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¿Quién organiza la fuga?

Fuentes: La Calle del Medio

Una mirada superficial podría inducir la ilusión de que vivimos en un mundo deshuesado por las nuevas tecnologías en el que el lenguaje, reducido a harapos, ha dejado su lugar a un caleidoscopio de imágenes dispersas y fragmentos de sueños sin hilvanar. Pero quizás no es verdad. García Márquez, siempre tan atento a voces y […]

Una mirada superficial podría inducir la ilusión de que vivimos en un mundo deshuesado por las nuevas tecnologías en el que el lenguaje, reducido a harapos, ha dejado su lugar a un caleidoscopio de imágenes dispersas y fragmentos de sueños sin hilvanar. Pero quizás no es verdad. García Márquez, siempre tan atento a voces y sonidos, escribía hace algunos años, en el umbral del nuevo siglo: «la humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor». Y concluía de manera contundente: «no: el gran derrotado es el silencio».

Es verdad. Ninguna época de la historia ha dicho tantas palabras; nunca la humanidad ha hablado tanto, y esto hasta el punto de que casi podría imaginarse nuestro mundo presidido por un cartel de contenido inverso al de los hospitales y las bibliotecas: prohibido callarse. Hay algo así como una fuga organizada, colectiva, del silencio, en cuyos abismos tratamos de no caer por todos los medios. ¿Por qué? ¿Qué hay en ese abismo? ¿Qué pasa cuando callamos? ¿Quién habla cuando callamos? ¿De qué está lleno el silencio? Porque ésa es la paradoja: el silencio habla. El viejo moralismo diría que, cuando nos quedamos solos y callados, nos habla la conciencia, cuya voz hay que sofocar con toda clase de ruidos. Pero la cuestión es más banal y más profunda. Cuando dejamos de hablar, es precisamente la lengua la que se apodera de nosotros; nos ponemos a pensar. Y nos ponemos a pensar en castellano -los hispanohablantes-, prisioneros de pronto de la lengua propia, que es la materna, de la que no podemos liberarnos sino saliendo de nuevo a la intemperie para pronunciar sus palabras en voz alta. Todo insomne lo sabe: de noche, en la oscuridad, en la soledad opresiva de la vigilia forzada, sucumbimos a la sobrepoblación lingüística de nuestra cabeza, que no para de decirnos nombres y conjugarnos verbos. La verdad es que tenemos muchas más palabras cuando callamos que cuando hablamos. Y hablamos precisamente para compartir el peso e intentar descargar una parte en el exterior. De nada sirve nuestro esfuerzo, pues el lenguaje tiene esta característica diabólica: las palabras de las que nos liberamos se mantienen -siguen y siguen- en nuestro interior.

De todos los misterios del lenguaje, son estos dos quizás los más insondables: con quién hablamos cuando sólo pensamos y quién nos ha metido todas esas palabras en la cabeza. Cuando estamos solos, el lenguaje que habla en el silencio parece íntimo; pero como se trata del lenguaje en toda su pureza y en toda su particularidad materna, sin interferencias exteriores, es en realidad el lenguaje común: en el sentido de que es, al mismo tiempo, el más estrictamente verbal y el más estrictamente histórico. Nos contamos nuestros secretos con el lenguaje más convencional , con el lenguaje de todos, mediante la colectividad misma que reside en cada uno de nosotros y que se revela tanto más colectiva cuando más íntimamente nos asalta. El lenguaje es el «lugar común» en el que penetramos cuando nos quedamos a solas. Por eso el poeta, tantas veces huraño y solitario, puede decir verdades que nos atañen a todos; y por eso el político, tan parlanchín, atenta tan a menudo contra el lenguaje mismo y su capacidad de comunicación.

La humanidad se define por dos rasgos: por el lenguaje y por la huida del lenguaje. La huida del lenguaje es lo que llamamos «hablar» y es tan necesaria como el lenguaje mismo. Esa fuga organizada la conocemos también con el nombre de «sociedad», el apretado recinto donde descansamos de nosotros mismos y nuestra sobrepoblación interior, pero donde este «nosotros mismos» adquiere su forma, su bagaje, sus recursos materiales. Por eso es tan importante saber quién organiza la fuga: qué fuerzas, qué instituciones, qué palabras. Digamos que, a lo largo de la historia, la organización de esta fuga lingüística del lenguaje íntimo y común ha estado en manos de los propietarios de esclavos, de la Iglesia, de los hombres de la tribu. Hoy puede decirse que el control ha pasado a los medios de comunicación o, si se prefiere, al mercado, que ha acabado por subsumir y agotar todos los intercambios sociales.

Pero el mercado ha dado un paso más. No se conforma ya con organizar la fuga que llamamos «lenguaje», como hacían los viejos gestores de los verbos. Ahora además explota económicamente la huida; la convierte en una fuente de ganancia y especulación. Este es el caso de Google y su motor de búsqueda, el más usado por los usuarios de internet. En un artículo de título elocuente (Hacia el capitalismo lingüístico), el investigador francés Frédéric Kaplan explica en detalle cómo las empresas anunciantes a través de Google «pujan», como en una subasta, para apropiarse determinadas palabras «claves» sobre las que los navegantes informáticos «pinchan» millones de veces por segundo (por ejemplo «vacaciones»). Como Google diversifica cada vez más sus servicios, este gran mercado lingüístico, que proporciona ganancias de hasta 40.000 millones de dólares al año, tiende a establecer una relación íntima y directa, espontánea y silenciosa, entre las palabras y los anunciantes y, por lo tanto, también una estandarización de la lengua misma. Es lo que Kaplan describe como «el paso de una economía de la atención a una economía de la expresión». Puesto que el valor de una palabra se deriva de su frecuencia estadística, tanto los errores ortográficos como las búsquedas más extravagantes son seleccionadas de manera negativa a fin de que vayan desapareciendo y dejando su lugar a las expresiones más rentables. En realidad, cuando comenzamos a escribir una palabra y Google nos propone diferentes variables «correctas», no nos está ayudando a nosotros sino a sí misma, encaminando nuestra búsqueda hacia las palabras mejor pagadas por los anunciantes.

De momento las palabras valen ya dinero; y las empresas pagan a Google por ellas. No es de descartar que algún día no muy lejano compren el derecho a poseerlas en exclusiva y todos tengamos que pagar una pequeña «tasa de uso» cada vez que pronunciemos la palabra «cielo» o «amor» o «patata». Tendremos entonces que recurrir a las faltas de ortografía («hamor» y «zielo») y a los sinónimos («firmamento» y «tubérculo») para tratar de seguir huyendo gratis, al mismo tiempo, de la superpoblación del silencio y de los organizadores del verbo. O habrá que recuperar a ese gran derrotado, el silencio, y refugiarnos todos juntos un momento en él para sacar de su abismo las subordinaciones de la lengua materna antes de volver a la fuga socialmente organizada, gestionada ahora por los poetas, los tartamudos y los revolucionarios.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.