Nada más decirlo y como en un sueño me transporté hacia las escaleras del edificio: un salto temporal, unos fotogramas extraviados en mi vida. O un fenómeno paranormal, de esos en los que no puedo creer. Nada más bajar por las escaleras en penumbra sentí —lo afirmo con toda seriedad— que empezábamos a hundirnos en los peldaños de concreto, cada vez un poco más, y luego cada vez más abajo, con cada paso por las veredas, como si la tierra no fuese lo suficientemente densa para sostener nuestro peso y su desasosiego. Sumergiéndonos bajo el presente, podría decirse.
VII
La tarde de invierno cuando Helmut Govinus vino a participarme de su proyecto de largometraje Los cielos más oscuros, se presentó en el umbral de la entrada con una botella de vino blanco y la simpatía perenne que ya le conocía. Entonces yo era soltero, vivía solo y tenía uno de esos empleos carcelarios que te secuestran unas nueve horas por día y después te arrojan a la calle como un escupitajo en la vereda. Al menos en esos tiempos podía disfrutar el lujo asiático de una oficina para mí solo, hoy inconcebible entre hombres de a pie adoctrinados para el trabajo en equipo y la vigilancia mutua como estupendas prácticas para volverse cada día más felices.
Nos sentamos a la mesa redonda del comedor con dos copas que empezó a rellenar mientras me hablaba de su proyecto con unos gestos amplios y envolventes. De primera no lo encontré ridículo, pero sí demasiado ambicioso como para tomárselo en serio. Diría que el argumento era la cuestión de los dos mundos, el más allá y el mundo sensible. En el más allá existían el cielo y el infierno. La aventura del protagonista, un sacerdote jesuita de siglos pasados, era la lucha íntima entre el bien y el mal durante un viaje a través de un terreno boscoso, inhóspito, donde en cada encrucijada, entre una asechanza y la siguiente, se jugaba la ventura y la desventura, la salvación y la condena. Vivos y muertos se le cruzaban por el camino como las piezas de un ajedrez metafísico. Me pareció una mezcla muy ecléctica de Pedro Páramo y la Divina Comedia. Y podía ser, por qué no, me dije. Todo puede ser.
Cada tanto Helmut se levantaba al baño y según mis estimaciones se tardaba bastante más de lo que uno se demora en desaguar una vejiga repleta. A lo mejor tiene diarrea, pensé. Me va a dejar el baño imposible. Creo que sintió remordimientos, porque a la vez siguiente, en vez de pararse al baño, sacó un papelillo de cocaína de su chaqueta de cuero y formó una línea sobre la mesa con una tarjeta de crédito. La aspiramos con el tubo de un lápiz bic. El efecto del vino blanco refluyó como una marea y nos animamos a salir por otra botella.
Por la calle me seguía hablando sin pausas de su proyecto, nada lo desviaba de este asunto y su obsesión me hizo pensar en esos jefes majaderos que te invitan a almorzar y ni siquiera mientras mastican son capaces de soltar el tema del trabajo o por lo menos de cerrar un rato la boca. De vuelta en el departamento seguimos tomando vino blanco y aspirando rayas de cocaína con el tubo del lápiz bic. Explorábamos las posibilidades narrativas y visuales de su historia. Mundos de fantasía se abrían y se apagaban como fuegos artificiales. Me estrujaba. Exprimía mi imaginación. No sé por qué me había elegido a mí. Habrá mirado a la redonda en busca de guionistas y no divisó a ninguno en el horizonte. Hasta que se topó con mi cabeza como un mojón caminero en el desierto. Sucede que mi cabeza era ordenada y quizás juiciosa, pero no era ningún sombrero de donde sacar conejos. Helmut se desbordaba y yo intentaba refrenarlo y enderezar el rumbo para evitar los desvaríos; esa parecía ser mi función aquella noche. Yo tenía tiempo, era joven y disponía de una reserva importante de paciencia. Me dejaba arrastrar por las fantasías de los demás. He perdido cada uno de esos atributos. Me retuvo unas ocho horas discutiendo las posibilidades argumentales de Los cielos más oscuros. El boceto del guión quedó esa madrugada sobre la mesa. Era una fruta muy verde, ácida, malformada. No me imaginé que me esperaba una larga relación con Helmut Govinus que incluiría llamadas de una hora desde Roma al teléfono de la oficina y el envío de las sucesivas versiones del guión a través del fax, que la secretaria me iba entregando en la forma de interminables alfombras de papel con cara de reprobación y hasta de miedo por mis actividades personales en horario laboral. Despertar a las siete de la mañana, dos horas después de la partida de Helmut, fue algo bastante desagradable. Cuando me levanté para ir al baño la piel se me desgarró de las sábanas.
VIII
Lo había conocido siete u ocho años antes de su visita al departamento, por intermedio de Ariel. Debe haber sido el noventa y cinco, y lo recuerdo bien porque antes de dejarnos caer por la fiesta en su casa fuimos al estadio Santa Laura para ver un partido de fútbol entre la Unión Española y Cobreloa. Nos hicimos hinchas de Cobreloa a comienzos de los ochenta por sus gloriosas campañas en la Copa Libertadores. Antes de aquello nos gustaban otros equipos, por lo común el puntero del campeonato nacional. Pero después de esas hazañas impensadas para un club de provincia nos mantuvimos fieles a su escudo aun en los tiempos de oscuridad deportiva.
El noventa y cinco no era un año sobresaliente para Cobreloa. Pero todavía conformaba planteles como para disputar honrosamente el campeonato nacional de primera división. Entre los hinchas de otros equipos corría la voz de que Cobreloa había sido un invento premeditado de la dictadura, con intervención directa del propio Pinochet, para desviar la atención de los crímenes políticos y las crisis sociales de la época, una maquinación al nivel de la historia de Miguel Ángel Poblete, el joven a quien se le había aparecido la Virgen de Peñablanca, que ocupó por meses o por años las portadas de los diarios y los titulares de la televisión, y que luego se reveló como una mujer con un clítoris hiperdesarrollado o tal vez como hombre con un pene hipertrofiado, nunca terminé de saberlo. O también como un montaje al estilo de otro renombrado tongo comunicacional de fines de los setenta, precursor de las fake news: un soldado desaparece en la frontera norte del país y tres días después sus compañeros de armas lo encuentran entre las dunas con una barba de varios meses. No podía recordar nada, excepto un rayo deslumbrante que lo había aspirado desde los cielos para introducirlo por la escotilla de una nave espacial. No había vuelto a la Tierra con ninguna revelación o mensaje luminoso, lamentablemente. Solo extravío mental y jaquecas terribles.
Más o menos de ese modo, con jóvenes delirantes, naves espaciales y clubes de fútbol nacidos de la noche a la mañana, había ido tirando hacia delante una dictadura criminal para desembocar al cabo de unos cuantos decenios en la marea del futuro que conforma el paisaje del presente. En ese punto estábamos perfectamente de acuerdo Ariel y yo sobre los asientos de un bus oruga, era parte del mundo en el que habíamos crecido y era además la base en común para compartir nuestras experiencias y seguir conversando a primera hora de la mañana, rumbo al trabajo.
Entretanto, yo seguía escribiendo mis versos de saldo:
Estas caras de perro en la micro
soportan gloriosos índices: cifras y curvas
para el dios de los números que jamás nos visita.
Devotas del orden y el castigo
a la resignación le prenden velas
ciegas al escolar que da chutes
a una pelota reventada.
*
Acudíamos al Santa Laura con nuestros padres y amigos de barrio las tardes de sábado y domingo, desde fines de los años setenta, cuando no había nada más que hacer que asistir al estadio en jornadas dobles y a veces hasta triples. Una sobredosis de fútbol para matar el tiempo. Desde entonces y hasta el noventa y cinco, según mis recuerdos, el Santa Laura no había cambiado mucho. Quizás habían reemplazado algunos tablones de las tribunas, por entre cuyos huecos cayeron más de una vez personas desde varios metros de altura, por planchas de lata en las que el público pegaba taconazos produciendo el efecto de un terremoto sonoro. Esto sucedía cada vez que se presentaba una jugada de peligro: un penal, un córner, un tiro libre cerca del área. No sé qué otro cambio tuvo lugar durante ese período. Quizás a la vuelta del estadio ya no existía la sanguchería “Los diablos rojos”, donde al término del último encuentro partíamos a devorar unos lomitos de cerdo en marraqueta con los que el sábado o el domingo finalizaba de una manera radiante, en los umbrales de la gloria eterna.
Es que no había mucho más. Y no nos importaba que acaso hubiera algo más. Éramos niños. Ni siquiera podíamos imaginarlo. Eso que se conoció como “apagón cultural” fue sin duda un fenómeno mucho más empobrecedor que el aislamiento causado por la represión y la censura. Hizo descender sobre nosotros una penuria del alma bajo la cual, no obstante —no hay que perderlo de vista—, muchas personas preferían habitar a cambio de una seguridad miserable, fantasmagórica, a cambio de la cual todavía prefieren seguir viviendo y hasta enviar a la hoguera a quien ose imaginar que esta no-vida podría transformarse en una verdadera vida.
Pero bueno. Habíamos crecido en dictadura, con jornadas dobles y triples en los estadios de fútbol, dibujos animados y series gringas de TV para una audiencia de subnormales, con ovnis, apariciones de la Virgen y, en nuestro caso, con una aleación de odio y terror a todo lo que oliera al mundo militar, y esa noche a la vuelta del partido entre Cobreloa y la Unión Española nos encontraríamos en casa de Helmut Govinus con un mundo que parecía trasplantado hasta aquí desde los confines del globo terráqueo.
*
Por último, recuerdo también los baños del estadio Santa Laura. Unos excusados para animales. Tampoco los habían remozado en todos esos años. Debían ser como una marca de estilo, una impronta deliberada para caracterizar el recinto deportivo. Te conminaban a aguantar la respiración el lapso justo que duraba la meada, para luego inspirar profundamente el aire del exterior. Pero se trataba de un desafío casi imposible, la mayoría de las veces el oxígeno de los pulmones se consumía antes de tiempo y por las narices y la boca se introducía un tufo de vapores pestilentes. Orina y heces. Todavía me pregunto cómo el público podía defecar en esos retretes cuyas tazas parecían enormes muelas cariadas. La necesidad, qué otra respuesta podría dar. Después de sacudirse el chorizo, los hinchas escupían sobre el aserrín que iba absorbiendo como una esponja las meadas, hasta alcanzar un punto de saturación en que la orina empezaba a apozarse sobre el cemento embaldosado y se escurría hacia fuera. A la hora del entretiempo, hombres de todas las edades congestionaban los excusados en compañía de sus hijos o nietos. Meaban y escupían. Escupían y meaban. Algunos repetían esos actos reflejos desde lo alto de las tribunas; al salir, había que mirar hacia arriba para evitarse un “pollo” en la cabeza o un chorro de lluvia dorada. Sus escudos de armas eran las banderas de los clubes, colgando como una capa colorida o como bufandas al cuello. El castigado, el apaleado, el resignado público del fútbol, en cuyo pecho creía ver de niño, en cada hombre que avanzaba en procesión desde y hacia los baños, la llamita de una vela debatiéndose entre un no puedo y un no me merezco más. Mucho antes de la marea del futuro, por supuesto.
*
Esa tarde a mediados de los noventa, al tercer o cuarto gol de la Unión Española la hinchada de Cobreloa comenzó a exasperarse y dirigió su frustración contra el entrenador de turno y también contra algunos de los jugadores de camiseta naranja. Lo recuerdo con toda claridad, porque me hizo ver la otra cara de mi amigo Ariel Palma, esa que podía observarse en contadas ocasiones, entre ellas —y sobre todo—, cuando jugaba Cobreloa. El resto del tiempo Ariel era un hombre muy comedido, hasta imperturbable, quizás al filo de la depresión, cuando no, tal vez, hundido en el pozo del desaliento. Nada parecía afectarlo. Salvo cuando jugaba nuestro equipo de fútbol.
Un puñado de hinchas loínos había bajado por las gradas hasta apostarse a unos pocos metros de la banca del equipo visitante. El Santa Laura posee ese encanto: puedes oler a los jugadores, puedes oír su respiración y su jadeo, las palabras que se gritan y las que se devuelven. Jorge Garcés era por entonces el director técnico de Cobreloa. Un aficionado a los trajes finos, gusto que no se condecía con el ambiente de los estadios, pero me parece que detrás de esta opción que iba a contramano del medio estaba la idea de “subirle el pelo” al espectáculo futbolístico, dignificarlo a la manera más bien formal o hueca en que puede entenderse la dignidad. Y Jorge Garcés no cedía un milímetro en su cruzada a favor del buen vestir.
Esa tarde —o acaso cada vez que se paraba al borde la cancha a repartir instrucciones— se había levantado el faldón de la chaqueta para meterse una mano en el bolsillo trasero del pantalón. Dificulto que se la haya metido en el culo, pero todo puede ser. A sus espaldas, los barristas estaban soltándole todo el alfabeto de groserías e insultos, desahogando en su figura la impotencia por un equipo que había perdido el norte. Y de pronto, un solo grito empezó a aglutinar los demás improperios como si la posición de la mano de Jorge Garcés resumiera, condensara y fuese la causante de todos los males futbolísticos de Cobreloa:
¡Sácate la mano del orto!
Desde la parte alta de la galería, donde tomamos asiento para ganar perspectiva sobre el campo de juego, vi a Ariel Palma bajar a saltos por las gradas hasta la esquina de la cancha en la que se apelotonaban los barristas de diferentes tribunas para gritarle una y otra vez la misma vulgaridad al entrenador de Cobreloa. Jorge Garcés se mantenía imperturbable y digno, qué más podía hacer, aunque se ha visto a entrenadores encarándose con algunos energúmenos que se aprietan contra las rejas de contención para putearlos. Sin embargo, después de un rato se sacó la mano del bolsillo posterior, se estiró la chaqueta, plisándosela, y empezó a caminar con una pretendida elegancia de ida y vuelta por un corto trecho al borde de la línea de cal como si estuviera tramando una salida genial para una situación imposible. Puro teatro, pero digno. De vez en cuando se pasaba los dedos por la melena peinándose el jopo hacia atrás, lo que me hizo recordar que el diario La Cuarta, sumamente apreciado por los taxistas, ya se dijo, lo había bautizado ‘Peineta’ Garcés, y ante una queja pública del director técnico por este apelativo, el mismo diario comenzó a tratarlo de ‘Don Peineta’. Y yo diría que así se lo recordará hasta el día del Juicio Final.
*
Tres o cuatro goles a cero. Ariel y el piño de hinchas se desplazaron como una jauría por la parte baja de la galería sur —nuestra tribuna— para quedar más cerca del delantero de Cobreloa Pedro Heidi González, que ese día tampoco estaba en su tarde. Lo llamaban Heidi por sus cachetes rosados como las mejillas de la niñita que vivía con su abuelo, entre cabras y vacas, en las faldas de los Alpes suizos. Era un delantero centro de primera categoría, seleccionado nacional, muy goleador y muy difícil de marcar. Recibía la pelota de espaldas a su rival y la escondía con el cuerpo, podía girar hacia la derecha o la izquierda, y cuando lo hacía ya había sacado una ventaja imposible de revertir para cualquier marcador. Encaraba en diagonal hacia el arco, con el balón pegado al pie, y lo más común era verlo definir con un tiro cruzado. Además, le pegaba fuerte a la pelota. Pero esa no era su tarde, ya se dijo. Y allá abajo, junto a la reja, Ariel le gritaba como un desaforado. Y de pronto, otra vez el mismo fenómeno de orden cuasi físico: una frase que brotó de la fantasía elemental de alguno de los barristas aglutinó los gritos, dio voz al malestar y se transformó en la nueva consigna de los disconformes. No se la dedicaron al Heidi sino al responsable número uno de la debacle: una vez más el Peineta Garcés, Don Peineta. No la recuerdo literalmente, pero aludía al hecho, más que improbable, de que Jorge Garcés hubiera masturbado al Heidi González, o al hecho de haberlo masturbado más de la cuenta, en exceso, con premeditación y alevosía, digamos. Como consecuencia de esa maratón de manfinflas, el Heidi se había quedado sin piernas para el partido, sin chispa, sin su característico pique explosivo de mitad de cancha hacia adelante. La paja de Jorge Garcés lo había liquidado como Dalila a Sansón cuando esa mujer infame le cortó la melena.
IX
Nos fuimos por las calles sucias de Independencia y Recoleta pateando la perra, como se dice. Estaba oscureciendo. La casa o mejor dicho el departamento de primer piso donde vivía Helmut Govinus se emplazaba en uno de esos recovecos donde mueren algunas calles del barrio Lastarria, a pasos del cerro Santa Lucía. No era un despropósito ir caminando hasta allá. Habíamos caminado distancias siderales en comparación con ese tramo de ciudad. En mi recuerdo, las sensaciones de esa caminata resumían la frustración que nos penaba como un manto turbio, nuestro smog íntimo. Una sensación amarga, compleja de describir, pero que fuimos desentrañando con los años, en irritantes viajes arriba de los buses de la locomoción colectiva, en la que pudimos reconocer el desengaño por lo que advino tras la dictadura, en nuestra larga juventud: todas las expectativas defraudadas. Habían sido tantas, tan altas, que no se vinieron abajo de una sola vez, sino que fueron abatidas una por una como los aporreados patitos del tiro al blanco. Los dueños del rifle se dieron un festín con nuestras ilusiones, en connivencia con quienes aceptaron gobernar a cambio de disparar algunos tiros y recibir a cambio unas migajas de distinto tamaño.
Me parece que esto ya se dijo.
Entonces, digo, íbamos cruzando por las calles de Independencia, las de Recoleta, las de Santiago, pateando la perra del desencanto. El resultado de un partido de fútbol podía abrir un foso de bruma a nuestros pies. El diámetro del abismo se extendía como una costura mal hecha en el tiempo, de una semana a la siguiente. Y dependiendo del resultado de la próxima fecha del campeonato, podía renovarse o cubrirse con la brea del consuelo. De ese modo íbamos tirando, digo, y aún no deja de sorprenderme que este proceso anímico aferrado a una tabla de posiciones pueda regir sobre la propia vida.
*
Bajo ese ánimo brumoso nos presentamos en la casa-departamento de Helmut Govinus, primera planta de un edificio neoclásico de unos tres o cuatro pisos, a todas luces venido a menos: muros blancos descascarados, grafitis, molduras que testimoniaban la ambiciosa elegancia de otras épocas. A paso lento subí unas escaleras en curva, acorazado de recelos y prevenciones que se me desplegaban como escudos al penetrar en regiones inexploradas. En un ánimo idéntico subió Ariel Palma, diría yo. Tocamos el timbre y nos abrieron sin pedir santo y seña. Si dábamos nuestros nombres, tampoco sabrían quiénes éramos.
*
Esa noche, por lo que recuerdo, fuimos a parar a un mundo ajeno, uno que fluía y vibraba con el arte, con cierta idea del arte o más bien con cierta idea de la cultura cuyo faro era la ciudad de Nueva York, su movida, algunos emblemas de las décadas anteriores: la Fábrica de Andy Warhol, la música de The velvet underground y Lou Reed, las películas de David Lynch. También rondaba por ahí la Bauhaus y Le Corbusier, aunque no sabría explicar de qué modo ni por qué. Nosotros veníamos de mear en los baños del estadio Santa Laura. Cobreloa había perdido cuatro a cero con la Unión Española y todavía me zumbaban en los oídos los insultos contra el Peineta Garcés. Helmut Govinus levitaba en su guarida. Las mujeres caían en trance y a nosotros nos pasaban por alto. Sabía por Ariel que Helmut también las oficiaba de fotógrafo y que las modelos de sus retratos partían fotografiándose de pie en la sala donde nos hallábamos, o aún más abajo, en las escaleras de entrada, y terminaban posando desnudas sobre la cama de Helmut, el vampiro mayor. Esta dimensión de su vida me provocaba una envidia poco sana, diría yo. Pero sentado con Ariel en unos sillones anticuados de terciopelo verde musgo, con vasos plásticos de cerveza en la mano, nos mirábamos con ojos hueros, más o menos como en los asientos de un bus oruga, sabiendo que aquel no era ni sería jamás nuestro sitio y que acaso, tal vez, en la lejana infancia encontramos un metro cuadrado de pertenencia, pero sabiendo también que no tenía sentido anclarse a la nostalgia e intentar un retorno al pasado, y acaso intuyendo que entre la marea del futuro, en curso de gestación, tampoco habría un lugar. Éramos un blindado atravesando un tiempo irreconocible. Y ahora que lo escribo, pienso en el final de Archipiélago, el poema de Hölderlin:
…y cuando el tiempo torrencial
se apodere de mi cabeza, y la miseria y el desvarío
entre los mortales estremezcan mi vida mortal,
déjame meditar en el silencio de tus profundidades.
*
Pero lo que más nítido retengo de aquella noche, y esto tal vez guarde relación con la nostalgia y el lugar de pertenencia, fue el hecho de dirigir los recuerdos hacia un programa televisivo de mediados de los ochenta, que Ariel Palma también sintonizaba en el living de su casa. Lo pasaban cada miércoles a las diez de la noche en el canal de la Universidad Católica de Valparaíso, señal cinco para nosotros, cuyas imágenes y sonidos se recibían mal, con rayas, espectros y chirridos, lo que obligaba a levantarse y mover cada tanto la antena sobre el televisor. Se llamaba Tertulia. Cuatro vejetes conversando en torno a una mesa redonda. Y uno de los hechos que más me sorprendía esa noche era mi capacidad de recordar el nombre de cada contertulio como la alineación de un equipo de fútbol: Willie Arthur, Domingo Durán, Germán Becker y el escritor José Luis Rosasco. Cuatro hombres que podrían haber sido mis abuelos, exceptuando al escritor Rosasco, el más joven. Cuatro defensores de la dictadura, sin lugar a dudas, pero de la vieja escuela. El estudio o comedor donde se grababa el programa olía a naftalina. No hablaban de política sino de recuerdos íntimos, historias de campo, de haciendas y fundos patronales. Parecían emanaciones de la vieja oligarquía agraria, ya extinta, y arrastraban los recuerdos como sonajeros de nostalgia evocando un mundo perdido. Conversaban sobre una montaña de tropelías y huesos, los masacrados de la dictadura, y no era improbable, me decía yo, que por sus tierras hubieran pasado patrullas de soldados rastrillando los campos para cobrarse cuentas con los campesinos de la Unidad Popular. Si no habían participado en atropellos, con toda probabilidad los habían aplaudido o hecho la vista gorda. Conversaban muy animados, con una nostalgia que era la razón de ser de Tertulia, ella era el convidado de honor a la mesa. Y lo más desconcertante de todo: no me los perdía cada miércoles. Y debo decir que mientras se proseguía con la faena de represión y saqueo a toda máquina, dos movimientos de un mismo cuerpo, era para mí un respiro atender a sus conversaciones. Aunque los encontrara absolutamente rancios, y ridículas sus añoranzas y suspiros, era como si la vida, su pulpa, fuera un líquido que siempre se escurre, que no puede asentarse, que se amolda a cualquier circunstancia; era como si ese atributo proteico de la naturaleza humana sirviera para comprender nuestra modorra otoñal.
En esos momentos, una de las mujeres que quizás Helmut atraería esa noche hacia su cama entre uno y otro clic del obturador, vino a sentarse con nosotros y nos ofreció una hospitalidad caritativa cruzando sus hermosas y largas piernas delante de nuestros ojos. Los suyos brillaron al hablar, y su frase me sonó un poco más argentina que chilena:
—¿Qué tal los chicos?
Yo, lo recuerdo, le solté de corrido:
—Aquí nomás, recordando el programa Tertulia del viejo Willie Arthur, que parecía el emperador de La guerra de las galaxias. Año ochenta y cinco, UCV televisión, miércoles a las diez pm. No sé si te acuerdas…
Nada más decirlo y como en un sueño me transporté hacia las escaleras del edificio: un salto temporal, unos fotogramas extraviados en mi vida. O un fenómeno paranormal, de esos en los que no puedo creer. Nada más bajar por las escaleras en penumbra sentí —lo afirmo con toda seriedad— que empezábamos a hundirnos en los peldaños de concreto, cada vez un poco más, y luego cada vez más abajo, con cada paso por las veredas, como si la tierra no fuese lo suficientemente densa para sostener nuestro peso y su desasosiego. Sumergiéndonos bajo el presente, podría decirse.
Fuente: Politika