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¿Quién tiene la llave de la paz?

Fuentes: eldiplo.info

Ya van 24 meses. Desde el pasado 7 de agosto de 2010, una y otra vez y sin flexibilidad en sus anuncios, el presidente Juan Manuel Santos afirma que tiene en su bolsillo la llave de la paz. Y, según él -contrario a quien le antecedió en el solio de Bolívar-, la tiene para usarla. […]

Ya van 24 meses. Desde el pasado 7 de agosto de 2010, una y otra vez y sin flexibilidad en sus anuncios, el presidente Juan Manuel Santos afirma que tiene en su bolsillo la llave de la paz. Y, según él -contrario a quien le antecedió en el solio de Bolívar-, la tiene para usarla.

Con sus primeros discursos, el Jefe de Estado despertó expectativas sobre el curso de la guerra, al menos en sectores de la sociedad colombiana. Con el uso de flacas reiteraciones y sin la necesaria luz para arrinconar las sombras que aquí cubren la guerra, el impulso del anuncio inicial se diluyó. Así quedó evidente en toda su naturaleza el contraviazo presidencial que marca su mensaje, cuando los indígenas Nasa del Cauca desataron el 16 de julio una minga por la armonización y la limpieza de su territorio (1).

Sin armas, investidos con la autoridad moral y el Derecho histórico que les acompaña y respalda, con la fuerza de su decisión -multiplicada en esta ocasión por el amor a la vida-, lograron que, tras pocos días de reclamar y actuar por el retiro de los actores armados de sus territorios, su voz retumbara por toda Colombia: su voz ancestral con una onda de señalamiento, sitio y cerco de los cimientos existentes de una forma de Estado que en todo el mundo está en crisis. Al mismo tiempo, sacaban del bolsillo del Presidente la llave de la paz. Fue esa minga ejemplar una acción «campaña relámpago» de paz, contundente, de los pueblos indígenas.

Con su cuestionamiento a la presencia militar en su territorio, recordaron que el Estado -si solamente es fuerza militar, control de orden público- no hace falta. No, puesto que con su organización comunitaria ellos garantizan un real control social, sin necesidad de muerte ni de desequilibro en su convivencia diaria. Recordaron los pueblos originarios del Cauca, por tanto, que el Estado es la representación -asume una delegación- delegada por la sociedad, pero que esta misma representación puede desaparecer en la medida en que la estructura social esté madura, y tenga avances en convivencia, autoridad y representatividad para asumirla. Hay que ejercerla con un quehacer, que es el gobierno directo y propio de la gente: el «poder popular», llaman algunos. En cualquier caso, un paso en el marco del futuro de la humanidad, cuando ya no existirá representación ni suplantación de la sociedad. Y en el Cauca, los indígenas muestran construcción y madurez en ese rumbo no deprimente, sin temor, que descubren para el resto de connacionales. Y mucho más.

Al mismo tiempo, y ante ausencias de real oposición con punta en el concierto nacional, la acción colectiva de los indígenas cuestiona la minimización con culpa y con mal efecto que ha sufrido el Estado al privatizar factores fundamentales de la economía y de la vida diaria. También, el inmenso ensanchamiento que asume el Estado en la esfera militar, precisamente como contención ante el posible descontento social que provoca la privatización -y sus consecuencias- que llevan a cabo las políticas y directrices económicas del poder nacional e internacional.

Sin cacareos, con su minga que ya trasciende, al reclamar el desalojo de su territorio por parte de los actores armados, los Nasa hicieron visibles dos asuntos cardinales: 1. La ilegitimidad de los actores armados, que reclaman para sí el favor del pueblo y de una mayoría local. En consecuencia, han dicho: ¡Váyanse con su guerra para otra parte! (2), reclamo fuerte, novedoso, que cuestiona de modo profundo el sentido y la vigencia de la guerra que nos desangra. 2. Les recordaron a quienes hablan de paz como un asunto solamente de los armados que la misma no resulta ni se construye sola o únicamente como extensión o producto de una negociación bilateral.

Las anteriores dos premisas y su refrendación con hechos constituyen un giro sustancial en el camino por la paz en el país, que hasta ahora, con lo pretendido y lo firmado por algunos, es la renuncia al uso de las armas como mecanismo para lograr las reivindicaciones sociales, económicas y políticas, y, sobre esa base, el reconocimiento del monopolio de las armas por parte del Estado. Con su acción, los indígenas le dan un vuelco a lo sucedido hasta ahora, y ponen de presente que la paz con ebullición en el conjunto de los sectores sociales y populares, y, por tanto, con su fuerza en la ancha base, debe surgir de una agenda deliberativa y de una acción movilizadora (es decir, que conmocione) de toda la sociedad colombiana.

Para la insurgencia, en particular, el mensaje es más duro. Le recuerdan los indígenas que la realidad social es más compleja que como ha sido aceptado durante muchas décadas, y que en toda guerra los sitios del combate deben elegirse con cuidado. Del mismo modo, son de considerar las experiencias de intentos de socialismo en el mundo, ya próximas a cumplir la primera centuria, con manchas de verticalismo y autoritarismo, y que deben servir como ejemplo de que los «mínimos» sociales pasan por la verdadera participación de los de abajo, es decir, por una democracia radical; por una forma de nuevo poder en la cual la «redistribución de lo político» sea igual y tan importante como la de la riqueza social. Hoy más que nunca, este es el momento de la autonomía y la valorización de lo propio, como nos lo demuestran los Nasa en un ejemplo ampliable a la escena nacional.

Por consiguiente, quienes llevan décadas desde el reclamo de la confrontación política y armada por la reivindicación social y de igualdad deben comprender y asumir que ya las ‘vanguardias’ ‘únicas’, al parecer, no pueden ser las de los individuos o colectivos más fuertes con base en acumulaciones de dineros, recursos materiales y violencia -sin el uso de las persuasiones y la aceptación de las decisiones de las comunidades- sino las de quienes son más como ciudadanos comunes y mayoría de los habitantes, con respeto por las disidencias y las minorías. Y, en ese sentido, las comunidades indígenas, tanto en su cultura como en su tradición de organización, de conformación de la autoridad y respeto por la tierra, dan una verdadera lección. No única.

El ‘empate’ armado de los contendientes, lo mismo que sus distanciamientos de legitimidad, deben señalarles que es hora, ante todo, de la verdadera política. ¡Cómo no! Estamos en los días en los cuales la recesión en el «centro capitalista» y la crisis sistémica que vive el mundo deben indicarle a la guerrilla que la política del blanco o negro, y de la afiliación incondicional, sin autocrítica, dejó de ampliar simpatías para la acción violenta. Ante los proyectiles y las armas satelitales e invisibles del poder del Imperio, tan solo quien actúe con un criterio nacido de la entraña y con visión de mañana tiene perspectivas de futuro.

Entonces, en circunstancias difíciles y con una mirada de conjunto a la realidad violenta, los movimientos sociales colombianos tendrán que ser inflexibles en la exigencia de justificaciones claras al Estado y los diferentes actores armados sobre las verdaderas motivaciones de sus acciones. En el país, nuestra seguridad (en sentido amplio) no puede pasar por la justificación de la seguridad de otros o de un Estado ajeno, como reclaman para sí y con interés global los Estados Unidos, como tampoco de ideales abstractos.

Muestran así los indígenas que la llave de la paz no sólo surge ni debe servir para silenciar los fusiles; para un acallar de disparos con base en un ‘pacto’ sin movilización total de la comunidad, sino que, además, debe abrirle el camino a un nuevo modelo económico social, político, de inclusión, así como a una agenda de verdadera reconstrucción del escenario internacional de nuestro país, con efectos económicos en un nuevo sentido que no refuerce privilegios. De lo contrario, el monstruo que enluta hogares tiene varias cabezas. Hay experiencias internacionales que así lo reafirman.

En El Salvador, la guerrilla, aun con el inmenso potencial con el cual destruyeron al ejército oficial de 10.000 efectivos iniciales hasta en tres ocasiones -reconstruido una y otra vez por los Estados Unidos y su Comando Sur- y la inmensa pobreza de su sociedad, se llegó a la conclusión de que no se tenía la fuerza suficiente para maniobrar y derrotar totalmente al ‘enemigo’. Entonces, el «alto al fuego» de una negociación les permitió renunciar al uso de las armas y asumir un segundo momento con el ejercicio legal de la política. De modo simultáneo, en Guatemala, y como producto de un desmantelamiento urbano de las guerrillas, el Estado aceptó una ‘negociación’ y la posterior reincorporación social de los alzados en armas. Fueron dos pactos entre actores armados. Sin embargo, tras dos décadas de estos acuerdos de paz, hoy existe una guerra social de inmensas proporciones, tanto en El Salvador como en Guatemala, cuya expresión más visible es la de los maras.

Ambos procesos hacen relucir que, frente a una paz íntegra, no se trata de trocar una violencia por otra ni de cambiar de rostros en los carros oficiales. Es diferente. El fin o propósito que corresponde es sentar las bases de una equidad sostenible y que pasa por el desmonte de estructuras construidas por lógicas que priorizan una competencia social, desaforada, individualista y de consumos desmedidos, que enfrenta a los diversos sectores y clases de una sociedad, antes que hermanarlos en un sentido nacional y de integración en las diferentes realidades del mapa continental y mundial, con sus flujos de intercambio e identidad. Que el ser humano sea primero es una racionalidad que ya asoma y que paradójicamente, con la crisis en el «viejo mundo», se hace más posible y necesaria.

Además de las experiencias de paz antes vistas, hay otra referencia igualmente cercana a nuestro país. En Venezuela, con una actualidad de pugna en el escenario electoral y la transformación en la naturaleza y el origen del poder, sucedió que, entre inicios de la década del 60 y comienzos de los años 80 del siglo XX, las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (Faln), brazo armado del Partido de la Revolución Venezolana (PRV) -inicialmente del Partido Comunista de Venezuela-, tras más de dos décadas de guerra de guerrillas a cuyo seno se incorporaron 170 oficiales del ejército oficial, con capacidad para adelantar más de 50 acciones armadas por día, sin abandonar su clandestinidad y la acción política para la rebelión militar contra la corrupción y la desigualdad con un intento inicial en 1982, se asumió que en su sociedad no había espacio para su proyecto de guerra revolucionaria. Entonces concluyeron que allí no tenía cabida, en tanto el dominio estatal de la renta petrolera permitía una inversión social tal que hacía incomprensible sus demandas de justicia y redistribución social. Eran banderas que el Estado mismo podía asumir -por ejemplo, en el campo- sin necesidad de reforma agraria, ya que contaba con no menos de tres millones de hectáreas de tierras baldías. Esta circunstancia conllevó una derrota que condujo a los guerrilleros a enterrar las armas e incorporarse al ejercicio de formas de oposición política.

Aun así, la aplicación de políticas que marcó el FMI en 1989 tuvo un efecto de alzamiento social en el caracazo del 28 de febrero, que, sin frentes activos de guerrilla, reactivó la acción clandestina de la rebelión militar con sus episodios del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. Vistas con rapidez las realidades de El Salvador, Guatemala y Venezuela, las lecciones de la historia son apropiables.

Es imprescindible entender que una negociación o un acuerdo de paz que no aborden la discusión y la transformación de la estructura social, y del modelo económico que hoy permite la ampliación de la injusticia y de las desigualdades sociales; que una negociación apenas preocupada por el silenciamiento de los fusiles no es suficiente para aclimatar la paz social, ni satisface las expectativas ni las demandas de un sector no desdeñable de la sociedad, que paradójicamente no está armado (¿motivo y razón por la cual no los toman en serio?). Y para que una discusión de ese tenor prospere, hace falta involucrar en la misma a los actores sociales organizados.

Hoy, al tener los indígenas en sus manos las llaves de la paz, el escenario se ensancha. Como actores sociales no armados ni en guerra contra el Estado, el reto que tienen es no dejarse encasillar por el gobierno nacional en una discusión aislada de reivindicaciones particulares, locales. Es el caso ahora para ensanchar sus demandas en favor del conjunto nacional, mediante y a partir de una agenda pública de «transición para la paz». Por definición y necesidad, esta agenda implica una exigencia al Estado para cumplirla, y una invitación de participación intensa y en las distintas coordenadas del país a los movimientos sociales. De intervención con iniciativa e imaginación.

De proceder así, no únicamente los actores armados tendrían que salir de su territorio sino que la historia nacional no se repetiría ni como comedia ni como tragedia. Pero, además, la coyuntura haría un giro sustancial en pro de las mayorías nacionales. He ahí un inmenso reto que demanda de los Nasa la convocatoria inmediata a la mayor cantidad posible de actores sociales y políticos, para discutir una agenda de «transición por la paz», y naturalmente para entregársela al gobierno nacional a través de un inmenso ejercicio de movilización social, con la demanda de negociarla ya, aquí y ahora. De manera simultánea, y en los aspectos que le correspondan, estaría por entregársela asimismo a los actores armados ilegales.

Tal vez el «Seminario Político por la Construcción de una Ruta Social Común de la Paz y un Congreso para la Paz», por realizarse en Caloto durante los días 3 y 4 de agosto, sea el espacio ideal para reinventar nuestra historia. El reto es para el país en pleno. Es tiempo de ensayar nuevas rutas y de evitar que las llaves de la paz se refundan en algún bolsillo, entre dilaciones, agendas locales, particulares, y gestiones no realizadas.

Para asombro de todos, con sus bastones y su caminar sin lujo, los indígenas le encontraron uno o el flanco débil a la guerra.

NOTAS:

1 «Ya no más guerra: busquemos la salida negociada al conflicto», entrevista a Rafael Coicué, periódico desdeabajo edición No. 182, 20 de julio-20 de agosto de 2012, pág. 3.

2 «Vayánse con su guerra a otra parte», internacional.elpaís.com/internacional/2012/07/19

Fuente: http://www.eldiplo.info/portal/index.php/component/k2/item/202-%C2%BFqui%C3%A9n-tiene-la-llave-de-la-paz