«¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey». Con esta frase de las brujas queda sentenciado el destino del desgraciado protagonista de una de las tragedias más representativas del gran William Shakespeare. Esa frase condensa el poder que alberga toda profecía autocumplida. Fue el sociólogo norteamericano Robert K. Merton quien definió el concepto, casi cuatro […]
«¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey». Con esta frase de las brujas queda sentenciado el destino del desgraciado protagonista de una de las tragedias más representativas del gran William Shakespeare. Esa frase condensa el poder que alberga toda profecía autocumplida. Fue el sociólogo norteamericano Robert K. Merton quien definió el concepto, casi cuatro siglos después de que el clásico inglés estrenara su obra, con estas palabras de su libro Teoría social y estructura social: «Una profecía autocumplida es una falsa definición de una situación o persona que evoca un nuevo comportamiento, el cual hace que la falsa concepción se haga verdadera. Esta validez engañosa perpetúa el error. El poseedor de la falsa creencia, percibirá el curso de eventos como una prueba de que estaba en lo cierto desde el principio». En el caso de Macbeth las brujas saben cómo emponzoñar su noble espíritu instilando en él la creencia de que se cumplirá pronto lo que él tanto ambiciona. Como toda creencia es una acción en potencia, sólo hay que esperar a que la confluencia de las apropiadas circunstancias conviertan en realidad lo que sólo era posibilidad. Y entonces ya no hay marcha atrás.
Hay aquí sin duda un fracaso cognitivo, en expresión usada por José Antonio Marina en su libro La inteligencia fracasada, es decir, un bloqueo del «dinamismo normal y progresivo del conocimiento» por mor del blindaje que produce la creencia enraizada en la mente del sujeto contra toda idea o prueba en contrario. Las ideas alternativas que siempre ha de buscar el pensamiento reflexivo para someterse desde ellas a un riguroso examen crítico quedan ahogadas por la identificación entre creencia y realidad. Más allá de la teoría gnoseológica lo hasta aquí apuntado tiene serios efectos en el duro suelo de la praxis (Macbeth puede dar fe de ello).
Sometamos a examen la proposición de que vivimos de facto, en el plano político, bajo la férula de ese paradigma de pensamiento instalado en creencias que se confunden con la realidad, el que representa la profecía autocumplida. Uno de los hechos, especialmente destacable a mi entender, es la proscripción de la utopía en el pensamiento político actualmente vigente, siendo lo opuesto a la profecía autocumplida; vale decir: la utopía es la ventana abierta al mundo de las posibilidades alternativas a la realidad, fruto de la inteligencia creativa. Si la inteligencia la entendemos como mera actividad computacional le cortamos las alas, empobrecemos el concepto que tenemos de nosotros mismos como humanos y limitamos la actividad en el ámbito político a la sola gestión de lo dado. Ese modelo algorítmico de la inteligencia la cercena en una parte esencial, la consistente en la dirección de nuestra actividad mental para ajustarse a la realidad ciertamente, pero también para desbordarla mediante propuestas imaginativas que nos permitan profundizar en su comprensión y mejorarla a través de la acción.
Hoy por hoy, sin embargo, y tras una concienzuda tarea de descrédito mediante un ejercicio de burdo reduccionismo el dedicar tiempo a pensar sobre opciones políticas alternativas a las vigentes se tiene por una romántica pérdida de tiempo, cuando no por una peligrosa actividad que siempre termina en alguna forma de totalitarismo. Léanse, si no, estas palabras escritas hace ahora una década, extraídas del libro -el título lo dice todo- Menos utopía y más libertad de Juan Antonio Rivera: «los tejedores de utopías se convierten en depredadores de la autonomía individual de los demás, son carnívoros de las libertades ajenas». Ahí es nada. Y ello es así porque, según Rivera, «los utopistas necesitan perentoriamente convertir a los demás a su causa». Esto equivale a identificar a cualquiera que proponga un modelo de organización política alternativo con un intolerante fanático, y a la utopía con una forma más de ideología. Sería el caso de Mario Bunge, quien, en su libro inagotable en capacidad inspiradora titulado Filosofía política, ofrece su propuesta política, la que él mismo denomina su eutopía, consistente en una democracia integral. El título del capítulo en el que la expone es muy significativo: «visión: la democracia integral». En sus primeras líneas recuerda unas palabras del primer presidente Bush con las que se refirió a «ese asunto de la visión» como un síntoma inequívoco de inmadurez política, impropio de los líderes que «hablan en serio».
En efecto, en el discurso del político mediocre no faltan continuas referencias a la seriedad (en nuestro país hay una constante apelación a ella y a ser «un país serio», lo que quiera que eso signifique), que él identifica con el realismo; enfrente, aquellos que no son serios, los irresponsables, es decir, los soñadores en alternativas utópicas, esto es, irrealizables, tras las que ocultan perversas intenciones diabólicas de dominación totalitaria y de extirpación del hálito de libertad que constituye la quintaesencia del espíritu ciudadano. «Pero sin una visión -escribe Bunge- la política es poco inspiradora; contabilidad en el mejor de los casos y endeble politiqueo en el peor de ellos: la maliciosa, divisora y derrochadora lucha por el poder. Todos los grandes líderes… han imaginado sociedades en las que la gente podía disfrutar la vida y ayudar a los demás a disfrutarla, en lugar de sufrir innecesariamente y participar en crímenes contra la humanidad o ser mudos testigos de ellos». En resumen, el gran político, el que desea una vida mejor para sus conciudadanos, no puede limitarse a ejercer como mero burócrata del poder. En su horizonte tiene que haber un espacio reservado para la utopía. Lo cual no implica la imposición uniforme de un mismo modo de vida para todos, pues, como ya reconoció Bertrand Russell en su ensayo sobre la vida buena, ésta -como el ser de Aristóteles- se puede entender de diversas formas.
El político conservador, que es el político «serio» hoy día, rechaza la utopía porque no quiere la transformación de un statu quo en el que se halla cómodamente instalado. Por eso la desacredita ideológicamente, y con éxito a juzgar por la proliferación de distopías que se exhiben con triunfales récords de audiencias, sobre todo a través del cine y la televisión. Dicho de otro modo: el orden global está bien como está; cualquier alternativa utópica -eche usted un vistazo a la historia- ya sabemos que nos lleva a la barbarie. La civilización se reduce a esto. No ha lugar a la pugna ideológica (es decir, a la confrontación racional de visiones en el sentido antes aludido), que es la tesis del fin de la historia, contenida en el archifamoso libro de Francis Fukuyama titulado precisamente El fin de la historia y el último hombre, profecía autocumplida donde las haya de corte neoliberal y discurso deslegitimador de toda utopía y, por ende, de la política de izquierdas. Porque, si atendemos de verdad a la historia, la tradición utópica tuvo siempre un significativo papel en el desarrollo del pensamiento de izquierdas. Nos lo recordaba recientemente la socióloga Olivia Muñoz-Rojas en un artículo titulado El lugar de la utopía en el siglo XXI, donde también reivindica el valor de la utopía en la actualidad: «¿no resultaría útil tener una imagen de nuestra sociedad ideal a la hora de valorar, por ejemplo, los diferentes programas electorales que se nos ofrecen, una especie de hoja de ruta con la que contrastarlos? Por ejemplo, ¿cómo imaginamos una sociedad ecológicamente sostenible? ¿O una ciudad inteligente? ¿O las familias del futuro?». Pero la misma autora reconoce que la utopía «no está de moda». porque «la mayoría de los ciudadanos de hoy desean propuestas políticas realistas y realizables y cuando perciben que ni estas llegan a cumplirse, es comprensible que todo aquello que parezca difícil de materializar genere escepticismo y rechazo». Por mi parte, entiendo que su explicación queda coja si -como ya he propuesto- no se añade el descrédito causado por un discurso sesgado ideológicamente; lo cual deriva en que la izquierda -víctima del síndrome del patético Macbeth- hace tiempo que adolece de una falta de imaginación que nada tiene que ver con la osadía que mostraba antaño, cuando se atrevía con aquellas visiones transformadoras de la realidad socioeconómica existente entonces. El resultado final es la frivolización del concepto en una opinión pública incapaz de soportar el mucho peso en las ideas, y así utopía es hoy sinónimo de huida hacia adelante sin meta definida, nunca colectiva sino individual, hacia un paraíso que puede acabar siendo un simple puesto de trabajo o unas vacaciones.
Ahora bien, lo que ha permitido que la especie humana prospere sobre la faz de la Tierra es el gran poder pre-visor que le confiere su inteligencia. Sería un suicidio sucumbir a la estupidez de negar las bondades del pensamiento utópico. La creatividad humana y el espontáneo dinamismo del mundo provocan sin cesar -y cada vez más rápidamente hay que decir- la emergencia de cosas radicalmente nuevas, a lo que hay que responder con ideas apropiadas que ajusten las instituciones políticas a las exigencias que plantea. Planificar es un aspecto irrenunciable de esa inteligencia humana cuando no se reduce a administración rutinaria. Pero no corren buenos tiempos para abogar por la planificación en un contexto político global en el que predomina la confianza dogmática en la bondad intrínseca de la economía de libre mercado. Planificar es sinónimo de amenaza a la iniciativa privada, atentado contra la libertad y peligro cierto de totalitarismo, tal como se contempla desde el hegemónico punto de vista neoliberal. Pues bien, insistamos en que la utopía no va de la mano del totalitarismo. Bunge lo deja claro en la obra mencionada al referirse a los socialistas utópicos en términos críticos, no por haber imaginado un nuevo orden social, «sino por planificar hasta el más mínimo detalle unas sociedades totalitarias en las que a todo el mundo se le asignaba un rol fijo sin consulta previa, sin lugar para la libertad personal o las invenciones sociales imprescindibles, y sin permiso para destacarse en nada». Esta crítica es congruente con la petición de John Rawls, en el ocaso del siglo pasado, de «utopías realistas»; las que Rousseau, dos siglos antes en el comienzo de El contrato social, presentaba como las que toman «los hombres tal como son y las leyes como deberían ser». Esta noción de utopía realista la bautiza Bunge con el nombre de eutopía para poner distancia respecto de esas conocidas visiones de una vida benévola pero totalitaria y rígida. Su propuesta es producto de esa inteligencia creativa a la que hemos aludido, y se centra en las tres cuestiones principales a juicio del filósofo que hay que abordar desde un punto de vista ético: «la cooperación internacional (en lugar de la guerra permanente), la sostenibilidad ambiental (en lugar de la inexorable degradación del entorno) y la justicia social (en lugar de la explotación a escala nacional e internacional)». Diseñar y poner en práctica los medios para su realización constituye todo un reto y requiere superar la profecía autocumplida del fin de la utopía.
JoséMaría Agüera Lorente, catedrático de filosofía de bachillerato
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