Para producir el cortometraje Helmut se lo llevó a vivir por seis meses a una casa de playa al sur de Matanzas, un lugar solitario y muy ventoso al borde de un acantilado. Una forma más sofisticada de secuestro, tal vez. Ariel se pasaba unas nueve o diez horas por día recortando las figuras de los fotogramas y montándolas sobre unos escenarios fantásticos que Helmut había fabricado con sus propias manos.
VI
El primer pago por los derechos de negociación de la película me sirvió para cubrir casi la mitad del arriendo de nuestro piso. Quizás no estaba tan mal. A mi mujer tampoco le pareció tan mal y yo le dije triunfante: “¿Viste?”. En el contrato se comprometían cuatro pagos en el plazo de seis meses, en un período que más o menos coincidía con uno de los sucesivos aumentos en el precio del arriendo. Y si ese intermediario que para mí era apenas un nombre, un ser anónimo y como de ficción que se movía entre productores de cine en busca de financiamiento para Los cielos más oscuros, conseguía comprometer algunos millones de dólares, entonces el asunto saltaría a otra escala. Una escala en la que se sacudiría de la ridiculez que de momento irradiaba. En esa otra escala quizás seguiría siendo ridículo, pues tal vez el proyecto de Helmut era intrínsecamente ridículo. Pero tal vez no. Por lo menos se abría la posibilidad de quitarse el traje de la ridiculez. Eso me decía yo, al tiempo que advertía cómo lo ridículo nos persigue de sol a sombra.
No he dicho que el contrato había sido redactado en italiano porque Helmut Govinus vivía en Roma fabricando maquetas para proyectos de titulación de Arquitectura. Él mismo había estudiado en Chile esa carrera con los ingresos que recibió por la venta de la flota de buses interurbanos a una empresa de transporte de pasajeros de alcance nacional. Otra vez la cuestión de las escalas. Las escalas y las palomas se debería llamar esta historia, pero sospecho que nadie entendería muy bien por qué. El caso es que Helmut poseía una habilidad prodigiosa con las manos, una motricidad fina al nivel de un robot o de un mago, y una imaginación plástica que lo inducía a componer objetos con desechos o con piezas de otros objetos, unos artefactos que parecían seres recién venidos al mundo, frescos de novedad en su ensamblaje sorprendente, inclasificables, inútiles de principio a fin y resistentes a cualquier intento de simbolización. Nadie podría decir qué eran o representaban. Los artefactos de Helmut Govinus, eso eran nada más. Incluso cuando el proyecto de filmar Los cielos más oscuros acabara convertido en polvo (sin embargo, jamás renunció a la fe en su resurrección espontánea, imprevista, milagrosa o acaso estimulada por la intervención de un dios que vendría a salvarnos, moviéndome a pensar que hasta dentro del ataúd aún creería en la inmortalidad de su película), Helmut siguió compartiéndome por distintas vías las fotos de sus artefactos quizás para darme a entender también que del corazón de esos objetos extraños y cautivantes un día iba a florecer un largometraje, yo no podría decir de qué manera.
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Su primer cortometraje, al menos el primero que vi, estaba impregnado de ese talento suyo con las manos y de un trabajo tan minucioso como obsesivo y tiránico para quienes participaron en él. Lo conozco en detalle porque Ariel fue una de sus primeras víctimas.
Mi amigo Ariel Palma estudió realización audiovisual y no creo equivocarme si digo que ese trabajo a las órdenes de Helmut fue su única experiencia propiamente vinculada al cine. De ahí en más su vida laboral fue una deriva más o menos parecida a la mía. En su caso, la batidora social lo había arrojado a una empresa de estudios de mercado donde procesaba toda clase de encuestas, todo el día.
Para producir el cortometraje Helmut se lo llevó a vivir por seis meses a una casa de playa al sur de Matanzas, un lugar solitario y muy ventoso al borde de un acantilado. Una forma más sofisticada de secuestro, tal vez. Ariel se pasaba unas nueve o diez horas por día recortando las figuras de los fotogramas y montándolas sobre unos escenarios fantásticos que Helmut había fabricado con sus propias manos. Ya se sabe: nada más ni nada menos que veinticuatro fotogramas por segundo, mil cuatrocientos cuarenta fotogramas por minuto. La duración del cortometraje era de unos veinte minutos, o sea, Ariel debió recortar durante ese tiempo unas veintiocho mil ochocientas veces cada una de las figuras para animarlas sobre los fondos fantásticos creados por Helmut.
Pero en rigor había solo dos personajes que recortar: al propio Helmut Govinus, que había decidido protagonizar el cortometraje y encarnarse en un viajero estelar a lo Principito, pero más maduro, más alto, más peludo y bastante menos inocente, diría yo, y a la actriz checa Aryna Pasarova, que todos conocíamos por algunas películas de culto pasadas en funciones vespertinas del Cine Arte Normandie a mediados o hacia fines de los ochenta, y cuyo nombre hacía pensar más bien en una tenista del circuito profesional. Un par de figuritas de celuloide de unos dos centímetros de altura que casi lo hicieron arrojarse a los pies del acantilado durante la reclusión al sur de Matanzas. Recortar con tijeras y cuchillo cartonero y pegar sobre una base con el entorno fantástico de fondo. Arena, huiros, piedras de colores, moluscos, espinazos de pescados, patas de jaibas. Era como introducirlos en una pecera junto con criaturas monstruosas. Recortar, pegar, fotografiar. Animar cuadro a cuadro cada fotograma. Volver a recortar, a pegar y a fotografiar. Un progreso apenas perceptible, como los meses que pasó Ariel Palma recluido en Matanzas.
Para Helmut, el amor de sus protagonistas tenía que manifestarse como un sentimiento sublime, religioso, etéreo, digamos que a una escala dantesca. Seguro que se había enamorado de Aryna Pasarova durante las funciones vespertinas del Cine Arte Normandie. Todos nos enamoramos de ella más o menos de la misma forma. De su pelo color miel. De sus ojos color miel. De su piel color miel. De su sexo con sabor a miel. Algunos se habrán masturbado más que otros. Una sola mirada de Aryna te dejaba prendado. Su padre la abusó cuando era una niña: eso decía una leyenda negra y también morbosa. Y la violencia sexual transmutó su cuerpo en una llaga y sus ojos en panales huecos por donde salía el dolor. Aunque no pudiera captar la relación más que por una analogía de imágenes, me hacía pensar en los últimos versos de la “Balada de la vida exterior” de Hugo von Hofmannsthal:
¿Qué importa haber mirado tantas cosas?
No obstante, dice mucho quien dice “Anochecer”,
una palabra de donde fluyen sentido profundo y pena
como pesada miel de un panal hueco.
A mediados de los noventa Aryna aún era capaz de embrujarte. Estaba entre los cuarenta y los cincuenta años y los productores de cine ya no la buscaban para representar papeles de mujer fatal o jovencita atormentada. Venía retirándose de las pantallas y tal vez por eso aceptó que un trío de aprendices viajara hasta Los Ángeles, Estados Unidos, para filmar una historia muy simple que iba a producirse de la manera más complicada posible, es decir, recortando miles de figuritas de celuloide en una casa al sur de Matanzas.
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Desconozco por cuáles vías Helmut Govinus se puso en contacto con un productor chileno radicado en Los Ángeles. Un tipo que se había asimilado de tal manera a la cultura hollywoodense que parecía una caricatura de los productores de cine. Alguien muy chabacano, quiero decir. Y ridículo, como mucho de lo que voy contando en esta historia. Vestía unos trajes blancos de lino, camisa abierta y sombrero panamá. No sé si fumaba puros y salía a pasear por el Paseo de las estrellas con una pareja de perros galgos. Por qué no. Se refería a Aryna Pasarova como “El Talento”. No podías moverlo de ese apelativo, me hizo saber Ariel Palma. O quizás era “The Talent”. El Talento está por llegar, el Talento viene en camino, al Talento no le gusta esto, al Talento tampoco le gusta esto otro, límpiate la boca si vas a hablar del Talento. No quedaban dudas de que el Talento era una impresionante madeja de caprichos como corresponde a una celebridad del cine, y que solo este productor sabía tratarla. Estaban en el Olimpo, él era un intermediario de los dioses y el trío de sudacas venía a picotear de las migajas de talento que se les dispensaban.
El tercer viajero en la aventura era hijo del propietario de una conocida marca de pegamentos nacionales. Alguien a quien podría llamarse el rey de la cola fría o el neoprén. Helmut Govinus poseía una capacidad superior para rodearse de amistades muy heterogéneas y hacerlas cohabitar más o menos por las buenas dentro de la iglesia de sus proyectos. Los convencía, los engatusaba, los deslumbraba o, por último, les despertaba el apetito de darle el palo al gato para escapar de este mundo por la escotilla superior. No sé de qué manera arrastró a Ariel Palma hasta Los Ángeles y lo hizo convivir dos semanas con este —digamos— Rey de los pegamentos Jr. Se llamaba Kurt y también tenía sangre alemana. Era uno de esos tataranietos de inmigrantes que supuran una nostalgia vicaria por todo lo germano en los salones del Club Manquehue, en la comuna de Vitacura. Un alemanote de cuello grueso y rojizo, ancho como un tonel y muy rústico, pura prepotencia, me hizo saber Ariel. Las responsabilidades de productor ejecutivo que le asignó Helmut para ir al encuentro del Talento hicieron brotar toda la materia podrida de Kurt, que no era poca. Les pagó desde el taxi al aeropuerto Pudahuel en adelante y se los hizo notar a cada momento, pero en dos versiones muy diferentes de su carácter. Con Helmut se comportaba como un socio involucrado a fondo en el proyecto y con Ariel Palma como un patrón de fundo ante un peón, o como si hubiese contratado un mocito para atender sus necesidades personales. Cuando Helmut se lo presentó como director de fotografía del cortometraje, Kurt miró a Ariel de arriba abajo palpándose ostentosamente los bolsillos del pantalón. ¿Y a quién le ha ganado?, preguntó.
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Un viaje insufrible, una prueba extrema de paciencia, me hizo saber Ariel arriba de un bus oruga. Día y noche debió soportar los exabruptos y la ordinariez de Kurt, quien se figuraba en la senda de la gloria por filmar un cortometraje con Aryna Pasarova en Los Ángeles, en lo que olfateaba la oportunidad para alejarse del destino de los pegamentos y hacer carrera en negocios que prometían hacerte soñar, y recibir a cambio los sueños convertidos en dinero.
No hay que extrañarse ni violentarse por lo que me contaba Ariel arriba de un bus de la locomoción colectiva. Con la sien chocando contra la ventanilla, yo me decía que para la marea del futuro y para todos los que se habían acoplado a ella, actuar con segundas intenciones era la norma de conducta: desplegar la actividad en un terreno, digamos el de lo real y lo concreto, pero tender siempre la mirada hacia lo general y lo abstracto. Así funcionaba el ciclo de la mercancía, y era natural que su destino más íntimo fuera la inevitable y progresiva degradación de lo real. Todos quienes lo ponían en práctica contribuían en mayor o menor medida a ir introduciendo lo real en un molinillo que hacía pedazos la singularidad de la vida: mal que mal, vivían para ello.
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El auto de alquiler descapotable corría al atardecer por una tierra plana y seca hacia la ciudad de Las Vegas cuando en el horizonte apareció la montaña rusa más grande que hubieran visto en sus vidas, me dijo Ariel Palma. Su silueta se recortaba contra el sol poniente como uno de los gigantes del Quijote extraviado en otras latitudes. Sin preguntarles nada (quizás lo consultó con Helmut, pero desde el asiento trasero Ariel no podía oír sus diálogos) Kurt torció por una ruta perpendicular y condujo directo hacia la montaña rusa, pagó los boletos y los hizo subir a un engendro de fierros retorcidos. A la segunda vuelta cabeza abajo Ariel pedía a gritos que detuvieran el carro, sin importarle las burlas y las risotadas enfermizas de Kurt. Hizo su entrada en Las Vegas con las ropas empapadas de vómito. Mientras oía su relato en el bus me vinieron a la mente otros versos sueltos de esos que entonces anotaba en mi libretita:
Unos caballeros azules
caminan por ríos secos
hacia las cataratas
Con la plata de Kurt jugaron hasta muy tarde en las máquinas tragamonedas, en alguno de los tantos casinos de la ciudad, y después, hacia la madrugada, el hombre de los pegamentos los condujo hasta un lap dance, esos espectáculos donde las mujeres van quitándose la ropa sobre una tarima, se enroscan en un caño vertical, te acercan las tetas hasta la nariz y debes encajarles entremedio del sostén unos dólares enrollados. Por un precio adicional puedes acceder a un private dance, un baile privado al interior de una cabina. Kurt les pagó también este otro espectáculo que Ariel no conocía. Una mujer de cuerpo perfecto, lustrosa de aceites, se contonea ante tus narices al ritmo de la música y casi que pega el sexo depilado, las tetas y el culo a tu cara. Este “casi” hace toda la diferencia. No se te ocurra tocarla: detrás tienes a un gorila de seguridad de unos dos metros que te levanta por los sobacos si tus manos no resisten el llamado de la carne. Quizás te arrastre de los pelos hasta la policía y te expulsen del país. Quizás te manden a Guantánamo. Es el suplicio de Tántalo. La situación no excita; exaspera. Una mujer desnuda a quien pagan para despertar tu deseo. Un gorila de dos metros a quien pagan para controlar tus tentaciones. Un cliente que paga por exasperarse y ser vigilado. Todo se incluye dentro del precio, también Guantánamo. Si pagas mucho más, quizás tengas la posibilidad de llevarla a la cama. No tienes cómo saberlo pues tampoco está permitido dirigirle la palabra. Además, esta noche Kurt no vuelve a meterse la mano al bolsillo sino que se desploma como muerto sobre la cama del hotel.
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Aryna Pasarova demostró ser un ángel de miel, una dulzura de persona, o lo que viene a ser más o menos lo mismo, a mi modo de ver: un ser impenetrable, intocable, imposible de conocer. Parecía fascinada con las ideas de Helmut Govinus, con su creatividad etérea y su dudosa candidez artística, y también con formar parte de una historia semejante a un cuento de hadas que transcurre en un fondo marino poblado de seres horripilantes. Se dejó filmar en un pequeño estudio sin ningún inconveniente, a pesar de todas las prevenciones del productor chileno avecindado en Los Ángeles. Y se portó muy gentil con Ariel Palma, que tiempo después, durante el encierro en Matanzas, se guardó en un bolsillo de la camisa una de sus figuritas que todavía portaba en la billetera, no como recuerdo de su encuentro con la actriz de culto, sino como amuleto o talismán. Me la enseñó una mañana arriba del bus oruga, al trasluz de la ventanilla. Estaba desgastada, desvaída, apenas reconocible. Ese modesto hurto tenía algún significado especial para Ariel, como si hubiera sustraído el tesoro de un templo. El hecho de que en un punto del cortometraje hubiera una ausencia imperceptible, una falta o una brecha en la narración de un cuento de hadas, una zancadilla a los propósitos tiránicos de Helmut Govinus, le parecía un desquite que había puesto las cosas en su lugar. Como nadie podría advertirlo jamás, no le encontré ningún sentido a sus palabras ni al robo de la figurita. Pero me quedé callado porque lo vi muy convencido de lo que me decía, y además porque a la cuadra siguiente se abrieron las puertas del medio y nos bajamos del bus.