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Provincias del Imperio – II Parte – Cap. V y VI

Fuentes: Rebelión

Pero esta noche es imposible. Es impensable. Sigo imaginando por cuenta propia.

V

El Mierda fue nombrado jefe de la unidad, nombrado a dedo por el gerente general. No por secundarlo como un perro en las escaladas de montaña los fines de semana, lo hizo como un reconocimiento a las púas de erizo que le crecían en la espalda a la manera de antenas, las que a sus ojos podían servir para controlar más de cerca al pelotón de la sala anexa, una labor siempre ingrata para los altos mandos. No por nada, de vez en cuando el gerente general venía de visita y nos soltaba en broma, como a unos bebés: “¡despertaaar!”, sospechando que por alguna razón hasta topológica los párpados nos pesaban bastante más que a los traders.

El Mierda rebullía de emoción. Se derretía por dentro, incapaz de disimular el placer de la noticia aunque lo intentara con una mueca inédita como si estuviera sufriendo una parálisis facial. Dijo, así tal cual, que lo agradecía desde lo más hondo de su corazón y que lo asumía con toda la responsabilidad y la seriedad que comportaba su nuevo cargo. Una y otra vez agradecía la confianza con una sonrisa petrificada. Habíamos pasado de la pecera a la sala mayor, ya estábamos en el pasillo que conectaba las distintas sub-mesas: la de renta variable, la de renta fija, la de cartera propia, la de clientes institucionales, la de monedas, la de administración de cartera de terceros, la de a quién le importa todo esto. Al Mierda lo nombraron jefe, ese era el único hecho esencial del día, de la semana y del año. Aparecieron bandejas de canapés, tapaditos, cócteles, petites bouchées. En ocasiones como esa se derrochaba generosidad, la mesa de dinero nunca mostró tacañería para celebrar el eterno retorno de su horrible existencia.

Y luego empezó a corearse: “¡que hable, que hable!”, y el Mierda volvió a repetir su letanía como un futbolista en conferencia de prensa. Había que felicitarlo. ¿Había? Todos los hacían. Una fila de operadores de mesa esperando para darle un abrazo y desearle mucho éxito en su nuevo desafío, como les gustaba decir. Tenía que decidirme luego, pensar en qué decirle. Decidirme entre ser un hipócrita, un blando que cede por temor, o un tonto empecinado en hacerle un desaire a alguien que desde la mañana siguiente tendrá una peligrosa cuota de poder sobre su persona. Saludar o no saludar. Más o menos con esa suerte de encrucijadas, me dije, pero a una escala metafísica, tenía que enfrentarse Antoine von Klaveris si algún día llegaba a rodarse Los cielos más oscuros.

Me puse en la fila, lo abracé. Felicitaciones, le dije. Apenas me salió la voz. Diría que se me escapó un gallito adolescente, un hipocorístico que me arrastró por el lodazal. Todo bien, dijo, como si un sumo pontífice me diera la absolución: “Te perdono”. Gracias. Borrón y cuenta nueva. Mañana es otra historia: eso quería decirme. Mañana partíamos de cero. Su diplomacia me alcanzaba como una escena de El Padrino. Para mí, la única salida habría sido la sinceridad, una frase del tipo: “Jamás nos entendimos, jamás nos entenderemos, no hay diálogo posible entre tú y yo, somos países que cortaron relaciones”. Por el contrario, bajo alguna clase de alucinación, tal vez afectado por las circunstancias, creía escuchar la corriente clara de sus pensamientos: “Se te acabaron las siestecitas en el wáter, fin a las escapadas al café. A huevones como tú los conozco de memoria y sé muy bien cómo tratarlos. La no-vida es nuestro hogar, nuestro querido infierno cotidiano. Bienvenido. Conmigo aprenderás a aceptarla”.

Tales palabras telepáticas oí esa jornada en la mesa de dinero, con el reloj de pared machacando sus agujas sobre mi cabeza. Doy fe de ello.

VI

Por las sinuosas vías a través de las cuales se esparcen los rumores corrió la voz de que entre Javiera y Espejo, un operador joven y muy cotizado por las mujeres solteras, había pasado algo. En ese “algo” de por sí vago cabían unas cuantas posibilidades y la misma vaguedad se ofreció de alimento para el monstruo de las especulaciones que por un tiempo electrizaron los diálogos de pasillo y las sobremesas del almuerzo, verdaderos carnavales de pelambres de los que ningún ausente salía indemne. Se rumoreaba que todo —lo que cupiera dentro del “todo”— partió en el Comité de Inversiones, al que Espejo asistía en representación de la mesa que compraba y vendía acciones por mandato de los clientes. El gerente de inversiones les encargó revisar línea por línea mi informe. No me tenía ni un ápice de confianza y se ocupaba de publicar sus dudas conmigo. Especial cuidado con los colores del semáforo, dijo, mucho ojo con los verbos en mayúsculas. Comas y puntos le importaban un cuesco. ¿Se ha visto un crac bursátil por culpa de un signo ortográfico? Nadie podría sostener lo contrario. Si alguna vez se me pasó un detalle el susodicho armó un escándalo en el comité de inversiones. El Mierda tuvo que intervenir, no en mi defensa, se entiende, sino porque yo era parte de su increíble equipo de apoyo al negocio. Después del alegato me citó en su oficina, que no alcanzaba para tal (dos paneles encerrando una esquina), para llamarme la atención. Me habló en voz baja tratando de mantener un tono neutro, hasta confidente, frunciéndose, calibrando las frases para no estallar en cólera. Cualquier exabrupto podía jugarle en contra. Esperaba su desquite en la evaluación de desempeño, la hora en la cual los jefes nos hacían rechinar con las leyes de su lado.

—No se volverá a repetir —le dije bajando la cabeza, y me retiré con una ostentosa reverencia sintiendo el rebullir de su sangre y mi propia sentencia en el aire.

*

Se decía —rumores sobre rumores— que algo pasó entre Javiera y Espejo, algo que se inició en la pecera mientras revisaban los horrores de mi informe. Un algo en lo que en cierto modo yo estaba involucrado cual involuntaria Celestina. Se cuchicheaba en los pasillos, en los rincones solitarios, en el casino a la hora de almuerzo, en la sala de reuniones apenas un segundo antes de que ellos se integraran al comité.

Espejo también pertenecía a la marea del futuro, le dije a Ariel Palma arriba de una micro para que se hiciera una idea de la relación entre Javiera y el operador de mesa, lo que para mí equivalía a decretar un misterio, pues nos sentíamos totalmente excluidos de las relaciones sentimentales entre los miembros de esa marea avasalladora, aunque muy intrigados de su naturaleza, por cierto. Debía existir un fondo humano en común, nos decíamos como planteo hipotético dentro de un bus oruga, sin embargo, el cambio de época enturbiaba hasta el enigma la tonalidad de sus vínculos.

No obstante, para mí Espejo constituía un caso especial. Su paso por la mesa de dinero sería transitorio, nos repetía, un paso fugaz, y solo mientras fuese necesario apuntalar la fábrica de cerveza artesanal, que era su verdadera pasión de emprendedor por cuenta propia. Que tuviese la mente en otro lugar no le impedía rendir de manera eficiente en la mesa, a diferencia de mí. Lo veía adaptarse sin problemas a sus mecanismos y exigencias, a la lógica imperante, a la cultura y a sus convenciones. Lo veía cumplir las metas y hacer frente a múltiples demandas contra las cuales yo corría el riesgo cotidiano de estrellarme. Pues la marea del futuro estaba hecha para rendir bajo cualquier circunstancia, le decía a Ariel arriba de una micro, y esa habilidad sobresaliente marcaba una diferencia decisiva con nosotros, solo estaba por verse de qué lado anotar el signo negativo de la cuestión.

En cuanto tenía oportunidad Espejo empezaba a explicarnos el proceso de fabricación de cerveza artesanal. Lo hacía con un entusiasmo digno de mejores causas, me decía yo, y en un mundo donde la producción artesanal es una anécdota para alegrar los corazones. Más o menos de ese modo —me decía por las noches junto a mi mujer dormida, muerta de cansancio— habrá intentado Espejo alegrar el corazón de Javiera la tarde en que salieron juntos de la mesa para tomarse unos tragos en un hotel del barrio El Golf. Esa primera noche de insomnio, en mi cabeza empezó a tomar cuerpo una realidad casi palpable a partir de los rumores que fueron decantando, no sabría decir cómo, en una versión unificada de lo que había ocurrido entre ellos. Ese “algo”, digo.

Una de las traders de cartera propia echó a correr la historia. Hasta entonces, una de las mejores amigas de Javiera en la mesa, una de las más íntimas, una de sus confidentes habituales. Eso me hizo saber ella después, conteniendo las lágrimas. Estaba terriblemente decepcionada, le había entregado su confianza a esa nueva amiga como cualquier empleado que necesita consejos y puntos de orientación para adaptarse a un trabajo. Y ahora estaba de luto por la pérdida de la amistad.

Más que desproporcionada, su dolencia me pareció fantástica, surgida de un espejismo o de un equívoco al que Javiera se aferraba a sabiendas como si la única posibilidad en las relaciones humanas fuera jugar el juego de lo irreal, de aquello que no acontece de verdad. Tal vez en ese pliegue se escondía el misterio de las relaciones entre la marea del futuro, y de ahí que no pudiéramos embarcarnos en ellas, le comenté a Ariel arriba de un bus oruga de la locomoción colectiva.

*

Pero me estoy adelantando. Yo imaginaba durante las noches, tendido de espaldas sobre mi cama. Para tratar de entender esa marea envolvente y para acercarme a Javiera, que había sido parte, por no decir la causante, de un hecho probadamente imposible: demorar el tiempo en las agujas del reloj. Cocinando todos los rumores a fuego lento los había instalado a ambos, a ella y a Espejo, en la mesa de un hotel de moda en el barrio El Golf, el barrio de los traders y los regalones del mundo financiero. Y en esa mesa los oía hablar sobre la producción de cerveza artesanal por medios naturales, orgánicos, sin la intervención de agentes químicos externos: Espejo le explica un proceso que involucra alambiques y cacerolas, fermentación y olores a podrido. A Javiera, puedo imaginar, este proceso le resulta bastante desagradable, si no francamente repulsivo, pero se cuida de demostrarlo. Disuelve con un palillo el cubo de hielo al fondo de la copa de su daiquiri, que es una copa con forma de sombrerito chino al revés. Me veo impelido a imaginar estos detalles, le digo a Ariel Palma, como si a través de los detalles pudiera penetrar en el misterio de las cuestiones que conciernen a la marea del futuro y que sin duda nos amenazan como un sitio que va inundándose de a poco. Es notorio que en Espejo palpita una pasión por lo orgánico, una militancia en lo natural, una aversión por lo inorgánico. Y para dar cuenta de estos tiempos se me viene a la mente el remedo de una frase con historia: la vía chilena a la comida orgánica. Sigo imaginando. Por los agujeros del cielo falso fisgonean las narices rojas, zorrunas, de unas lámparas cónicas que proyectan haces de luz sobre los taburetes donde ellos conversan, que también son de un rojo lacado, brillante, y al fondo del bar se ven sillones y sofás de cuero sintético, rojos carmesí, también brillantes, donde la marea del futuro se desparrama a gusto y voluntad haciendo valer su sitio en el presente, me digo, imaginando.

De pronto quisiera despertar a mi mujer para participarla de mi delirio. Arrancarla de su sueño de piedra para compartir con ella mi destino extraviado y convertirlo en un misil teledirigido capaz de hacer añicos el presente, participarla de mi proyecto de traición hacia ella en la forma de un palillo chino para reconfigurar todo el mapa de nuestras relaciones mutuas y con el mundo entero.

Pero esta noche es imposible. Es impensable. Sigo imaginando por cuenta propia.

Del hotel del barrio El Golf al departamento de Espejo en Las Condes, cerca de donde vive el gerente general —con quien se cruza a veces en el gimnasio de otro hotel—, quizás mi imaginación ha dado un salto brusco, una elipsis inconcebible. Pero no deja de ser un salto forzoso, pues la noche en efecto prosigue allí, si uno se anima a dar crédito a especulaciones y rumores que terminaron bastante mal para Javiera. Los veo ahora sentados uno frente al otro en el mesón de una cocina americana reluciente, Espejo del lado del anfitrión, ella del lado del huésped. El dueño de casa destapa un par de botellas de su producción artesanal con una etiqueta donde se lee “Espejo polar”. Toma unos vasos escarchados del congelador y vierte el líquido ambarino y espumoso dentro, hasta colmarlos. Brindan y beben. A ella le resulta muy agria la cerveza, muy fuerte, y otra vez es necesario apartar los pensamientos sobre la fermentación para poder trasegarla, despejarse el pelo de la frente y poner la mejor cara al operador de renta variable. Mal que mal, imagino, Espejo y su departamento del piso catorce con vista al barrio alto y las montañas nevadas, y su vida en general, le resultan muy atractivos y seductores a Javiera y echan a volar su propia imaginación a una velocidad que a mí se me hace difícil de seguir en una sola noche de insomnio. Es un circuito vertiginoso por los principales hitos de la vida: romance, viajes al extranjero, boda soñada, hijos en colegios particulares de primer nivel, una casa o un buen departamento por estos barrios, una mano para ayudar a su madre (que de momento vive con ella, colgando como un pedúnculo de sus ingresos), para paliar e incluso vengar sus penurias ancestrales, un mohín de permanente desprecio hacia su hermana mayor, eterna rival desde que tiene memoria. En esta parte la película, imagino, podría llamarse Retroceder nunca, rendirse jamás, como la cinta de Jean-Claude Van Damme… La muerte se queda abajo del recorrido o de la película aunque tenga orden de allanamiento, imagino también.

*

Lo que sigue a continuación me resultó muy arduo de concebir, le digo a Ariel Palma arriba de un bus oruga. Le digo que mis recursos, extraídos de mi propia experiencia, me parecían muy limitados para pegar este salto al abordaje de un encuentro sexual entre dos especímenes de la marea del futuro. ¿Cómo hacerlo, aun cuando debería ser tan simple? Se trataba de imaginar, durante una o más noches de insomnio, una relación sexual y sus prolegómenos. ¿Cómo hacerlo?, le pregunto a Ariel, que no me responde, ensimismado como de costumbre. Se tocan, se besan, se acarician; de acuerdo, pero ¿qué sucede realmente? ¿Es un acto mecánico, como de manual, inspirado en videos de las redes sociales? ¿Una improvisación, algo espontáneo? ¿Es con miedo, con grandes aprehensiones? ¿Con confianza o desconfianza? ¿Con ternura o como si se tratara de un reto o un desafío? ¿Un reto hacia la propia posibilidad de responder al desafío o un reto hacia el otro y su capacidad de respuesta? ¿Una entrega desinteresada? ¿Una fiesta, una celebración de los cuerpos y la posibilidad de proporcionarse placer mutuo? ¿Es amor? ¿Es algo relacionado con la religión o con el dinero? ¿Una transacción comercial? ¿Un encuentro con segundas intenciones? ¿La posibilidad de superar la pobreza por toda la eternidad? ¿O un desencuentro metafísico? ¿Cuál es el fondo de las relaciones humanas? ¿O solo la forma hace el fondo sobre el abismo?

Tuvieron relaciones, es un hecho, si uno se atiene a los rumores que desparrama una mujer malintencionada en una mesa de dinero. Y lo que sigue al sexo es quizás el nudo doloroso de los rumores, pues de ello vendrá la decepción de Javiera y la reiteración de una idea que la atormenta, imagino en la cama: la idea de que ella no se merece lo mejor (aunque se sienta con todo el derecho a merecerlo) y de que su vida es la repetición constante de un castigo por su propia estupidez o la falta de inteligencia, por contraste con su hermana exitosa, la muy yegua. Es un peso que la oprime y la comprime y que vuelve a sentir sobre cada uno de sus huesos y sobre todo en el pecho cuando Espejo se mete a la ducha y ella se queda intruseando en el dormitorio, sobre la cama, en la segunda parte de este recorrido por las posibilidades de una nueva vida, de algo nuevo que venga a salvarla de su propia no-vida invisible.

El notebook de Espejo está encima del velador, ella lo coloca sobre sus muslos y lo abre. Ninguna clave le impide ningún acceso. Bucea por carpetas y archivos de imágenes, que es aquello que le interesa conocer del mundo de Espejo: lo visual. Aquellos lugares del planeta por donde Espejo va tomándose fotos y grabando videos. Hasta que se encuentra con LA imagen. Es una playa del Trópico, a juzgar por las palmeras. Y es una playa exclusiva, a juzgar por la soledad. O quizás qué clase de playa sea, se dice Javiera con alarma creciente, y ya se está sintiendo la mujer más idiota del planeta, pues ella no se anda con chicas cuando se trata de sentirse inferior a las cucarachas. ¿Cómo no se dio cuenta antes? ¿Cómo no lo adivinó? ¿Dónde está el sexto sentido de las mujeres? ¿Cómo no lo dedujo de su forma de expresarse, de esa elegancia demasiado exacerbada, de su finura y su delicadeza más bien escasas entre el sexo opuesto, que hasta entonces tanto la habían atraído? No es un beso entre dos hombres: es un chupón. Se succionan las bocas ostentosamente, como dos pulpos enamorados. ¿Será un extranjero o un ex pololo? ¿O su novio actual que anda de viaje? Ella no es prejuiciosa, ella pertenece a la marea del futuro. Pero es una tonta sin remedio: se confirma la sentencia de su madre, la sentencia de los siglos que vuelve a atronar en sus oídos junto con esas palabras vulgares que no quisiera repetirse, pero que retornan como una maldición materna: ¡otra vez cagando fuera del tiesto!