Considerar al progresismo como una profunda fuente ideológica en Colombia, es algo todavía difícil de constatar y sobre de todo de asegurar. La historia del progresismo en nuestro país, quizás es tan reciente, poco clara sobre sus surgimientos y desarrollos teóricos políticos como para atrevernos a considerarla una corriente de pensamiento real en la dinámica política actual.
El progresismo colombiano es una colcha de retazos que ha sumado grupos de la izquierda revolucionaria que se comportan como derrotados, claudicantes y marginales que, montados en la idea del cambio, han asumido de alguna manera la línea de la clausura del proceso revolucionario y con ello han virado unos por acción u omisión hacia la política contrainsurgente que guía el encuadramiento de la denominada “nueva izquierda” colombiana.
Una composición non sancta
Más bien, progresismo colombiano se compone y se acopla de cinco tipos de operaciones ideológicas que emergieron posteriormente a la firma del acuerdo de paz de la Habana con las FARC-EP: los claudicantes, los institucionalistas, los reformistas, los innovadores y los marginales.
Los claudicantes que renunciaron a sus históricas concepciones revolucionarias por cuenta de ver en la paz del establecimiento, las realizaciones inmediatas para salvaguardar su vida a costa del proyecto.
Los institucionalistas de la supuesta izquierda que esperaron el cuarto de hora en el proceso de auge de la movilización popular, para capturar los vacíos políticos de la dirección del proceso y alinearlo con la estrategia de absorción burocrático electoral que terminó encapsulado las dinámicas de resistencia a la subordinación del aparato institucional de las oficinas, ministerios y agencias del establecimiento.
Los reformistas socialdemócratas y social liberales que atraídos por el relanzamiento de las teorías del liberalismo camuflado bajo el concepto pomposo del “socialismo del siglo XXI”, ha servido para crear un marco discursivo filantrópico sobre las maneras de como hacer que capitalismo se vuelva consciente de su destrucción y con ello se pueda detener su voracidad sistémica y su depredación civilizatoria.
El humanismo verde del capital ha surgido como la nueva quinta esencia de la teoría salvadora que ni el socialismo y el comunismo atrasado del siglo XX pudo lograr en su lucha contra el capitalismo. El liderazgo de este tipo de perspectiva está ligado a un tipo de capitanía planetaria, que usa la naturaleza como su principal referente para hacer consciente a la explotación de sus colosales efectos sobre la tierra y la humanidad.
Por otro lado, están los innovadores que bajo la idea de la modernización de los discursos, prácticas y métodos de la “vieja izquierda”, se autodenominan reformadores de ésta. Y los marginales, aquellos militantes de la izquierda revolucionaria que huérfanos por la debacle de sus proyectos y por el afán de representación, han decido deshacerse de sus prerrogativas históricas, para alinearse con las modas que se acomoden a sus supervivencias políticas a costa de las convicciones ideológicas, bajo la lógica del oportunismo que se resuelve en la manida frase: “es mejor ajustarse que marginarse”.
Carácter antirrevolucionario
El progresismo colombiano es la reunión de una serie de procesos de rendición de la línea insurgente. Su principal exponente es el proyecto que representó el M-19 y con el se acompañan otras formas organizativas y procesos políticos que compartieron la línea de acción subversiva durante los años sesenta y setenta. No es curioso, pero si determinante, que todos estos procesos asumieron la derrota por vía de la solución política negociada y ahora sean los mismos que defiendan el establecimiento que antes combatían.
Basados en una narrativa del fin de la vía revolucionaria y de la clausura del periodo de lucha armada para la consecución de los objetivos estratégicos, el progresismo contrainsurgente se autoproclama como un proyecto reformador de la acción política de la izquierda, reclama su lugar en la historia como la línea triunfadora ante el descalabro de la toma del poder de manera violenta y asume ser un referente de la transformación de la nueva forma de hacer política para tomar el poder sin asaltar el Estado.
Los progresistas actuales son una suerte de girondinos[1], que inspirados en el democratismo parlamentario pequeño burgués, han reducido todo el alcance del poder popular a un tipo de campo de prueba de la gestión institucional, para ponerlo en función de la maquinaria electoral. Utilizando con poca decencia y sin entender el sentido de la táctica propuesta por el ideólogo comunista revolucionario Álvaro Vásquez del Real, “pasar de la resistencia a la alternativa”, ha sido entendida como una transacción entre formas de lucha para imponer el modo de resolución de la claudicación de la movilización popular y la subversión al servicio del aparataje de los grandes representantes del cambio.
De fondo, estamos viviendo una época en la que transitan disoluciones y acoplamientos de los otrora militantes revolucionarios y sus procesos a la absorción de la representatividad y el copamiento de espacios del micro poder institucional del gobierno. Esta línea no se expresaría claramente si ello no tuviera como ante sala, la tesis de la preferencia de una mala paz a una indigna derrota, que existe en el marco de los procesos que representan la amalgama progresista.
Lo que es común a todos estos procesos que se autoproclaman partidarios del cambio y portavoces de la línea progresista, es su carácter negacionista insurgente y subversivo. No es nada que deba sorprender, estos procesos asumieron la solución política como una estrategia de desmovilización y entrega, transformando su narrativa sobre su pasado revolucionario como un tipo de modo de inmadures del desarrollo de la lucha en la búsqueda de lo político. Entiéndase lo político y su ascenso a anidar en el establecimiento en sus cargos de representación o en las dinámicas de gestión y operatividad burocrática.
Todo esto explica porque la deriva progresista en Colombia tiene común denominador un fuerte aditamento la clausura de las formas de lucha disruptivas, aquellas que no se acomodan al establecimiento, las que persisten en crear desde lo subterráneo los modos para socavar las estructuras del sistema. Sin duda, lo que tiene de progresista ese proyecto, lo tiene también su carácter antirrevolucionario y su esencia negacionista sobre las formas de lucha de masas subversivas e insurgentes que ahora persigue como parte de su componente de acción política.
Despolitizar las resistencias
El nuevo dispositivo ideológico que se intenta crear dentro del progresismo contrainsurgente, está la idea de reducir todo lo político de las acciones autónomas comunitarias y populares rurales y urbanas, a simples correas de trasmisión de las organizaciones armadas insurgentes.
No existe, según la narrativa institucional de la política del progresismo contrainsurgente, acciones independientes de la lucha social y popular que no conciben el solo espacio de representación estatal de sectores de la izquierda como su fin y modo de existencia. Hay en el fondo de esas expresiones de organización, procesos anti sistémicos autónomos que se resisten a ser absorbidas por la sola aceptación de un cambio de unos representantes de gobierno y por las migajas de sus planes sociales en los territorios.
En el plan de ofensiva político militar que el actual gobierno progresista desarrolla sobre algunos territorios en el país, no ha habido una sola situación en el que la población civil no haya sido victimizada por la fuerza pública y sus organizaciones de mercenarios a sueldo que están trabajando conjuntamente para someter a la gente a sus presiones y vejaciones. Sin duda, esa distinción entre combatientes y no combatientes se ha roto en toda esta coyuntura.
Mientras los territorios resisten, se está creando un marco discursivo para seguir presionando las organizaciones comunales, sociales, políticas y populares a cooperar por la fuerza para actuar como espías encubiertos en las comunidades y con ello abrirle paso a los mercenarios que están aliados con la fuerza pública para asestarle golpes a las organizaciones insurgentes.
Todo esto sucede porque dentro del proyecto progresista, se está utilizando una táctica de dividir estructuras por medio de todas las formas de presión psicológica, política, económica, social y comunicacional, que intenta convertir los procesos organizativos de las comunidades en cooperantes forzados para los intereses de la política de seguridad del establecimiento.
Sin duda, estamos ante nuevas modalidades de la denominada guerra hibrida, aquella que ha sido utilizada para inocular procesos sociales y políticos que en sus fases de politización más alta, han sido destruidos bajo formas muy refinadas de persecución y hostigamiento que terminan fisurando los desarrollos orgánicos y políticos que impiden fracturar el establecimiento.
No es extraño que
bajo las cortinas de humo que se están creando para desviar la atención de lo
que sucede en los territorios, estemos viviendo un nuevo modelo de aplicación
de contrainsurgencia bajo la política progresista que resuelte más destructiva
que la se ha hecho presente en los últimos cuarenta años en el país. Por ahora
nada es descartable en la actual coyuntura.
[1] Los girondinos fueron un partido republicano moderado y federalista durante la Revolución Francesa, llamado así por sus diputados del departamento de Gironda. Se aliaron con la alta burguesía y, a diferencia de los jacobinos más radicales, buscaron una república moderada y se opusieron a la centralización del poder. Fueron desbancados y la mayoría de sus jefes guillotinados en 1793, marcando el fin de su influencia. Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Girondino
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