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Prólogo del libro Obediencia ciega. En las profundidades de campos de batalla ficticios: Ejecuciones extrajudiciales en Colombia

Fuentes: Rebelión

El siguiente es un prólogo escrito por el sociólogo y perseguido político colombiano, Miguel Ángel Beltrán, para el libro Obediencia Ciega. En las Profundidades de Campos de Batalla Ficticios: Ejecuciones Extrajudiciales en Colombia, 2002-2010 (Universidad Santo Tomás, 2018). La importancia que tiene el libro, es que fue escrito por un coronel (r) de la policía (Omar Rojas), quien también es sociólogo y nos permite una mirada desde adentro de la institución sobre los crímenes atroces cometidos durante el negro episodio de los falsos positivos. El libro fue escrito por el coronel en coautoría con el historiador Fabián Benavides, coordinador del centro sociohistóricos de la U. Santo Tomás.

Prólogo

A finales de septiembre de 2008, cuando promediaba el segundo Gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez (2006-2010), y transcurrían seis años de la aplicación de la mal llamada política de «seguridad democrática», fueron hallados en el departamento del Norte de Santander los cuerpos sin vida de 19 jóvenes provenientes del sur de Bogotá, que habían sido reportados como desaparecidos. Tras el hallazgo, el comandante de la Brigada 30 del Ejército, general Paulino Coronado se apresuró a declarar ante un reconocido medio de comunicación, que se trataba de personas muertas en enfrentamiento con el ejército, y concluía enfáticamente: «Estamos cumpliendo con nuestra obligación, después de producida la baja, citamos al CTI para que practicaran las diligencias de rigor. No hay nada irregular en el proceder, las investigaciones las ha iniciado la Fiscalía y están debidamente sustentadas dentro de los cánones legales establecidos» [1].

Las denuncias interpuestas por los familiares de las víctimas y las inconsistencias que fueron aflorando en las versiones presentadas por los mandos militares apuntaban, sin embargo, a que las víctimas habían sido desaparecidas y luego asesinadas para ser exhibidas como «bajas en combate», lo que poco después se comprobó, poniendo al descubierto ante la opinión pública una modalidad conocida como «los falsos positivos». En realidad se trataba de crímenes perpetrados por agentes del Estado en contra de jóvenes provenientes de estratos populares que atraídos con promesas de empleo eran llevados a zonas de conflicto donde efectivos militares se encargaban de ultimarlos para reportarlos luego como guerrilleros muertos en combate. Al mismo tiempo que ocurrían estas ejecuciones extrajudiciales, el primer mandatario de la nación señalaba que el tema de los derechos humanos constituía una prioridad para su Gobierno y el director general de las fuerzas militares, general Freddy Padilla de León pregonaba que el ejército colombiano sería el primero en la historia en ganar una guerra «con la preocupación fundamental del respeto al derecho internacional humanitario», la Constitución y las leyes [2].

En contraste con lo afirmado en los discursos oficiales, los informes realizados por los organismos defensores de derechos humanos fueron colocando de presente que estos actos de barbarie no eran hechos aislados sino que respondían a una vasta empresa criminal de tráfico de personas a las que se hallaban vinculados miembros de la fuerza pública; y que el Estado colombiano, lejos de garantizar derechos fundamentales pretendía ganar una guerra a toda costa, recurriendo a estrategias no convencionales que arrojaran resultados contundentes en término de número de golpes y bajas al enemigo, y aunque no se conocía con exactitud la magnitud de esta práctica criminal que para aquellos años se había generalizado en todo el país, el hecho concreto es que hacia mediados del 2013, la Fiscalía General de la Nación reportó 4.716 denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes públicos, de los cuales 3.925 correspondían a asesinatos extrajudiciales perpetrados durante los dos períodos del presidente Uribe.

Para comprender cómo se llegó a estos hechos es necesario retrotraernos hasta principios del presente siglo cuando el llamado a aplicar «mano dura» contra la guerrilla por parte de los enemigos de la solución política al conflicto interno colombiano, encontró terreno fértil en un ambiente internacional de lucha contra el terrorismo, tras los ataques a las torres gemelas de Nueva York y, en el orden interno, por el fracaso de los diálogos de paz entre el Gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC-EP. Negociaciones que fueron suspendidas por la decisión unilateral del presidente Pastrana (1998-2002), poco antes de concluir su mandato cediendo así a las presiones de los sectores militaristas que con apoyo de los medios masivos de comunicación venían desarrollando una intensa campaña desinformativa que logró posicionar una imagen maniquea del proceso de paz, donde el jefe del ejecutivo aparecía asaltado en su «buena fe», por una guerrilla que -según esta misma interpretación-había convertido la «zona de despeje» en un santuario para el reclutamiento de menores de edad y la ejecución de todo tipo de prácticas arbitrarias contra la población civil.

Estas acusaciones pretendían desviar la atención sobre el hecho incontrovertible de que el presidente Pastrana a tiempo que desarrollaba los diálogos con la insurgencia armada, preparaba minuciosamente el terreno para la guerra, no sólo, a través de la aplicación de las ayudas procedentes del «Plan Colombia» orientadas, hoy lo sabemos claramente, hacia la lucha contrainsurgente sino, también, adelantando una profunda modernización de las fuerzas militares, con la asesoría y la ayuda financiera de los Estados Unidos y que se constituiría en la pieza fundamental sobre la cual el presidente Álvaro Uribe erigiría su política de «seguridad democrática». Esto para no mencionar la tolerancia frente al accionar criminal de los grupos paramilitares que habían incrementado sus ataques contra la población civil y las organizaciones sociales a lo largo y ancho de la geografía nacional.

Tras la ruptura de los diálogos de paz, las FARC-EP pasó a ser parte de las organizaciones consideradas terroristas por la comunidad Europea; y aunque en un principio esta decisión contó con la negativa de países como Suecia y Francia, al momento de la posesión del presidente Álvaro Uribe (7 de agosto de 2002), esta guerrilla ya había sido incluida como tal, gracias a la gestión del Gobierno anterior. De esta manera las FARC fueron colocadas al mismo nivel de organizaciones paraestatales como las autodenominadas «Autodefensas Unidas de Colombia» (AUC), que habían crecido numérica y organizativamente al amparo del ejército, grandes latifundistas, los gremios económicos, así como de sectores políticos nacionales y regionales.

El planteamiento básico que sustentará el nuevo Gobierno del presidente Uribe (que desde su campaña electoral había agitado la idea de que no era posible dialogar ni viabilizar acuerdos con una guerrilla dedicada al terrorismo) apunta a fortalecer el «mito» de que Colombia es una democracia garantista donde no existe un conflicto armado y social sino una «amenaza terrorista»; planteamiento que aparece plasmado en los «lineamientos para el enfoque de los proyectos de cooperación internacional», suscritos por la presidencia de la República. Dicho postulado hace parte de una tesis mayor que servirá de base a la política de «seguridad democrática» y del «Estado comunitario», y es que la principal amenaza contra la estabilidad del Estado y la democracia colombiana es el terrorismo, en el que se incluye a todos los grupos armados irregulares que «de manera expresa acuden a la violencia, acuden al terror, para intimidar a los ciudadanos y para tratar de instrumentar sus propósitos» [3] y cuya derrota -y la de su principal aliado, el narcotráfico- requieren de la colaboración de todos los ciudadanos y la solidaridad internacional de otros países especialmente de la región.

En este sentido, uno de los pilares fundamentales de la política de la «seguridad democrática» del presidente Uribe fue la apuesta por una derrota militar a la insurgencia armada (caracterizada ahora como «terrorismo»), y para cristalizar este propósito diseñó -con el apoyo logístico y financiero de los Estados Unidos y la asesoría británica e israelí- el «Plan patriota» y, posteriormente, el «Plan consolidación». A lo cual sumó la firma de un «acuerdo» para el establecimiento de 7 bases militares en territorio colombiano, en el marco de la «cooperación para enfrentar las amenazas comunes a la paz, la libertad y la democracia». La decisión tomada unilateralmente por el primer mandatario fue justificada como una extensión del «Plan Colombia» (en el preciso momento en que una disposición soberana del presidente Rafael Correa en el Ecuador clausuraba la base de Manta) y generó el repudio no solo de sectores progresistas y democráticos del país, sino la protesta de gobiernos latinoamericanos, particularmente de Venezuela y Ecuador, que con justa razón vieron en el incremento de la presencia militar norteamericana un acto de amenaza y agresión contra sus intereses nacionales. Si bien el acuerdo de las bases fue impugnado por los tribunales colombianos, esto no fue obstáculo para que la presencia de militares norteamericanos en Colombia se incrementara.

Es precisamente en este contexto guerrerista que cobra fuerza la práctica de los llamados «Falsos Positivos», que busca proyectar en el colectivo social los éxitos de una política de Seguridad, sobre la base del incremento de los resultados operacionales de las fuerzas armadas. Este mecanismo fue concebido para que de acuerdo al número de golpes y bajas al enemigo, los integrantes de la Fuerza Pública recibieran reconocimientos oficiales a través de felicitaciones, condecoraciones, licencias y todo tipo de prebendas. El rubro presupuestal creado y destinado por el Gobierno de la época para recompensas garantizaba que esto fuese así. Pero además de ello estaban los gastos reservados de las fuerzas militares que, como lo ilustra la Directiva Ministerial Permanente número 29 de 2005, «desarrolla criterios para el pago de recompensas por la captura o el abatimiento de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley, material de guerra, intendencia o comunicaciones e información sobre actividades relacionadas con el narcotráfico y el pago de información que sirva de fundamento para la continuación de labores de inteligencia y el posterior planteamiento de operaciones» [4].

Esta directriz, expedida por el entonces ministro de Defensa Camilo Ospina Bernal, dejó al descubierto varios hechos: por un lado, la contravención al artículo 11 de la Constitución Política Colombiana que prohíbe la aplicación de la pena de muerte, dado que se establecía un sistema de recompensas por información que contribuyera al abatimiento de insurgentes, desplazando las capturas a un segundo plano y privilegiando las «estadísticas» donde se daba cuenta del número de terroristas, guerrilleros o criminales dados de baja; en segundo lugar, la inclusión en este perverso sistema de recompensas, de miembros de la fuerza pública que ahora no solo se veían estimulados por el reconocimiento de «méritos» en su hoja de servicios («bajas al propinadas al enemigo») sino, también, por el incentivo pecuniario, que a su vez redundaría en un fortalecimiento de la red de alianzas entre el ejército regular y cabecillas de grupos paramilitares.

¿Qué circunstancias motivaron a oficiales, suboficiales y soldados rasos a asesinar personas no combatientes en los denominados falsos positivos? ¿Qué percepción tienen sobre estos hechos los militares responsables de estas ejecuciones extrajudiciales? ¿Cuál es, a su vez, la percepción de los familiares de las víctimas frente a esta práctica institucional que segó la vida de sus seres queridos? ¿Cómo ha actuado la justicia penal militar frente a estos hechos que lesionan la dignidad e integridad humana? ¿Cuáles han sido las respuestas del Estado, la sociedad y el ente castrense, para erradicar de las fuerzas armadas estas estrategias que atentan contra la vida y la integridad de los ciudadanos? Estos son algunos interrogantes cuyas respuestas ira deshilvanando el lector a lo largo de esta investigación que  sin duda se constituye en un aporte fundamental para la comprensión de uno de los capítulos más oscuros y dolorosos de la historia reciente del conflicto armado y social colombiano.

Partiendo de un amplio trabajo de campo adelantado en diferentes regiones del país, los autores nos ofrecen pistas claves para comprender este fenómeno, incorporando la subjetividad de los implicados en los mismos. El resultado es un texto estructurado en cuatro secciones lógicamente conectadas entre sí: en la primera de ellas se presenta a manera de introducción algunas aproximaciones metodológicas para el estudio de las ejecuciones extrajudiciales; en la segunda, se contextualizan los «falsos positivos» en el marco de la política de la «Seguridad Democrática» para luego, en una tercera parte, indagar en lo que los investigadores denominan la «cosmovisión guerrerista de una sociedad con sueños pacifistas», donde tratan de penetrar en la dimensión subjetiva, simbólica militar, que les permitirá avanzar hacia algunas conclusiones que condensan los resultados más sobresalientes de la investigación.

A lo largo de las casi 200 páginas los autores van revelando al lector como los falsos positivos no han sido producto de errores militares ni de actuaciones aisladas de individuos pertenecientes a las fuerzas msino que constituyen una práctica sistemática que compromete a los comandantes de brigadas, batallones y unidades tácticas, «Detrás de cada falso positivo -enfatizan- existe documentación oficial que autoriza el suceso, la orden de mover los soldados para el operativo y la autorización de pagos de recompensas, descansos y otros permisos». Procedimientos que siendo desarrollados de manera sistemática y recurrente se erigen en una política institucional para garantizar el orden social vigente, difuminando las claras fronteras entre combatientes y no combatientes, bajo el manto protector de una justicia que actúa como instrumento de impunidad, a través de mecanismos como el «fuero militar», y la expedición de fallos judiciales que amparan procedimientos violatorios de la dignidad humana.

Asimismo, queda claro para el lector que la práctica de los falsos positivos constituyó una empresa criminal en la que participaron no sólo miembros de los fuerzas militares (cuya responsabilidad queda plenamente establecida) sino también paramilitares, desmovilizados, integrantes de la redes de informantes del ejército, taxistas, finqueros, desempleados, reservistas, quienes en su rol de reclutadores prestaban sus servicios criminales a diferentes brigadas recibiendo a cambio de ello una remuneración económica. Ahora bien, en el nivel del planeamiento y ejecución de las operaciones ficticias, estas ejecuciones subrayan los autores «contaron no solamente con el apoyo de unidades operativas sino también de unidades no combatientes como el batallón de ingeniero además de áreas administrativas como se evidencia en la asesoría brindada por algunos integrantes de la justicia penal militar quienes asesoraban (sic) a los soldados en el lugar de los hechos y en sus despachos para eludir la acción de la justicia […], contaron, antes, durante y después de los eventos con el apoyo de altos mandos militares además de funcionarios civiles al servicio del estado como magistrados, jueces funcionarios del CTI de la fiscalía, funcionarios de medicina legal y líderes políticos».

Dichas consideraciones están sustentadas en una contrastación de fuentes escritas y orales (vb. Gr. Entrevistas a militares y familiares de los mismos), y aunque estas últimas no aparecen desplegadas en toda su extensión -quizás para no fatigar al lector- tienen el mérito de aproximarnos hacia la cosmovisión de la institución militar y policial, revelando situaciones paradójicas -pero ciertamente explicables- como el hecho de que los autores de estos crímenes en su vida cotidiana suelen comportarse como padres responsables, amantes de su profesión, y afables en el trato con los demás; o que los familiares de los militares involucrados en los «falsos positivos», no sólo tienden a negar la comisión de estos hechos por parte de sus seres queridos, sino que aprueban estos repudiables procedimientos como un mecanismo válido para enfrentar la subversión, el terrorismo y el incremento de la delincuencia organizada. Conductas que, vale la pena recordar, estuvieron presentes en la vida de algunos criminales nazis, como bien lo ilustra la escritora francesa Tania Crasnianski en uno de sus recientes libros [5].

En el análisis de este fenómeno los autores recurren a explicaciones que incorporan los aportes de sociólogos como Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, quienes nos hablan de la insensibilidad e indiferencia ante el sufrimiento humano como una característica de la modernidad líquida en la cual el mal aparece «difuso y disperso, desregulado e impersonal, pulverizado y diseminado por todo el enjambre humano» [6]; asimismo, recuperan el concepto de instituciones voraces, acuñado por el sociólogo norteamericano Lewis Coser para referirse a aquellos colectivos humanos que exigen de sus miembros una adhesión absoluta. Comportamientos tan caros para la institución castrense como la obediencia ciega, la lealtad, y el código de silencio, que pueden englobarse dentro de esta caracterización, devela a su vez un tipo de instrucción y formación que está en la raíz misma de los «falsos positivos».

De allí que la verdadera garantía para la no repetición de estos dolorosos crímenes pasa por una profunda restructuración de las fuerzas militares colombianas que erradique de su accionar, sus concepciones contrainsurgentes y de «enemigo interno». Esto supone -como lo sugiere uno de los investigadores de la Comisión Histórica del Conflicto y sus víctimas- «una desmilitarización de la sociedad colombiana, que posibilite que nuevas fuerzas sociales y políticas se organicen y se expresen libremente sin el temor a ser víctimas de la persecución y estigmatización desde doctrinas contrainsurgentes y/o de la seguridad nacional» [7]. Conclusión que expresan los autores desde las primeras páginas del libro al señalar que «además de la verdad y el perdón, la reestructuración de las fuerzas armadas acompañado de un trabajo ontológico en su interior, es una tarea prioritaria máximo al encontrarse la sociedad en un proceso de construcción de paz y armonía social»

Afirmación que cobra mayor fuerza cuando uno de los autores -me refiero al sociólogo Omar Rojas- estuvo durante más de treinta años vinculado a la policía nacional, primero como suboficial y posteriormente como oficial, alcanzando el grado de teniente coronel. En este sentido, resulta valerosa su decisión de balancear con espíritu crítico sus vivencias y poner en tela de juicio los lineamientos de una institución donde aquellos que se atreven a plantear cuestionamientos son estigmatizados como «traidores», «sapos» e incluso de «conniventes con el terrorismo». Esto permite que en la construcción del relato aparezcan entretejidas experiencias personales de una gran riqueza etnográfica, como las que reconstruyen las representaciones de la institución policial frente a las prácticas de las ejecuciones extrajudiciales.  

La mirada sociológica que acompaña la explicación de «los falsos positivos» se complementa con los procedimientos propios de la investigación histórica, validados por una sólida trayectoria en este campo, de otro de los autores del libro -Fabián Leonardo Benavides- quien en los últimos años se ha desempeñado como coordinador del Centro de Estudios Socio-Históricos «Fray Alonso de Zamora» en la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Esta combinación de perspectivas interdisciplinarias, le da solidez al texto y hacen de él un significativo aporte para el debate en torno a hechos que siguen siendo invisibilizados por una academia que justifica su silencio invocando una dudosa «neutralidad valorativa».

Pero analizar las estrechas conexiones entre el pasado y el presente, no solo es un ejercicio académico, sino también parte de las numerosas luchas que libran las clases subalternas en el campo político, jurídico y cultural. Establecer las causas del conflicto, y su verdad histórica constituye una condición sine qua non para el reconocimiento de la víctimas, la justicia y la reparación. Así se deriva de las experiencias de paz vividas en El Salvador y Guatemala, y así ha quedado consignado en el texto del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera» suscrito en La Habana (Cuba) entre los representantes del gobierno nacional presidido por el Presidente Juan Manuel Santos y los delegados de la guerrilla de las FARC-EP.

El libro Obediencia ciega. En las profundidades de campos de batalla ficticios: Ejecuciones extrajudiciales en Colombia, 2002-2010, que sale a la luz pública gracias a los compromisos editoriales con proyección social que se ha trazado la Universidad Santo Tomás, contribuye generosamente a este loable propósito.

Notas:

[1] «General Paulino Coronado Gámez: No es un falso positivo reafirmar que los sepultados en Ocaña fueron muertos en combate», en Radio Santa Fé, septiembre 25 de 2008. Cfr. http://www.radiosantafe.com/2008/09/25/general-paulino-coronado-gamez-no-es-un-falso-positivo-reafirmar-que-los-sepultados-en-ocana-fueron-muertos-en-combate/  

[2] General Freddy Padilla de León. «Legitimidad: debe ser de los soldados de tierra, mar y aire» en Revista Fuerzas Armadas No. 208. Bogotá: Escuela Superior de Guerra, diciembre 2008, p. 9

[3] Seminario Cartagena de Indias (2004). Instituciones civiles y militares en las políticas de seguridad democrática. (3 al 5 de octubre de 2003). Bogotá: Embajada de los Estados Unidos, p. 348.

[4] «Con ‘Gastos reservados’ pagan ‘falsos positivos'». Informe especial en Semanario Voz, Bogotá: mayo 13 de 2009, p.8

[5] Tania Crasnianski. Hijos de nazis. Buenos Aires: El Ateneo, 2016; en ese mismo sentido puede consultarse el diario del genocida Heinrich Himmler, uno de los principales organizadores del exterminio judío, descubierto recientemente y divulgado por el periódico alemán Bild.

[6] Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis. Ceguera Moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida. Barcelona: Paidós, 2015, p. 40

[7] Renán Vega. «La dimensión internacional del conflicto social y armado en Colombia. Injerencia de los Estados Unidos, contrainsurgencia y terrorismo de Estado» en Jairo Estrada Álvarez et. Al., Conflicto social y rebelión armada en Colombia. Ensayos críticos. Bogotá: Gentes del común, 2015, p. 435

Miguel Ángel Beltrán Villegas, docente e investigador social. Universidad Nacional de Colombia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.