Antonio Gramsci no era un filósofo profesional. Su intelecto estaba refrescantemente situado dentro de un sesgo inherente hacia la gente común, las clases «subalternas», en particular la clase obrera. Sostenía que todas las personas son esencialmente intelectuales, en el sentido de que todas poseen las facultades intelectuales para el pensamiento racional y la deducción, aunque […]
Antonio Gramsci no era un filósofo profesional. Su intelecto estaba refrescantemente situado dentro de un sesgo inherente hacia la gente común, las clases «subalternas», en particular la clase obrera.
Sostenía que todas las personas son esencialmente intelectuales, en el sentido de que todas poseen las facultades intelectuales para el pensamiento racional y la deducción, aunque «no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales».
Así pues, el intelectualismo no debe existir por sí mismo, sino como respuesta directa a las necesidades colectivas de la sociedad.
Del mismo modo que el cambio en la sociedad está impulsado por la lucha de clases, los intelectuales también están implicados en luchas similares, intrínsecamente ligadas a las esferas cultural, ideológica o política.
Hay dos tipos de intelectuales que definen cada periodo de la historia humana, según el intelectual antifascista italiano: los intelectuales tradicionales -a menudo agentes de épocas pasadas que siguen ejerciendo algún tipo de influencia sobre la sociedad- y los intelectuales orgánicos, que son el resultado natural de las experiencias colectivas de sus propias clases.
Este último grupo es el más importante. Con bastante frecuencia, el «intelectual orgánico» de Gramsci se interpreta erróneamente para reflejar una connotación positiva. De hecho, cualquier clase, incluso las clases dominantes y poderosas que representan los intereses de unos pocos, pueden tener sus propios «intelectuales orgánicos», al igual que las clases oprimidas.
Teóricamente, cada grupo de intelectuales tiene la misión de alcanzar cierto grado de hegemonía cultural: «predominio por consentimiento». Cuando una clase específica ejerce un liderazgo intelectual y moral dominante sobre la sociedad, paralelamente, también logra una forma de hegemonía política, económica y cultural, que naturalmente conduce al consentimiento popular.
El consentimiento, con el tiempo, se convierte en «sentido común», en actitudes populares durante largos periodos de tiempo que las convierten en verdades permanentes e incontestables. Esta «filosofía de las masas populares» no es, en sí misma, ni buena ni mala. Es un resultado previsible de la influencia prolongada de las fuerzas culturales hegemónicas, además del folclore, las supersticiones y elementos similares.
En lugar de descartar el «sentido común» como una construcción social irrelevante, Gramsci cree que puede rehabilitarse en «buen juicio», porque todo sentido común encarna su propio «núcleo sano».
Gramsci creía en la explotación de todas las vías que permitieran a los intelectuales orgánicos, a los que representan a los oprimidos, a los marginados y a la clase trabajadora, alcanzar la hegemonía cultural necesaria para un cambio duradero en la sociedad.
Creía en el compromiso crítico dentro de todos los grupos que pudieran poseer ese núcleo sano que convirtiera el sentido común en «buen sentido» a través de un proceso de «conciencia contradictoria».
Sin embargo, nunca debe esperarse que el proceso hacia un cambio fundamental en la sociedad sea fácil. Los cambios monumentales suelen producirse tras periodos de quiebras masivas -el Interregnum– en los que «lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer».
Gramsci, un brillante intelectual orgánico de clase obrera, murió joven, poco después de salir de una prisión fascista en Italia, en 1937.
Sin embargo, su visión sobre la sociedad, la cultura y la política seguirá siendo siempre relevante, porque desarrolló sus ideas a través del compromiso directo con la sociedad y él mismo participó en la lucha, que le costó nueve años de cárcel.
Me parece importante reflexionar sobre la comprensión de Gramsci del proceso de cambio en la sociedad debido al caos en curso en varios países occidentales: la fragmentación del llamado orden liberal, el posible regreso de la política popular de Donald Trump, el ascenso de la extrema derecha, la intensificación de la guerra contra los refugiados, los migrantes y otros grupos marginados, etc…
Aunque es conveniente, una vez más, culpar a un solo individuo, partido político o ideología de todo lo que va mal, la verdad es mucho más compleja.
Es cierto que Emmanuel Macron es un mal compromiso en una sociedad francesa muy polarizada, que lleva años acercándose al fascismo de extrema derecha.
También es cierto que Rishi Sunak y los conservadores demostraron no ser más que un duplicado de otros políticos interesados que invirtieron más en fortalecer su poder e influencia que en lograr algún grado de justicia social en Gran Bretaña.
Es particularmente cierto que los demócratas estadounidenses han pasado mucho más tiempo desprestigiando al hombre del saco de la derecha, Trump, que enfrentándose a los problemas fundamentales de su economía o arreglando de verdad los errores del pasado en política exterior.
Hay muchas otras verdades de este tipo que pueden implicar soluciones fáciles a problemas supuestamente singulares. Pero la crisis de Occidente es mucho más profunda que los errores de un político oportunista o de candidato senil. Se trata más bien de una crisis de «buen juicio».
El «sentido común», real o imaginario, que unificó a Occidente durante décadas, desde poco después de la Segunda Guerra Mundial, ya no representa realmente valores comunes y compartidos.
Cada bando de la polarización en curso ha invertido en su propio «sentido común», reivindicando su propia «hegemonía cultural» sin alcanzar nunca el necesario «predominio por consentimiento».
La enorme falta de confianza en el «sistema» se convierte en el único resultado de la polarización intelectual.
Mientras tanto, los grupos «subalternos» permanecen marginados y, en algunos casos, completamente irrelevantes. Esto conduce a rupturas políticas, parálisis cultural y, en última instancia, a un conflicto total.
Este posible conflicto total es el Interregno de Gramsci: la lucha final de lo viejo por su relevancia y la falta de nuevas fuerzas poderosas que puedan servir de alternativa. También se conoce como la «era de los monstruos».
Occidente ya ha entrado en esta fase, cuyas consecuencias ya se dejan sentir, no sólo en Occidente, sino en todo el mundo, desde Ucrania hasta Palestina y más allá.
Ramzy Baroud es periodista y director de The Palestine Chronicle. Es autor de cinco libros, el último de ellos es «These Chains Will Be Broken: Palestinian Stories of Struggle and Defiance in Israeli Prisons» (Clarity Press, Atlanta). El Dr. Baroud es investigador principal no residente en el Centro para el Islam y los Asuntos Mundiales (CIGA) de la Universidad Zaim de Estambul (IZU). Su sitio web es www.ramzybaroud.net
Artículo original: CounterPunch.org, traducido del inglés por Sinfo Fernández.