En el «exitoso» Chile neoliberal de Ricardo Lagos, uno de cada cuatro ciudadanos mapuche vive en condiciones de extrema pobreza. En una población total estimada en 1.5 millones de personas, las cifras resultan escandalosas y nos duelen. Tanto como nos duelen las promesas incumplidas y nos enrabia a estas alturas la ingenuidad de una dirigencia […]
En el «exitoso» Chile neoliberal de Ricardo Lagos, uno de cada cuatro ciudadanos mapuche vive en condiciones de extrema pobreza. En una población total estimada en 1.5 millones de personas, las cifras resultan escandalosas y nos duelen. Tanto como nos duelen las promesas incumplidas y nos enrabia a estas alturas la ingenuidad de una dirigencia mapuche que de tanto «pragmatismo político» post dictadura, terminó con los años transándose (y en algunos casos, vendiéndose y acomodándose) a si misma en los alfombrados salones concertacionistas del poder.
Mientras en Bolivia, el poderoso movimiento indígena y vastos sectores postergados celebran el histórico triunfo de Evo Morales en los comicios presidenciales del pasado 18 de diciembre, en Chile, los mapuche nos debatimos este fin de año entre el dolor y la desesperanza. El dolor ante la injustificada muerte de una veintena de hermanos de pueblo, niños en su mayoría, en las aguas del Lago Maihue, víctimas del doble estandar de una administración de gobierno que amen de sus políticas neoliberales, ha terminado transformando el país en paraíso de la desigualdad económica y social. Y la desesperanza ante un escenario de no reconocimiento, de folclórica participación y de nulo respeto por nuestros derechos fundamentales como pueblo, que amenaza prolongarse por los próximos 4 años, ello a la luz de los recientes resultados de la contienda presidencial chilena.
A 15 años del retorno de la democracia al país, los mapuche -y los restantes pueblos indígenas que comparten con nosotros la fatalidad del destino en estas latitudes- no hemos mejorado de manera sustancial nuestra calidad de vida ni hemos conquistado espacios de participación política que nos hayan permitido tomar las riendas de nuestro destino. En el «exitoso» Chile neoliberal de Ricardo Lagos, la mayoría de la población indígena sobrevive con menos de un dólar al día, uno de cada cuatro ciudadanos mapuche vive en condiciones de extrema pobreza y la IX región sigue encabezando los ranking de marginación social, cesantía, discriminación racial, alcoholismo y ausencia de futuro. En una población total mapuche estimada en 1.5 millones de personas, las cifras resultan escandalosas y nos duelen. Tanto como nos duelen las promesas incumplidas y nos enrabia a estas alturas la ingenuidad de una dirigencia mapuche que de tanto «pragmatismo político» post dictadura, terminó con los años transándose (y en algunos casos, vendiéndose y acomodándose) a si misma en los alfombrados salones concertacionistas del poder.
Y es que las grandes banderas de lucha de antaño, continúan siendo las promesas incumplidas de hoy y de siempre. Desde el fin de la dictadura, los sucesivos gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia se han negado de manera sistemática a ratificar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y a reconocer en la Constitución Política del Estado (promulgada «por» y «a la medida de» los herederos políticos de Pinochet, no lo olvidemos), la existencia de nuestros pueblos, más allá de su actual denominación como «etnias» o «grupos» o simples «minorías». Y como si un feroz cataclismo hubiera congelado el tiempo y parte importante de nuestra historia, escuchamos por estos días y de boca de la candidata oficialista Michelle Bachelet -a 15 años de los primeros ofertones electorales- un nuevo y «solemne» compromiso de impulsar ambas iniciativas en el Congreso, todo ello en caso de resultar electa como Presidenta en las urnas, escenario amenazado hoy por el sorpresivo apoyo de los «irreductibles» dirigentes de la UDI al abanderado de Renovación Nacional, Sebastián Piñera.
Sin embargo, el nefasto panorama descrito en los párrafos anteriores ha ido de la mano con la incapacidad del movimiento mapuche para leer los escenarios actuales y generar aquellos favorables a nuestras reivindicaciones nacionales más sentidas. Inmersos algunos de manera entusiasta en la administración de los recursos del asistencialismo estatal o empecinados otros en construir fuerza mapuche desde la ruralidad y los culturalismos trasnochados, nuestras elites dirigenciales han forzado a la ciudadanía de nuestro pueblo -que sí vota y participa de buena gana de la cosa pública, tal como nos lo demuestran las porfiadas estadísticas de las recientes parlamentarias- a no tener más opción que apoyar en cada elección a candidatos chilenos «sensibilizados» con la cuestión indígena, o por el contrario, a una derecha política travestida de popular y para la cual en verdad los mapuche constituimos solo uno más de los denominados «sectores vulnerables», un estrato social abiertamente inferior, atrasado y al que es deber del estado asistir con paternalismo y santurrona caridad cristiana.
No obstante, parecieran existir luces en un horizonte que -al menos en teoría- se vislumbra favorable para la irrupción de un nuevo tipo de acción política mapuche. El debate abierto en el último tiempo respecto de la «escandalosa» desigualdad social y económica existente en el país -¡y que sitúa a Chile en el séptimo lugar a nivel mundial por su mala distribución del ingreso!-; el reconocimiento de parte de la elite empresarial y política respecto de la necesidad de «reformar» o «corregir» el modelo económico neoliberal; el compromiso de la Concertación gobernante de terminar con el sistema electoral binominal; y el nuevo impulso hacia la descentralización política y administrativa del estado, fruto de las recientes modificaciones a la Carta Fundamental (creación de nuevas regiones y territorios especiales, elección democrática de autoridades regionales, entre otras medidas), dan cuenta de un nuevo escenario de lucha política que nos exige explorar nuevos caminos, atrevernos con otras formas de construcción y levantar desde nuestra particular situación de pueblo oprimido, discursos de libertad y bienestar futuro para todos.
Transitar desde el lastimero o enrabiado discurso étno-gremial que nos ha caracterizado en los últimos años, hacia la elaboración de planteamientos políticos propositivos y de largo alcance, empapados de una visión nacionalitaria mapuche, pero a su vez respetuosos de aquellas aspiraciones democráticas de los diversos sectores chilenos que habitan junto a nosotros en Gulumapu, podría constituir un primer paso. Para lograr esto requerimos dejar atrás viejas «maneras» de hacer política, sectarismos de unos y actitudes hegemónicas de otros, que mucho daño han causado a un movimiento de por si heterogéneo, diverso, multicolor, pero a todas luces ineficaz y hoy por hoy, visiblemente estancado. Si entendemos la política como el arte de lograr acuerdos y unir a personas o grupos que piensan distinto tras un objetivo común, algo hemos estado haciendo mal. Y es que no basta solo con pensarnos como pueblo e imaginarnos un pasado y un presente más o menos común. Debemos ser capaces de actuar políticamente en consecuencia, con visión de País y no solamente como voceros de un grupo, organización o sector determinado. Parte de los desafíos que nos depara este 2006 que recién comienza.
El autor es periodista y director de Azkintuwe