En política casi todo de mueve al ritmo que marca la propaganda, incluso puede decirse que la mayor parte de sus actuaciones son propaganda. Es la nueva forma de violencia suave que ejerce el poder para controlar a sus ciudadanos votantes, interpretada en términos de influencia, al objeto de difundir entre las masas en general […]
En política casi todo de mueve al ritmo que marca la propaganda, incluso puede decirse que la mayor parte de sus actuaciones son propaganda. Es la nueva forma de violencia suave que ejerce el poder para controlar a sus ciudadanos votantes, interpretada en términos de influencia, al objeto de difundir entre las masas en general la verdad oficial, pulsando su sentido emocional para evitar la reflexión racional, al objeto de llevarlas al terreno de lo que interesa. Dada su función formadora de la voluntad colectiva las respuestas de los afectados son siempre previsibles, apenas queda espacio científico para lo imprevisto. Pero como la propaganda se mueve en el terreno de lo económico, aunque todo esté previsto, hay que jugar a la pluralidad de opciones, habida cuenta de que es un negocio para los medios de difusión. En este punto, como no podía ser menos, teniendo en cuenta sus características de poder dominante a nivel global y expresamente en su condición de propietario de la comunicación, el capitalismo ha colaborado de manera decisiva para que los efectos de la propaganda lleguen a cualquier lugar para incrementar el negocio empresarial. Y lo hace como parte de un proceso de ocultación generalizada, al objeto de proseguir adelante con sus negocios, mientras el auditorio se entretiene ilusionado a la espera de lo imprevisible. Se trata, amén del negocio, de dejar algo al margen del determinismo laico, porque de otra manera el mito de la libertad individual saldría a la luz de manera apabullante. Así resulta que la libertad negativa de la que habla Berlin está garantizada por ley, pero no sucede así en su sentido positivo, porque la propaganda dominante, orquestada por el capitalismo desde los gobiernos, impide que los ciudadanos sean dueños de sí mismos. El resultado es que hay libertad, pero no se dan las condiciones para ejercerla correctamente. Por si la propaganda, en su papel de formar voluntades a la medida de los intereses dominantes a través de la persuasión, dejaba algún resquicio a la racionalidad individual, ahí está la legalidad para tapar grietas y, más aún, el poder cuenta con el Estado, como aparato represivo de aquellas conductas que se salen de lo formalmente previsible.
Por otra parte, la voluntad general ya dejó claro Rousseau que no puede ser representada, con lo que si se trata de representarla, como en el caso de la democracia representativa, pierde su condición, para pasar a ser la voluntad de sus representantes quienes asumen la condición de pueblo. Es decir que lo que se factura, no como voluntad general sino como voluntad popular, es la voluntad del poder, legitimada por las urnas, siempre conducida por la propaganda, con lo que acaba siendo coincidente con la suya propia. En todo esto, y en lo demás, capitalismo y poder oficial marchan en perfecta armonía -uno, en su condición de dirigente y, el otro, de dependiente-, de manera que cualquier decisión que afecta a uno u otro desfavorablemente, reactiva la función ilustradora de la propaganda para desplegar los oportunos contrapesos al objeto de restablecer, no el equilibrio elites-masas, sino inclinando la balanza de su lado; mientras la propaganda hace el milagro del equilibrio aparente.
Pese a todo, algo parece haber fallado. Es como si la voluntad popular, expresión de una parte de la voluntad ciudadana, no se hubiera dejado conducir por la propaganda oficial, asistida por la colaboración capitalista defendiendo sus propios intereses en el asunto, ni incluso por la fórmula magistral de la publicidad, que canta las virtudes mercantiles de los productos destinados a atender las necesidades de las masas en el mercado. Rompiéndose así la creencia impuesta de que cualquier discrepancia en cuanto al mandato de una y otra conduciría al caos social por el riesgo de quiebra del sistema. Ante tales augurios, las masas siempre sensatas, pese a los que se diga, no parecían tener otra opción que entregarse a los designios del capitalismo. Ahora resulta que no ha sido así, al menos en apariencia, mostrando su disposición a sacudirse de la propaganda en un acto reflexivo ante las urnas.
A la vista de algunos acontecimientos recientes, parece haber sucedido algo preocupante en principio y digno de ser revisado, ya que es como si los balsámicos efectos que se atribuyen a la propaganda del sistema, asistida por la publicidad y los medios del capitalismo, hubieran perdido su efectividad. Como si las masas, al igual que han hecho con la publicidad, de un lado, aceptaran de ella lo que resulta útil para sus intereses o, de otro, coincidiendo con lo que quieren oír o visualizar atendiendo al grado de satisfacción que aspiran a experimentar, se entregaran a la tarea de cumplir sus mandatos, también por conveniencia. Pero se pasa por alto que en el transcurso de la existencia, cada uno acaba por actuar conforme a su sentido de la racionalidad, dejando aparcado el compromiso con la apariencia que ordena seguir el sistema. Este comportamiento descoloca las previsiones del poder oficial y le sitúa al punto del desconcierto, forzándole a adoptar resoluciones arriesgadas, hasta el extremo de que se vea forzado a actuar de forma tal que salgan a la luz sus ocultas intenciones. En definitiva, todo parece dar a entender que los votantes se han rebelado contra los mandatos del poder, tal vez porque empiezan a contar con autonomía para pensar por su cuenta y caminar solos o porque simplemente ha tenido lugar lo improbable. Y esta última es la opción que se etiqueta como real. La anterior reflexión viene al aire de los últimos acontecimientos de mayor resonancia, en los que la expresión de la voluntad popular parece haber cogido por sorpresa a la propaganda oficial. Se trata de los casos Brexit y Trump. El asunto ha acabado por resolverse acudiendo a la figura del cisne negro, ampliamente documentada por Nassin NicolasTaleb, en definitiva que se trata de acontecimientos que, aunque improbables, tienen lugar en el mundo real.
Pero, ¿por qué sucede lo que teóricamente no se encuentra dentro de las previsiones del poder?. No es fácil dar una respuesta acertada sobre el por qué, puesto que muy pocos conocen los designios de la elite. Sin embargo, se trata de abordar al asunto por aproximación. Hay suspicacia en torno a la cuestión, porque en un sistema total, gobernado por la ideología capitalista, no se encuentra lugar para colocar lo improbable, cuando resulta que está todo bien atado y las masas no tienen capacidad para salirse fuera del guión marcado. Además, es poco convincente que incluso los acontecimientos libres puedan evitar el peso del determinismo mediático. Cabe otra posibilidad, y es que el cisne negro resulte ser un cisne teñido de negro ; de manera que una vez que se le vaya la capa de tinte aparezca como lo que realmente es, un cisne blanco, y se restablezca lo previsible. Por último, si es que efectivamente el suceso no estaba previsto, tampoco habrá dificultad en acercarlo a las previsiones, basta con acudir a soluciones alternativas, de las que es maestro el Derecho del poder , ya sea utilizando la ley o la jurisprudencia para adaptarlo a lo políticamente correcto, incluso ateniéndose a exigencias normativas como las que propone Hart.
El ciudadano se encuentra indeciso entre la visión comercial que se le ofrece del mundo, que no se corresponde con la que tiene que vivir, pero se agarra a las creencias. Las creencias son falsas visiones de la realidad que tratan de imponerse aprovechando el sentimentalismo natural del ser humano, al extremo de dominar la razón. Por otra parte, está la contrapropaganda, que no es sino publicidad comercial del que aspira a vender una mercancía ideológica fuera de los cauces oficiales, y que despliega argumentos para desgastar al contrario buscando convencer a las masas para que compren sus productos. Tal publicidad -pues de eso es de lo que se trata- en esos términos le ilustra interesadamente, pero contribuye a corroborar su pensamiento intuitivo, al final ya dispone de la necesaria capacidad como para superar levemente el efecto de la propaganda. Si en el primer supuesto la voluntad popular está condicionada por el peso de la propaganda oficial, por lo que esta no responde a los intereses generales, al estar dirigida desde el grupo de poder que defiende intereses particulares; en el segundo, sucede lo mismo, no se trata más que de aprovechar la percepción de la realidad por parte de los individuos, temporalmente liberada de influencias oficiales, para conducirla del lado de otros intereses en la lucha por el poder.
Dado que que la voluntad general rousseauniana está siempre manipulada, no cabe hablar de voluntad popular y menos aún de soberanía popular. Como quiera que el pueblo vota pero no gobierna, sus determinaciones en el marco de la democracia representativa, se pueden adaptar a los intereses de quien ejerce el poder o del que simplemente lo usa. Sin romper con la seguridad jurídico-política basta con tratar de razonar la norma, conforme a los intereses afectados. Es decir, siempre hay opciones para hacer que el resultado imprevisible pase a ser previsible. Por ejemplo, si una primera consulta no resulta conforme a lo previsto, se espera un tiempo razonable, se adorna de elementos accidentales y se vuelve a convocar otra o cuantas sean necesarias, hasta que se llegue al resultado apetecido por el poder -lo que es típico de repúblicas bananeras-. En las sociedades jurídicamente avanzadas, simplemente se juega a ejercer la voluntad del poder a través de su modelo de Derecho, en el que siempre encontrará resquicios usando de las funciones asignadas a la teórica división de poderes -ejecutivo, legislativo y judicial- para llegar al mismo fin.
Los casos citados, espejismos ofertados como ejemplos, tratan de poner de manifiesto que la voluntad popular se ha impuesto sobre lo que ordenaba la propaganda oficial. Sin embargo no se aprecian argumentos que permitan asegurar que estamos ante cisnes negros y no ante cisnes blancos, simplemente teñidos de negro para la ocasión. Puede ser que el tiempo termine por desvelar el enigma, por lo que sólo cabe esperar, aunque será indiferente el resultado, porque el capitalismo, se trate de cisnes blancos o cisnes negros, seguirá gobernando.
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