo, personas contratadas por hora, sindicalizadas y con todos sus derechos garantizados por la ley. Incluso el acceso a la misma casa.
Según Pierre Bourdieu, unos miran la sociedad con ojos cínicos y otros con ojos clínicos. Los primeros juzgan incuestionable el actual modelo de sociedad fundado en la apropiación privada de la riqueza y procuran obtener provecho de él, considerando justo lo que refuerce sus privilegios e injusto lo que los amenace. Los ‘clínicos’ miran un palmo por debajo del suelo en que pisamos y reconocen las intrincadas relaciones sociales que producen, en la superficie, tamaña desigualdad entre los seis mil quinientos millones de habitantes de esta nave espacial llamada Tierra.
El neoliberalismo rompió el puente entre la esfera pública y la privada. Antes, una constelación de instituciones aseguraba la ampliación y defensa de los derechos sociales: asociaciones, sindicatos, partidos, etc. La privacidad, reducto sagrado, sólo era invadida en la medida en que se rompía el contrato social: abandono del hogar, homicidio, etc. Todo lo demás quedaba entre las cuatro paredes o, como mucho, caía en el ‘dominio público’ sólo gracias a chismes interpersonales.
Ahora lo privado absorbe lo público, gracias a la teoría thatcheriana de que la sociedad se reduce al individuo y a la familia. De un lado se privatizan instituciones como el Estado (rehén de sus acreedores privados) y los sindicatos, confinados a la negociación directa entre empleados y empleadores, desarticulándose las categorías profesionales y la solidaridad de clase. De otro lado lo privado sobrepasa e inunda -y vuelve inmundo- lo público, como en el Gran Hermano.
Se rompen las cuatro paredes y se promueve la inversión de los factores: el ‘cínico’ anula al ‘clínico’, de modo que se deshistoriza el tiempo y se atomizan las relaciones sociales. Más importante que conocer las causas que impiden al Brasil crecer por encima del 2.3% al año (sólo supera a Haití en el continente americano), es saber si Mick Jagger conquistó una nueva novia en Rio de Janeiro o quién será el nuevo millonario de la casa del mironismo nacional.
Se rasga el tejido de las relaciones sociales. Niños y jóvenes, que debieran enfrentarse en el juego educativo de la sociabilidad propiciado por grupos de amigos, clubes, equipos deportivos, etc., ahora se refugian horas y horas ante el monólogo televisivo o informático. En los espacios virtuales de comunicación cibernética, en que no se exponen a los límites exigidos por la convivencia grupal, aprenden a disimular. Proyectan de sí mismos una imagen idealizada, fantasiosa, como si la vida se diera, de hecho, en dos planos: aquel en que los pies pisan y aquel en que la cabeza «navega». El real y el virtual.
La privatización de los bienes simbólicos («se terminó la historia» pregonaba Fukuyama) oculta a las nuevas generaciones el sentido histórico de la existencia. «Consumo, luego existo», afirman los neocartesianos. De ese modo, el proyecto de vida se reduce a las ambiciones de consumo (hacerse rico), de belleza (eternamente joven) y de fama (aunque sólo sea durante cinco minutos, como dijo Andy Warhol).
He ahí la libertad que nos ofrecen, la de escoger diferentes marcas del mismo producto en el estante del supermercado o en el escaparate de las tiendas. Nunca escoger un nuevo modelo de sociedad, en el que los privilegiados no necesiten refugiarse en centros comerciales para huir de la turba famélica que ataca el paisaje y las personas… Un modelo civilizatorio que permita, en fin, la adecuación de nuestra existencia a nuestra esencia. En palabras de Fernando Pessoa: «Ah, quién diera la perfecta concordancia /de mí conmigo. /El silencio ulterior sin la distancia /entre mí y lo que yo digo».
Recuperar el derecho político a la libertad, ése es el desafío si anhelamos que, en el futuro, la violencia no se extrapole del ámbito privado al público. E imprimir al ejercicio colectivo de la libertad un sentido, una dirección, un horizonte capaz de superar la gran antinomia del actual modelo de democracia: en nombre de la libertad, la mayoría es excluída del derecho a la justicia.
Frei Betto es escritor, autor de la novela «Entre todos los hombres», entre otros libros. Traducción de J.L.Burguet. 14-abril-2006.