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Radicalidad y radicalismo

Fuentes: Rebelión

De las diferentes acepciones que el diccionario de la lengua española atribuye a la palabra radical, me acojo a la menos usada, no sólo en política sino también, por extensión, en el lenguaje común: la que significa “perteneciente o relativo a la raíz, al fundamento o a lo esencial”. En España, sobre todo, se confunde con facilidad una actitud intelectual que busca ir a la raíz de la injusticia, del abuso o del prejuicio, con el radicalismo, entendido como doctrina que propugna la reforma total del orden político, moral o religioso.

Pero incluso si, en el caso español, yo defendiera precisamente esa reforma total, mi radicalidad no procede de un impulso doctrinal, sino del propósito de examinar las raíces mismas de los problemas y conflictos que brotaron con la implantación del nuevo régimen político y, de forma colateral, del nuevo régimen social. Porque si la sociedad y la política rehúyen sistemáticamente el origen de cada anomalía, es por dos razones: para conservar la inestable estabilidad de este país y porque los beneficios de silenciar la patología social y política son demasiado jugosos. Así se mantiene una crítica superficial de los efectos mientras se preservan intactas las causas, que son las verdaderamente culpables del desorden, del abuso y de la injusticia.

Mi radicalidad, sostenida a lo largo de más de tres mil escritos —publicados o inéditos desde 1978—, consiste precisamente en eso: en ir al fondo de las cosas. La comparo al tratamiento médico que, en lugar de extirpar el tumor, se limita a paliar sus síntomas con calmantes. En política y en sociedad ocurre lo mismo: se aplican analgésicos retóricos a males estructurales.

Antes de apresurarse, pues, a calificar de radical en el sentido peyorativo una actitud crítica razonada desde la lógica socrática, conviene recordar que señalar la raíz de los conflictos no es una desmesura, sino una exigencia de honestidad intelectual. En mis crónicas, escritas a lo largo de casi medio siglo, no he hecho otra cosa que eso: proponer reformas parciales y razonables del texto constitucional y reclamar un cambio de interpretación del ordenamiento jurídico, conforme a los criterios de racionalidad propios del pensamiento medio europeo.

La radicalidad, entendida así, es imprescindible, aunque se evite a toda costa. Porque el pacto social, que en las democracias consolidadas de la Vieja Europa legitima el poder del Estado y las leyes, nunca ha existido en España. Aquí, el supuesto acuerdo entre individuos libres es pura ficción. Las heridas de la guerra civil siguen abiertas, sólo recubiertas por el conformismo de media España: un conformismo alimentado por la erótica del consumismo feroz y, por la otra mitad, por la pusilanimidad de los herederos de quienes perdieron aquella guerra.

Sin pacto social no hay legitimidad. Y sin legitimidad, España continúa viviendo de una impostura.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.