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¿Quién está detrás de Mark Twain?

Fuentes: Rebelión

  El único reportero con el que contaba el Morning Call de San Francisco a mediados del siglo XIX se llamaba Samuel Langhorne Clemens. Desde las nueve de la mañana recorría las comisarías de policía de la ciudad en busca de sucesos. Como apenas había nada de interés para Mark Twain fuera de las peleas […]

 

El único reportero con el que contaba el Morning Call de San Francisco a mediados del siglo XIX se llamaba Samuel Langhorne Clemens. Desde las nueve de la mañana recorría las comisarías de policía de la ciudad en busca de sucesos. Como apenas había nada de interés para Mark Twain fuera de las peleas habituales entre bandas de irlandeses, Clemens se iba a continuación a las salas de los tribunales para asistir a los juicios por las peleas entre bandas de chinos.

 

En ellos había un intérprete de nacionalidad inglesa capaz de traducir al juez cincuenta y seis dialectos del chino, lo cual dejaba atónito a Clemens pero hacía dormir a Twain a la segunda o tercera declaración, así que tenía que regresar a las calles en busca de algún suceso digno de ser reflejado en negro sobre blanco. Si no había nada de interés, Twain pegaba fuego a algún almacén y así Clemens volvía a la redacción con algo para rellenar su columna. Por las noches Clemens «visitaba los seis teatros de la ciudad, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año… cinco minutos en cada uno… torturándose el alma para escribir algo que no hubiera escrito Twain doscientas veces anteriormente».

 

Cuando por fin un día Clemens sorprendió a una banda de irlandeses a la caza de un chino al que apedrearon ante la mirada impasible de un policía, Twain «escribió con indignación sobre el linchamiento» consentido, porque «pensaba que había fuego y literatura en su columna». Esta pieza no se publicó. Barnes, el propietario y director del periódico, se lo explicó con pocas palabras: los irlandeses son los que compran el periódico y odian a los chinos, sin ellos no duraríamos ni un mes. Twain, «por tanto, se tragó su humillación» y Clemens «perdió cada vez más interés en su trabajo».

 

Twain repetía una y otra vez que no le gustaba trabajar, que «había nacido vago». Sin embargo Clemens dejó la escuela para ganarse el pan y tuvo que hacerlo sin descanso hasta el final de sus días. Esto era debido a que sus ingeniosas ideas se truncaban pronto, sus relaciones sociales y familiares le arruinaban y sus proyectos se torcían a menudo. El destino concedió a Twain una vida larga, setenta y cinco años, repleta de experiencias, pero a Clemens se las cobró muy caras.

 

El mayor dolor de Clemens fue vivir para sufrir la muerte de su mujer -«el desastre de mi vida»- y de varios hijos y amigos. Quería mucho a su familia y a sus amigos y elegidos. Tenía éxito en sus relaciones sociales y estaba dotado de un verbo fácil y un carácter afable y hasta cariñoso. Consideraba la amistad verdadera como un regalo del mayor valor. Sin embargo, fuera de ese círculo de allegados, Twain no tenía buen concepto de la mayoría de los seres humanos. Veía faltas y abusos en la familia y las amistades, en las empresas editoriales, en los negocios de cualquier tipo, sobre todo en la política, tanto en Estados Unidos como el ámbito internacional.

 

Twain se mortificó por no haber recibido todos los honores literarios que creía merecer. Al final de sus días la alegría de un doctorado concedido por la Universidad de Oxford no consiguió borrar el recuerdo de que «año tras año ha sido duro para mí que autores de mínimo valor y olvidados al cabo de una década han sido públicamente reconocidos y ¡se han concedido diez mil títulos universitarios honoríficos ninguno de los cuales ha sido para mí!». Sin embargo Clemens llegó a la literatura porque no le seducía el arduo trabajo de las minas y porque no encontró un barco que le llevase hasta una nueva vida en Sudamérica.

 

La bancarrota persiguió a Twain durante toda su vida dentro y fuera de su país. Las ganancias de sus éxitos editoriales y de sus concurridas y celebradas conferencias por muchos países del mundo eran dilapidadas en inversiones fallidas o incluso estaban comprometidas antes de cobradas. Cuando no le timaban las editoriales, sus amigos le daban sablazos a diestro y siniestro, los sobrinos le chupaban la sangre y su hermano Orión le dejaba deudas por ser tan manazas como había sido su padre y como era él mismo para los negocios.

El dinero es una constante en su vida, pero por necesidad, no porque fuera ruin. Tan harto estaba Clemens de la ineptitud familiar para enriquecerse, que un día aciago de 1877 echó a la calle a la fortuna después de que ésta llamó a su puerta tres veces. En lugar de aceptar una oferta preferente de acciones en el negocio de Graham Bell, se conformó con «poner el primer teléfono que se usó en el mundo en un domicilio particular», el suyo. Su vida está cuajada de anécdotas semejantes.

 

Twain es mundialmente conocido por sus obras joviales y se le ha considerado un autor humorístico, aunque esta consideración le desagradaba. Desde luego no es el primer ni el único autor cuya tristeza íntima y cuya amargura vital se ocultan tras la frescura de las aventuras de sus personajes novelísticos y tras las palabras amables y alegres de sus relatos.

 

Al mismo tiempo e s poco conocido que hace un siglo, durante los ú ltimos diez a ñ os de su vida, se le consideraba el escritor anti-imperialista m á s influyente y m á s cr í tico con el gobierno de Estados Unidos. Al referirse a las políticas imperialistas de europeos y estadounidenses, Clemens escribió que eran «unos ladrones, unos salteadores de caminos, unos piratas y encima estaban orgullosos de ello». Por tanto no cabe esperar que con el auge del imperialismo actual, el p ú blico lector no se acuerde de Clemens y los gobernantes y los editores acomodados solamente mencionen y publiquen a Twain.