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Punto de inflexión política en el Estado español

Fuentes: Rebelión

El resultado de las elecciones generales del 23 de julio ha sido recibido con alivio por la izquierda, al haberse parado el avance de la extrema derecha en el Estado español; al mismo tiempo el resultado impide un gobierno de coalición PP con VOX, que necesitaría la mayoría absoluta del congreso para poder establecerse. La situación resultante es de todos modos problemática, porque el PP es el más votado, controla el Senado, y el margen para sostener el gobierno progresista es muy estrecho. Además las fuerzas de la extrema derecha, que niegan la universalidad de los derechos humanos, están en ascenso a nivel mundial, aunque hayan sufrido algunos reveses en los últimos años: en EE.UU. y Brasil especialmente, donde han intentado el golpe de estado para imponerse en el poder político; sin éxito, afortunadamente. Sería de desear que estas elecciones al parlamento español marcaran el comienzo de un declive de la derecha, pero conviene no hacerse ilusiones. Hay gobiernos con ministros de extrema derecha en varios países de la Unión Europea y muchos otros tienen una fuerza notable desde hace años.

Dada la composición de fuerzas resultante con estas elecciones, es posible repetir el gobierno de coalición de los últimos años, renovando la alianza de PSOE con el espacio a su izquierda, que se ha coaligado alrededor de la figura de Yolanda Díaz bajo el nombre de Sumar; pero este gobierno necesita el apoyo de todas las demás fuerzas políticas del Estado español, ya sean de derechas o de izquierdas, exceptuando PP y VOX. Salvando las distancias, la coyuntura actual recuerda un poco la victoria del Frente Popular en la II República, cuando toda Europa giraba hacia la extrema derecha. Este paralelismo debe llevarnos a una reflexión sobre las dificultades del momento y cómo afrontarlas.

En primer lugar, el electorado progresista se ha movilizado para dar un vuelco a la situación, tras los resultados de las elecciones municipales del 28 de mayo, que parecían abocar a un gobierno de la derecha. En estas elecciones de julio ha habido dos millones de votos más y la abstención ha bajado 6 puntos y medio. Por otra parte, se han reforzado los dos grandes partidos que han sostenido el régimen monárquico durante más de cuarenta años, sin llegar a recuperar todo el poder del que gozaron en el pasado. Puede decirse, por tanto, que la ciudadanía española con su voto ha recentrado el espectro político, con el probable deseo mayoritario de suavizar las tensiones presentes en la sociedad española, golpeada por la crisis económica y acusando la inestabilidad de la coyuntura internacional. Pero no han hecho desaparecer esas tensiones que pueden desembocar en un conflicto abierto, más o menos violento, desestabilizando los equilibrios políticos de la democracia española. Es de notar la excepción de Euskadi, donde Bildu se ha reforzado como partido político, poniendo las opciones más radicales al orden del día.

Se trata de un resultado mediocre para la izquierda, que parece bueno por la coyuntura histórica en la que se produce. Las causas de este éxito hay que situarlas sobre todo en un buen planteamiento del gobierno ante el problema político presente para la mayoría ciudadana. Ese buen planteamiento de las fuerzas progresistas ha consistido en dos líneas de intervención política que han resultado decisivas durante los pasados cuatro años: primero, la negociación con la patronal para gestionar el mercado laboral, y segundo, la ruptura con las políticas liberales del pasado.

En primer lugar, el gobierno ha sabido intervenir a favor de la clase trabajadora, atosigada por la crisis, que ha visto reducirse drásticamente sus niveles de vida. De ahí que Yolanda Díaz sea la piedra angular de la nueva reagrupación de la izquierda, al haber negociado con la clase empresarial la gestión colectiva de las condiciones laborales. Los resultados de esa negociación pueden parecer pobres a muchas personas, pero es lo que hay. Además, en segundo lugar, el gobierno de progreso ha sido capaz de romper con las políticas neoliberales que han conducido a la presente crisis del capitalismo. Esas políticas todavía están en la agenda política, defendidas por el bloque de la derecha, que representa la inercia histórica de la fase de globalización económica ya pasada. Ha sido loable la labor de la ministra de Hacienda del gabinete de Sánchez todavía en funciones, María Jesús Montero, a la hora de gestionar las ayudas que han salvado el tejido industrial de pequeñas y medianas empresas de este país durante la pandemia. En contra de los dogmas liberales, el dinero público ha sostenido la economía nacional.

En resumen, el gobierno ha aplicado una política keynesiana –por así decirlo-, valorando la intervención pública en la economía y en el diálogo social, para evitar un caos económico y político, que hubiera podido conducir a la desesperación de la clase obrera y la ciudadanía, con consecuencias espantosas para casi todos, como nos demuestra la experiencia histórica. Esa buena gestión, sin embargo, nos deja pendientes varios problemas graves, entre ellos la deuda pública, en el plano económico, y la pertenencia al bloque de la OTAN que promueve las guerras imperialistas, en el internacional. Y tampoco resuelve el problema fundamental: la necesidad de cambiar las estructuras sociales capitalistas, que están llevando a la humanidad a una situación insostenible a largo plazo en su relación con la naturaleza terrestre.

La situación de la deuda pública es sintomática. Un problema cuya resolución no es inmediata, porque está generalizado en la política mundial, pero que pasará factura en el largo plazo. Hay que reconocer que esta deuda venía arrastrándose desde comienzos de la crisis económica en 2008 con cifras equivalentes al PIB anual, incrementándose en estos últimos años. Para muchos países pobres, el servicio de la deuda es un peso intolerable sobre la economía nacional que impide el desarrollo; en la economía europea y norteamericana, en cambio, se entiende que la deuda sirve para estimular la economía. Hay, sin embargo, una diferencia en la gestión de ese endeudamiento por parte de los dos bloques de poder que se disputan el liderazgo político en la monarquía liberal española. Hablando en términos generales, esa diferencia está en la concentración de la riqueza promovida por la derecha, en versiones más autoritarias en el caso de la extrema derecha, frente a la distribución de la riqueza entre las capas sociales que practica la izquierda. Aunque esa redistribución es muy imperfecta, mejorarla exigiría un cambio en las estructuras sociales españolas.

En estas elecciones ha vencido la política de la distribución de la riqueza disponible –es decir, dentro de lo que cabe en el sistema- frente a su concentración en las capas altas de la sociedad. Esta es al mismo tiempo la política del diálogo y el consenso; pero esta no es la tónica dominante en la actual coyuntura histórica: la ideología neoliberal, acompañada de ideas aberrantes que confunden a la opinión pública, es todavía muy fuerte. Lo que es un síntoma de la reacción de las clases hegemónicas mundiales, resucitando el fascismo que parecía enterrado en la historia; vemos bascular a la ciudadanía europea hacia posiciones de derecha y extrema derecha cada vez más prepotentes. En definitiva, estamos ante una coyuntura inestable por la crisis económica, el final de la hegemonía mundial del bloque llamado ‘occidental’ con sus consecuencias políticas en la escalada de los conflictos bélicos, y el horizonte a largo plazo de una crisis ecológica de los ecosistemas terrestre.

La constitución de un nuevo gobierno progresista exige un proceso negociador de largo alcance. Esta necesidad es el primer dato positivo del resultado electoral. Hacer política es precisamente establecer acuerdos sobre la base del debate colectivo, y ser capaces para cumplirlos. El bloque progresista en la legislatura que acaba de terminar ha funcionado razonablemente bien en este sentido. La presencia de un grupo parlamentario fuerte de la izquierda se ha hecho notar, inclinando al PSOE hacia posiciones avanzadas con gran disgusto de la vieja guardia del partido. Ha admitido en su seno a fuerzas políticas vascas y catalanas, que han sido perseguidas por las leyes reaccionarias, heredadas del franquismo, que todavía duermen en el cuerpo legislativo para despertar cuando les llama su señor feudal. Ahora se añade una nueva dificultad con la necesidad de sumar a Junts per Catalunya al bloque progresista. Sánchez, reconocido por su audacia política, tendrá que ser todavía más audaz para cerrar este trato. Los referéndums de autodeterminación de Catalunya y Euskadi están esperando a su realización desde la transición política hacia la monarquía parlamentaria, hace ya más de cuarenta años. ¿Qué va a suceder en el País Vasco, donde los nacionalistas radicales de Bildu han aumentado sus votos y celebra sus elecciones el próximo año? ¿No ha dicho Otegui, el gestor del final de la lucha armada, que Cataluña es un ejemplo a seguir?

Es claro que tal acción política tendrá que enfrentar el conservadurismo latente en el Estado, que ya despertó contra el referéndum catalán del 1-O de 2017 y podría volver con más fuerza. El Senado dominado por la derecha puede convertirse en un obstáculo insalvable y los acuerdos de buena voluntad quedarse en papel mojado, desprestigiando la labor de la izquierda y sellando un descalabro definitivo con consecuencias a largo plazo. ¿No se debe el retroceso en votos y escaños de Esquerra Republicana de Catalunya al desencanto de la ciudadanía catalana por los magros resultados de la mesa para el diálogo, que fue la condición de esa fuerza política para integrarse en el bloque progresista? Ese resultado es sintomático: la imposibilidad de realizar su programa político ha desprestigiado a este partido, perdiendo una buena parte de su electorado y facilitando el resurgimiento de la derecha catalana.

¿Qué hacer en esta coyuntura? ¿Es aconsejable avanzar con políticas democráticas o conviene plegarse ante las amenazas de los conservadores monárquicos? Papel difícil para todos. De nada vale hacerse los valientes ante un movimiento social que reivindica los asesinatos fascistas del siglo pasado –y tienen las armas a mano para poder repetirlo-. Esas amenazas latentes han condicionado la política española desde la instauración de la monarquía parlamentaria como una graciosa concesión de su majestad. Pero una política timorata acabaría con una legislatura corta y la victoria inapelable de la derecha.

La valentía no es una pose, es una virtud. La avalancha de votos para los partidos del gobierno no ha sido fruto del miedo, como dicen algunos, sino un redoble de conciencia, un despertar ciudadano ante los peligros presentes en la coyuntura histórica. Si se retrocede un paso, que sea para dar dos adelante. El liberalismo económico tiene sus días contados y se impone la intervención pública en la economía, reforzando el papel del estado en la planificación económica –lo que significa nacionalizar importantes sectores de la economía y mantener bajo control al poder financiero-. Las posibilidades de realizar este proyectos son muy pocas en las actuales circunstancias, pero se van a dar en un futuro no muy lejano con la consolidación de la hegemonía china a nivel mundial. Claramente, además, un objetivo fundamental a largo plazo de esa política debe ser resolver el problema de la destrucción de los ecosistemas vivos por la economía capitalista.

De forma más inmediata, la izquierda debe tratar los movimientos nacionalistas periféricos como piezas indispensables de la reconstrucción republicana del Estado español –incluso admitiendo su posible independencia-. La derecha no va a ceder y es previsible un duro conflicto político en Euskadi y en Cataluña el próximo año, si se admiten las pretensiones de los soberanistas de estas naciones. Se debe aprovechar esta pequeña victoria del 23 de julio para plantear resueltamente la confrontación con las fuerzas conservadoras. Es de esperar que la inteligencia colectiva sea capaz de encontrar el camino para resolver la situación. Diálogo y compromiso para construir el bloque de progreso; audacia en la confrontación con la derecha; son las recetas para esta nueva etapa de la política española.

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