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¡Programa, programa, programa!

Fuentes: Punto Final

Los debates de coyuntura suelen opacar de forma irremediable las discusiones de largo plazo, aquellas que tratan de pensar el país más allá de las maniobras electorales y los escandalillos de última hora. En un año de elecciones, este tipo de noticias, efectistas y efímeras, copan los medios haciéndonos olvidar que aunque es importante elegir […]

Los debates de coyuntura suelen opacar de forma irremediable las discusiones de largo plazo, aquellas que tratan de pensar el país más allá de las maniobras electorales y los escandalillos de última hora. En un año de elecciones, este tipo de noticias, efectistas y efímeras, copan los medios haciéndonos olvidar que aunque es importante elegir personas capaces y virtuosas, mucho más importante es deliberar sobre los programas que ellas ponen a consideración de los ciudadanos. Las elecciones deberían ser una oportunidad para pensar cuál es nuestro lugar en el mundo, y no un concurso de miss o mister simpatía.

Hace bastantes años, Julio Anguita, entonces candidato de Izquierda Unida en España, acuñó en los debates presidenciales una frase que ha quedado en la memoria colectiva de ese país: «¡Programa, programa, programa!» En ese momento, nadie entendió lo que quería decir. Pero hoy, luego de la catástrofe política y económica en que se ha caído, Anguita aparece como uno de los pocos políticos de la era de la transición que todavía es respetado, porque trató de instalar una conversación de fondo sobre el modelo de sociedad y de economía que se construía. Como Casandra, anunciando la caída de Troya sin que nadie le creyera, Anguita vaticinó, a inicios de los noventa, buena parte de los males que hoy han caído en la península. Pero ya es tarde para hacerle caso.

No es extraño que en las encuestas y estudios se señale una supuesta crisis de la democracia. Sin embargo, cuando se expresa esa idea tan ambigua, no se escarba en lo que se quiere decir. ¿Por crisis de la democracia se entiende un anhelo generalizado por restablecer regímenes autoritarios, que restrinjan libertades y derechos? ¿O por crisis de la democracia se entiende la constatación masiva del carácter poco democrático de nuestros regímenes políticos? Nada indica que la primera opción tenga sentido. Tal vez nunca como hoy la democracia, en cuanto categoría política y utopema pragmático, ha gozado de tanta vitalidad. Pero a la vez nunca las «democracias realmente existentes» han tenido tan mala reputación. Más que de una «crisis de la democracia» hay que hablar entonces de una «crisis de representación».

¿No tendrá algo que ver con esta crisis la extrema banalidad de los actos electorales? ¿O la personalización de las discusiones, en las que las supuestas cualidades comunicacionales de los candidatos se confrontan y exacerban a límites milimétricos, mientras los contenidos programáticos de las coaliciones que sustentan a estos personajes, y que constituirán en realidad el núcleo del gobierno a elegir, permanecen en la total penumbra?

Es interesante una observación de José María Maravall en su reciente libro Las promesas políticas (1) , en la que recuerda que el acto de votar presupone un contrato implícito, entre el elector y el elegido, pero respecto a un mandato programático que debe ser escrupulosamente cumplido. De esta forma el «mandato legal», lo que la ley permite hacer a un presidente o a un parlamentario en un lapso determinado, está constreñido por un «mandato político» que legitima o deslegitima su acción. Si un candidato al llegar al poder traiciona su programa y pierde esa legitimidad, debería renunciar o ser destituido. En una democracia sana la configuración del mandato legal debería contemplar mecanismos para hacer efectiva esa posibilidad: el referéndum revocatorio, las consultas vinculantes, la delimitación de los mandatos, las cuentas públicas certificables, entre otros instrumentos.

Esta afirmación se suele rebatir afirmando que un político, al llegar a su cargo, puede encontrar dificultades insospechadas que le hagan imposible cumplir sus promesas. Puede suceder que las cifras oficiales, sobre las que diseñó su programa, estén falseadas. O puede acontecer un desastre natural, como un terremoto, que le obligue a redefinir sus prioridades. O puede desatarse una crisis financiera internacional. La casuística da para mucho. Pero de ello ya se ocuparon los clásicos, especialmente en la Revolución Francesa, de la mano de la idea de «voluntad general» que había desarrollado Rousseau en el Contrato Social . ¿Como se forma esta voluntad general? En la actualidad, por la hipertrofia de la democracia «delegativa», quienes resultan electos suelen pensar que al contar con la mayoría de los votos son depositarios automáticos de la voluntad general. De esa forma su voluntad es la voluntad de la mayoría, y a su vez la voluntad de la mayoría es mecánicamente la voluntad general.

Pero los jacobinos pensaban la democracia de otra forma cuando la definieron de esta manera: «La democracia es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo aquello que puede hacer bien hecho, y por delegados todo aquello que no puede hacer por sí mismo»(2). Por lo tanto, la delegación es un recurso subsidiario, subordinado al principio fundante del autogobierno del pueblo, que ejerce el máximo de poder posible. A la vez, la delegación es un acto circunscrito. Más que un señor diputado o un señor presidente, elegimos a «compromisarios», personas que se comprometen a hacer lo que el pueblo desea, pero que no puede hacer por sí mismo.

¿Pero cómo se puede llegar a expresar en un programa político la voluntad general? Mediante un extenso camino de deliberación, no exento de confrontación de intereses. Se trata de un proceso «comunicativo», de interacción y debate directo, y no un proceso «comunicacional», manipulado por los gangsters de la prensa corporativa. En una democracia efectiva, porosa a los ciudadanos, los movimientos sociales y los partidos políticos pueden confrontar propuestas de forma dialógica hasta llegar, a partir de ensayo y error, a acuerdos satisfactorios para todas las partes. Pero en nuestro país la inercia sistémica impide que este proceso transcurra de forma cordial y por lo tanto, los movimientos sociales deben hacer uso de todas las expresiones de su poder comunicativo, no con el fin de alcanzar el poder para sí, sino para imponer a los actores políticos los elementos fundamentales de su programa, que constituye expresión palpable de la voluntad general.

Ya dirán los de siempre que no es más que el chantaje de grupos de interés. Pero pensando con Habermas, creo no hay acto más democrático que el cerco al poder que ejerce un pueblo organizado: «El poder comunicativo es ejercido a modo de un asedio. Influye sobre las premisas de los procesos de deliberación y decisión del sistema político, pero sin intención de asaltarlo, y ello con el fin de hacer valer sus imperativos en el único lenguaje que la fortaleza asediada entiende» (3) . Llegó la hora de asediar la fortaleza. ¡Hasta tomar el cielo por asalto!(4)

 

(1) José María Maravall, Las promesas políticas , Galaxia Gutenberg, Madrid, 2013.

(2) Maximilien Robespierre. «Discurso del 5 de febrero de 1794, en nombre del Comité de Salud Pública en la Convención Nacional».

(3) Jürgen Habermas. Facticidad y Validez , Trotta, Madrid, p. 612.

(4) Karl Marx. «Carta a Ludwig Kugelmann», 12 de abril de 1871.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 778, 5 de abril, 2013

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