Cada mañana salía del sexto piso donde vivíamos dando un portazo:
—Me voy a la cárcel.
Nadie me oía. Los niños estaban en la pieza tomando leche en mamadera y mi mujer trataba de despertar bajo la ducha: lo sabía por la nube de vapor que venía hacia mí desde el fondo del pasillo como si quisiera expulsarme al exterior.
Un par de cuadras y me sentaba a esperar el bus en el paradero. Don Nicasio vendía sus periódicos y revistas en la vereda. Paraban los taxis y les metía un diario enrollado por la ventana recibiendo o lanzando una chanza por los resultados futbolísticos de la última fecha. Los taxistas leían La cuarta o Las últimas noticias. Partían el día tragando basura. Seguramente lo terminaban igual, ahítos de mierda, era cuestión de sentarse en el asiento trasero de un taxi y te hacías una idea de su forma de ver el mundo. La forma de alguien que está solo contra todos. ¿Qué se puede esperar? La forma de alguien para quien el tamaño del pan con que vuelve a casa depende exclusivamente de un esfuerzo encapsulado y en guerra contra el esfuerzo encapsulado de todos los demás. ¿Qué esperar de unos individuos aislados, si no la belicosidad? Todas las instituciones sociales vivían en ellos como si fueran órganos propios. Los órganos de un esquizofrénico.
¿Qué podía esperarse?
Hablaba con don Nicasio lo que duraba la espera de uno de esos buses oruga que se detenían ahí. Trabajaba en esa esquina desde hacía treinta años. Se levantaba a las cuatro de la mañana para ir a buscar los periódicos a la distribuidora y luego se instalaba allí a eso de las cinco o cinco y media, cuando apenas circulaban automóviles por las calles. Nunca le pregunté si valía la pena llegar tan temprano a la esquina. Para él se trataba de un hábito de hierro. Lo habían atropellado y era cojo de la pierna izquierda. Para el setenta y tres estuvo un mes preso en el Estadio Nacional y todavía despotricaba contra los furgones y patrullas policiales que de vez en cuando cruzaban ante nuestros ojos entre el tráfico de la mañana. Ataba los periódicos con unas cuerdas de nylon que guardaba en una caja de cartón para volver a anudar en la tarde los periódicos sin vender. No sé adónde volvían ni qué uso se les podía dar. Siempre me preguntaba por mis hijos con su voz rasposa. ¿Cómo está Anita? ¿Cómo está Dieguito? Cuando los fines de semana los veía aparecer en sus triciclos sacaba las cuerdas de la caja y las hacía reptar por las losas cuarteadas de la vereda como si fueran culebras. Mis hijos creían hallarse ante culebras de verdad y las perseguían tratando de pisarlas con la punta de los pies, temerosos de una mordida.
Recuerdo el frío del paradero en las nalgas. La tela delgada de los pantalones no ayudaba mucho a proteger del contacto con el asiento metálico que olía a fierro oxidado. En esos años la vestimenta formal todavía se exigía en las oficinas: traje, camisa y corbata, zapatos lustrados, pelo corto y bien peinado. Recuerdo el primer botón de la camisa presionándome la nuez de Adán. Nada del otro mundo al lado de los taxistas o la vida de don Nicasio. Pero uno no es más feliz comparando sus penurias con las de los demás. La miseria ajena no alivia; entristece.
Digamos que al lado de don Nicasio yo era un privilegiado. Había estudiado en la universidad. Tenía un trabajo formal. Podía acceder a la salud privada y a la educación privada y al sistema de pensiones privado y a una vivienda de alquiler en una comuna de la llamada clase media. Podía elegir entre una marca y otra de tallarines. Podía hacer un benchmark entre colegios para mis hijos, y luego elegir uno. Podía elegir mi ataúd y también mi cementerio. Podía elegir a costa de todo mi tiempo, por supuesto. Don Nicasio dependía de los tiempos de la salud pública: eso lo daba por hecho, pero lo pude constatar cuando se enfermó.
Venía bajando de peso ostensiblemente. Cada día lo notaba un poco más flaco, tirando a esmirriado. Sufría dolores abdominales, estocadas en el vientre. Hasta que una mañana me dijo que le habían diagnosticado un cáncer de estómago. Con un gesto enfático de los puños me dijo que estaba dispuesto a dar la pelea y que la iba a ganar. Que se la iba a ganar a esa enfermedad maldita. Me lo dijo con el mismo entusiasmo con que cada fin de semana partía a alentar a los muchachos de un club de barrio de su comuna. Era el fútbol o las drogas, según él. Un futbolista amateur más, un drogadicto menos.
Yo creo que perdió. Creo que tras la cirugía nunca más regresó a su esquina. Supe por don Willy, el conserje del edificio, que estaba convaleciente y hacía reposo. Y luego, cuando nos mudamos de aquel piso, no tuve más noticias suyas. No era viejo, no tenía más de sesenta años. La vida lo había envejecido a la velocidad de los pobres. Ha pasado bastante tiempo y a veces imagino el milagro de pasar por esa esquina y divisarlo con sus periódicos y sus culebras. Pero en las calles ya no se vocean los periódicos y mis hijos ya no creen en culebras de nylon.
Algunos años después don Willy también partió de este mundo. Nos enteramos de la tragedia por una vecina del edificio que nos avisó por teléfono. Se había ofrecido a abrir el piso de una señora que olvidó las llaves en el interior. Trepó por la caja de las escaleras hacia el balcón, dio un mal paso y cayó de espaldas de un quinto piso a los estacionamientos. Murió en el acto. Esa mañana de domingo quiso acompañar a su mujer a repartir viandas en el sector, no tendría por qué haberse encontrado en el edificio.
Esos y otros muertos iban plegando el tiempo a nuestras espaldas. Como un portazo.
*
Una de las tardes a vuelta de la oficina don Willy me atajó en la portería:
—Don Daniel, quería preguntarle, como usted trabaja en la cárcel…
Empezó a hablarme de un sobrino que estaba preso por tráfico de drogas y había enfermado. Quería saber si yo podría ayudarlo a apurar un tratamiento médico, requería atención rápida, medicamentos…
—Don Willy –lo interrumpí−, yo no trabajo en la cárcel.
—Ah, como su hijo me había dicho…
Entonces me acordé de mis portazos. En la noche le conté a mi mujer; ella no lo tomó muy a la broma. Yo no veía la gravedad del asunto. La cuestión para ella era la imagen que podía traspasarles a los niños sobre nuestra vida, la señal que podía darles de lo que significaba trabajar. Para mí la vida laboral era una cárcel en toda su extensión. Ella me sonrió con ternura. Yo era incurable. Ella me quería. Yo la quería a ella. La ternura nos protegía del naufragio.
—Habla con tu hijo, por lo menos. Explícale.
Se lo prometí.
II
Me acuclillé para colocarme a la altura de un niño de cuatro años.
—Hijo, yo no trabajo en la cárcel.
—¿Y por qué dices que vas a la cárcel?
Menuda pregunta. No supe explicarle. Había muchos asuntos que no sabía ni podía explicarle, que ni siquiera podía explicarme a mí mismo. Por las noches, antes de dormir, le decía a mi mujer que ojalá viniera un terremoto, uno muy fuerte como el que había ocurrido hacía poco. Ella les tenía pánico. Un evento natural que interrumpiera el curso de las cosas, una catástrofe que me concediera una tregua. No lo decía en broma.
Le decía también, hablando en serio, que soñaba con llegar una mañana a la esquina del centro donde se emplazaba el edificio en que trabajaba y, en vez de encontrar esa construcción monumental, maciza y como imperecedera que me iba a tragar en cuanto atravesara sus puertas, hallarme al borde de un cráter del mismo diámetro del edificio, uno de esos inmensos hoyos que dejan las bombas de gran poder destructivo. No deseaba la muerte de nadie, le decía a mi mujer. Que la bomba lanzada desde los cielos pulverizara quirúrgicamente cada uno de los muros, que arrasara hacia abajo con cada uno de los pisos subterráneos como una quimioterapia que aniquila hasta la última célula tumoral.
—Estás loco.
—Si yo estoy loco, qué queda para el resto.
*
Me despedía de don Nicasio con un pie en la pisadera del bus. A veces iba tan lleno que el conductor no podía cerrar las puertas. Un piño de trabajadores de todos los rubros posibles viajaba a sus destinos aferrados de lo que podían para no caer de espaldas a la calle. Imposible distinguir entre un contacto forzado de los cuerpos, un manoseo, un sobajeo o las intenciones de soplarte la billetera. En esas condiciones o en otras un poco más holgadas me venía a la mente una frase manida que creía ver escrita en todas las paredes de mi trayecto al trabajo: Paren el mundo, me quiero bajar.
Quizás la pregunta era y sigue siendo todavía: cómo apearse de este mundo. Sin reventar contra el pavimento. Paren el mundo, paren este carrusel que gira en círculos. Pues no nos conduce a ninguna parte y no hace más que hurtarnos el tiempo, es decir, la vida.
Por ahí podría haber empezado con mi hijo de cuatro años. Que sin duda no habría entendido nada, pues él todavía no entraba en el mundo. Ese o eso era yo en las tardes, a la vuelta del mundo: un hombre vaciado de tiempo, espiritual y neuronalmente estrujado. Estragado. No eran las complejidades intelectuales de mi trabajo las que me fundían el cerebro y el espíritu sino la clase de esfuerzo que se nos exige, que es un plegamiento, un sometimiento brutal en traje civilizado a los designios de este mundo, nuestro sacrificio a un dios cruel.
¿Cómo explicárselo a mis hijos? Sin neuronas, sin aire en el espíritu, tocaba el timbre de nuestro piso y me encogía ante el umbral para quedar a su altura. Mi cuerpo reducido representaba lo que había hecho conmigo la jornada laboral. En cuanto abría la puerta y me veía convertido en un enano mi hija gritaba hacia dentro: ¡Hermano, el papá se achicó! Se lo creía de verdad, igual que lo de las culebras. Mi hijo venía corriendo hasta la puerta y entre ambos ya sabían qué hacer: me disparaban unos rayos invisibles que tenían el poder de devolverme mi estatura normal.
Entraba con ambos colgados como monos de mis piernas hasta el dormitorio principal. Subían a la cama y me abatía sobre ellos para aplastarlos bajo el peso de mi cuerpo, para traspasarles al menos el calor, el olor, el aliento de su padre, el remanente de mi presencia, mi espectro tras nueve horas en una oficina que tenía las propiedades de un diluyente. La fuerza de gravedad jugaba con ellos en mi reemplazo: cuál de los dos zafaba primero de aquella conjunción de huesos, grasa, nervios y músculos. Puedo regocijarme hasta en los detalles de este juego que se cumplía por etapas, como un ritual. Cada forma de tomarlos y hacerlos girar por el aire o por la cama tenía su nombre:
“Gongo-Gongo”: me ponía de espaldas en la cama, los tomaba de las caderas y los hacía columpiarse de cabeza sobre mi vientre.
“Pumbuneta”: me sentaba al borde de la cama con uno de ellos sobre mis piernas y nos mecíamos atrás y adelante.
“Colgajo empanada”: de espaldas sobre el colchón los alzaba sobre mi cuerpo con ambos brazos.
“Colgajo papita”: rodaba por el colchón abrazado con uno de ellos.
Los envolvía con mi cuerpo, pero sabía que aquello no sería suficiente para protegerlos del mundo. Más adelante, poco a poco, vendría el aumento de las exigencias y los compromisos. Los deberes huecos. El culto a la sumisión. Yo no creía en los seres humanos que este mundo decía formar. Creía en ellos cada vez menos. Me parecían cada vez menos humanos, más deformes. A menor humanidad, mayor monstruosidad, para seguir con la fórmula simplista que don Nicasio aplicaba al dilema del fútbol o las drogas.
El capitalismo es una forma de la monstruosidad. Su versión totalizadora. Todo ha devenido en esa forma. ¿Alentarlos a ingresar en la monstruosidad y el sufrimiento, en el vacío, a volverse ellos mismos unos monstruos?
Con una sien o una mejilla golpeándose contra la ventanilla del bus (mientras leía aquella frase manida escrita en todas las paredes) me venían a la mente unos versos que nunca pude desarrollar en la forma de un poema:
Fuimos educados para un mundo inexistente
Ahora la rabia no me deja pensar
*
Uno de esos amaneceres previos a la rutina de levantarse para ir al trabajo tuve uno de los sueños más extraordinarios y fascinantes que pueda recordar. De ello han transcurrido cerca de quince años así que voy a transcribirlo tal como lo anoté entonces en mi diario, con la consciencia anticipada de un fracaso en el intento de expresar imágenes y sensaciones que las palabras falsearían dejando apenas el rescoldo de lo experimentado al soñar:
Me encuentro en una isla del extremo austral, en esas regiones conocidas por los mapas donde el continente se desmiembra y cae a pedazos en el mar como si las aguas se tragaran el cansancio de la tierra. La isla se llama “Aysén”, pero no guarda ninguna relación con la ciudad real. Es una isla completamente desolada, árida, rodeada por un mar embravecido que la castiga por todos sus flancos. Las olas son montañas de agua, de sus crestas a sus pies corren profundos abismos como en una cordillera en constante agitación. Desde la orilla rocosa grito aterrado ante el espectáculo y mis alaridos le inyectan más energía a las ondas. La altura que toman sus espinas monstruosas responde a la intensidad de mi espanto. Es un horror deslumbrado. Nunca me había encontrado ante un mar tan violento y caótico. Las olas se entrecruzan y chocan formando torbellinos. De pronto una se descuelga de la masa furiosa y penetra como un látigo en la tierra transformada en bola de fuego. Es un lugar que no ha sido creado a escala humana, un lugar del inicio o el fin de los tiempos. De esta desproporción surge mi pasmo, mi fascinación morbosa por el panorama que me rodea.
Luego, me interno por la isla y entro en una casa deshabitada. Es una vivienda rústica, con aires de ser una casa de veraneo. Es la casa de un amigo, alguien que conozco pero no sé quién pueda ser. Me digo que en esta isla es posible circular libremente por donde uno quiera. Y entonces me entra prisa por volver hacia la orilla para mirar las olas. La contemplación de este espectáculo me tiene subyugado. No quiero despertar, por ningún motivo. Abro los ojos y vuelvo a soñar con lo mismo. O tal vez sueño que despierto y que vuelvo a la isla. No quiero salir de aquí. Estoy gozando como nunca de mi propia pesadilla.
Me levanto de la cama y bajo la luz que recién empieza a madurar tiento unos pasos a pie pelado por el pasillo, todavía conmovido por el sueño. Me planto frente al ventanal que encara el poniente y me ofrece la vista de la iglesia y su campanario inclinado tras el gran terremoto. La cruz apunta en diagonal al cielo como una anomalía que perturba la normalidad del paisaje urbano. Recuerdo entonces la imagen de otra cruz: desde la cama de otra mujer que había sido mi pareja, la primera que tuve, contemplaba la ventana que daba a la calle y recortaba de sus piezas un madero vertical y un travesaño para formar una cruz en mi mente. Con el contraste de la luz exterior distinguía una cruz que fijaba en mi memoria como un momento eterno, como aquello que permanecería y resistiría el fluir del tiempo que arrastra todas las experiencias. Nunca he sido cristiano y todavía no me explico el afán de este ejercicio de retención y recorte de la realidad. Sí recuerdo que me percibía —y me empecinaba en esta imagen— como una estaca clavada en el tiempo fluyente. Resistiendo su marea.
La misma mañana del sueño con la isla, una mañana de sol limpio y reluciente, con la sien o acaso un pómulo golpeando contra el vidrio suelto de la ventanilla que se sacude por los baches del pavimento y la carrocería desvencijada, oí en mi mente los versos de otro poema inconcluso, o quizás nacido muerto:
Bienvenida, madre mía,
luz del mundo donde brillan los objetos
por ti vivimos, por ti morimos, por ti matamos…
Fuente: Politika
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.