Las Termópilas no fueron sino un esfuerzo pasajero de una hora; mientras que el heroísmo de los cubanos ha sido constante y se ha desplegado en cien campos de batalla
Un hito importante del despunte de Carlos Manuel de Céspedes como líder futuro del movimiento revolucionario cubano, que refleja su espíritu rebelde y la visión singular de apreciar la venidera confrontación armada con España, se manifiesta en la «Arenga» de Céspedes en la Convención de Tirzán, primera reunión de los representantes de los grupos de conspiradores de Oriente y Camagüey anterior al alzamiento, en San Miguel del Rompe, el 4 de agosto de 1868.
«Señores: La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!»
Tenía entonces 49 años, y la presidencia de la Junta recayó en Céspedes por ser el de mayor edad entre los conspiradores concurrentes.
Y cuando llegó el momento de desatar y encabezar la insurrección armada que hubo de adelantarse por las circunstancias de la orden de arresto contra él y otros revolucionarios, no titubeó en declarar el inicio de la lucha contra España en su ingenio La Demajagua. En el «Juramento» de Céspedes el 10 de octubre de 1868, dirigido a la bisoña tropa de sus soldados, se muestra la determinación y con-vicción de las ideas contenidas en el mismo.
«¿Juráis vengar los agravios de la patria? –Juramos, respondieron todos–. ¿Juráis perecer en la contienda antes que retroceder en la demanda? –Juramos, repitieron aquellos–. Enhorabuena –añadió Céspedes– sois unos patriotas valientes y dignos. Yo, por mi parte, juro que os acompañaré hasta el fin de mi vida, y que si tengo la gloria de sucumbir antes que vosotros, saldré de la tumba para recordaros vuestros deberes patrios y el odio que todos debemos al gobierno español».
Se inició así una guerra epopéyica que duró 10 años, y que rebasó en tiempo a la propia existencia de su líder y primer presidente de la República de Cuba en Armas.
Al mando de un pueblo alzado con el fin de conquistar su libertad plena, está consciente de los sacrificios que sus compatriotas deben realizar en una guerra exterminadora enfrentados a un enemigo implacable. Así lo valoraba James J. O’Kelly, periodista irlandés:
»Los mambises han sostenido una lucha tan gloriosa como la de los cretenses y sudilotas contra los turcos, y en toda la historia no hay guerras tan nobles como estas; pero la sociedad moderna está constituida de tal suerte, que no puede ver nada grande en los esfuerzos de un pueblo débil luchando contra terribles enemigos; sacrificando fortunas, familias y vidas; pereciendo bajo el sable, las balas o las enfermedades; viendo cazados a sus esposas e hijos cual si fueran animales del bosque; cayendo exánimes de fatiga y hambre, o muriendo miserablemente en la espesura de los montes; y en medio de todos sus sufrimientos y amarguras, permaneciendo inquebrantables en su resolución de vencer o morir. Toda la historia humana no puede suministrar un ejemplo más elocuente de propósito heroico. Las Termópilas no fueron sino un esfuerzo pasajero de una hora; mientras que el heroísmo de los cubanos ha sido constante y se ha desplegado en cien campos de batalla».
Algunos de los contemporáneos de Céspedes ofrecieron una detallada caracterización de su figura y personalidad.
El poeta José Joaquín Palma le describió así: «Carlos Manuel es gallardo de apostura, de frente ancha, ojos inquietos, que lanzan miradas de águila que penetran hasta en los abismos del corazón: su nariz es recta y fina a su extremo como la punta de un puñal, su boca ligeramente entreabierta, se reviste de cierta gracia varonil cuando habla, mostrando como intencionalmente una dentadura lisa y blanca como el marfil; su busto es ancho como el de una estatua griega; su estatura es pequeña, casi como la de Thiers; pero también como él cuando se dirige al pueblo toma las formas de un Briareo, elevándose sobre la multitud».
El coronel Manuel Anastasio Aguilera nos dejó esta semblanza:
«Céspedes era de pequeña estatura; aunque robusto, bien proporcionado, de fuerte constitución y rápido en sus movimientos. En su juventud fue muy elegante, bien parecido y de simpática figura. Se distinguía mucho en el baile y la equitación; era esgrimista y gimnasta y se le citaba como perito en el juego de ajedrez. Tenía un valor a toda prueba, acreditado en diversas circunstancias de la vida.
»Era impertérrito; ningún revés le imponía, ningún peligro le alteraba el semblante, ni el reposo de sus distinguidos modales.
»Jamás salió de sus labios una frase descompuesta, un denuesto ni una amenaza. Era siempre cortés, majestuoso y reservado en el trato íntimo. Era ambicioso de gloria (…). Ningún desafecto ni subalterno, recibió de él una frase destemplada.
»No olvidaba los agravios, aunque aconsejaba el perdón de ellos. »No se quejaba de sus dolores físicos ni morales.
»Siempre tuvo fe ciega en el triunfo de la libertad contra la tiranía.
»Aborrecía con toda la fuerza de su alma la dominación española.
»…No quería mal a los españoles, lo cual está justificado en todos sus actos públicos, en sus consejos y propaganda revolucionaria».
Fernando Figueredo, ayudante y cercano a Carlos Manuel, lo recordaba de la siguiente manera:
«Muy aficionado a la poesía con una facultad retentiva asombrosa, se complacía recitando las poesías de los clásicos, ya en español, ya en francés, ya en italiano.
»Era un verdadero carácter, un hombre que, aunque pequeño de cuerpo, sobresalía siempre por encima de cuantos pudieran rodearle.
»En un grupo de amigos y contertulios se le señalaba siempre y se le distinguía como una excepción de lo natural. Llamaba siempre la atención por sus modales, por su nunca desmentida cortesía, por su talento y por su lenguaje en todas circunstancias culto y distinguido (…), cualquiera que jamás le hubiera visto y conociera la fama que circundaba su nombre, lo hubiera señalado sin titubear, exclamando: “Ése es Carlos Manuel”. Era pulcro en el vestir, elegante en sus ademanes y una sonrisa que daba gracia a su rostro (…) era como una característica de su siempre afable fisonomía.
»Estaba fabricado de la madera de los libertadores: en su ser se anidaban un corazón con latidos de héroe. Por eso nadie se asombró al verlo ponerse frente al movimiento revolucionario que acaudillara en el batey de la Demajagua, el 10 de octubre de 1868. Su nombre era un lema, era una bandera y por eso no es extraño que al mandato, enérgico, de su autorizada voz, brotaran a centenares por doquiera, primero en Oriente, después en Camagüey y luego en toda Cuba, los entusiastas soldados de la libertad».
Sin duda, he ahí una síntesis muy atinada de la personalidad de Céspedes.
El periodista irlandés James O’Kelly hubo de entrevistarse con Céspedes y permaneció en su campamento durante semanas. Así describiría al Presidente.
«Aunque el presidente Céspedes es un hombre de corta estatura, posee una constitución de hierro. Nervioso por temperamento, permanece siempre en una posición recta. De frente alta y bien formada, y ojos entre grises y pardos, aunque brillantes y llenos de penetración, refleja en su cara oval las huellas dejadas por el tiempo y los cuidados. Además, oculta su boca y la parte inferior de su cara un bigote y barba de color gris con unos cuantos pelos negros entremezclados; mientras al sonreírse sus dientes extremadamente blancos, y con excepción, muy bien conservados».
A través de estos retratos trazados por contemporáneos que bien lo conocieron, podemos tener una idea bastante cercana de los rasgos esenciales de la fisonomía y valorar las cualidades humanas que caracterizaban a Carlos Manuel de Céspedes, a quien los esclavos liberados llamaban “el amo de la guerra”, y devino hasta el presente como Padre de la Patria.
Wilkie Delgado Correa. Doctor en Ciencias Médicas. Doctor Honoris Causa. Profesor Titular y Consultante. Profesor Emérito de la Universidad de Ciencias Médicas de Santiago de Cuba. Premio al Mérito Científico por la Obra de toda la vida. Escritor y periodista.
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