Esa libertad que tal vez pudiera ponerse en marcha el día en que los ciudadanos pudieran leer de pronto realmente su ciudad, pudieran leer realmente los periódicos, la televisión, el silencio en sí. El día en que los ciudadanos descubrieran su incomunicación programada bajo la apariencia del imperio de los medios de comunicación, y la […]
Manuel Vázquez Montalbán. La palabra libre en la ciudad libre. 1979
Aprobada la Constitución, ¿qué suerte se reserva a quienes denuncien el engaño del sistema parlamentario? ¿Será interpretada la valoración positiva de algunas respuestas violentas a la violencia del Estado como apología del terrorismo? ¿Señalar la evidente continuidad entre las personas de Francisco Franco y Juan Carlos de Borbón, acentuada por el propio Franco en su testamento, es hoy anticonstitucional? Intuimos que nuestra respuesta a esas y otras preguntas no será siempre aceptable para el fiscal del reino o el ministro del Interior.
El texto que acabo de leer pertenece, si no recuerdo mal, al penúltimo número de Cuadernos de Ruedo ibérico, el que se fecha en enero de 1979. Como en una borrachera de esperanza en el cambio que auguraba la nueva situación del país, aquel texto se encabezaba con el casi entusiasta titular de «Cuadernos de Ruedo ibérico interrumpe su exilio». Y venía la palabra exilio puesta entre comillas, como asentándose en esa doble situación, tan compleja y tan difícil, de quien ha sufrido antes el exilio exterior y está más que convencido de que esa condición de desidentidad y desarraigo seguirá siendo marca de la casa, esté ubicada ésta en París o en cualquier ciudad de la nueva y extraña democracia que se iniciaba en España.
Eran, aquellos, tiempos de esperanza. A las músicas que sonaban por las calles se les ponían letras que hablaban de libertad y a alguna gente ya nos volvió cautelosos, extremadamente cautelosos, el hecho de que a esa libertad, en la canción que fue himno común acordado para la transición política, se le añadiera la coletilla de «sin ira». Más que la cautela nos enganchó una nueva épica de la resistencia: en los nuevos tiempos de tanto contento generalizado, se olvidaban con demasiada facilidad dos signos, muy parecidos entre sí, que eran como la semiótica intranquilizadora del futuro más inmediato. Se trataba de los dos pergaminos que, cual aquellos otros de arraigo medieval, se extendían por el territorio civil y por el otro, más convencido de las bondades de la época recién inaugurada, de la política: hablo del testamento de Franco y del saludo a esa inauguración rimbombante por parte del nuevo Jefe de Gobierno. El uno acababa de morir, el otro heredaba del muerto, ya como
rey de una monarquía impuesta, la jefatura de la democracia recién inaugurada. Hablo, claro, -igual que cuando me refería a la palabra exilio- de una democracia entre comillas, con tantas comillas que al final sólo se veía un bosque de comillas y la democracia que esperábamos no aparecía por ninguna parte. En ese contexto obsesivamente entrecomillado, Pepe Martínez y su trouppe deciden cargar sus bártulos y regresar de su largo exilio parisino a otro que se anunciaba -sobre todo así lo veíamos desde el interior- lo mismo de largo y, seguramente, muchísimo más duro y a lo mejor también insoportable.
Evidentemente duró poco la aventura del regreso. Y no sólo por las apuestas libertarias que en su nueva etapa anunciaba. En el saco de los nuevos tiempos se abría un agujero por el que se perdía todo aquello que no aplaudiera la excelencia de los pactos establecidos entre los partidos mayoritarios, unos pactos que, firmados por el PSOE, el PCE y los restos más o menos cambiantes del franquismo, apuntalaban una transición titubeante y floja, complaciente con la memoria de los vencedores de la guerra y escasamente inclinada a rebuscar entre los trapos del olvido alguna bandera que, aunque descolorida, hubiera conservado las tonalidades cromáticas de la República. El horno de la transición no estaba para cocer en él los bollos del recuerdo, o dicho con mejores renglones que los míos en 1964 por Ángel González, uno de los poetas que más admiro, si no el que más: el tiempo/cubrió con su agua turbia las palabras. Pero no sólo por el agujero que les decía se colaban hasta el desguac
e las algaradas contestatarias contra la reforma política, sino que por ahí también se perdían los mejores testimonios de una lucha incansable y clandestina contra las atrocidades de la dictadura. Hablo de revistas como Cuadernos para el diálogo, Triunfo y Cuadernos de Ruedo ibérico. Y de nombres que, como el de José Martínez Guerricabeitia, se quedarían no sólo en el traspapeleo de una memoria irreprochable sino que directamente se les habría de condenar a una deplorable e injusta condición de inexistentes.
A todos esos nombres se les puso, en este tiempo recién inaugurado, el sello amoral de lo invisible, de una despiadada condición de inexistencia. El franquismo empujó al exilio una buena parte de la resistencia política y cultural y quienes se quedaron a sobrevivir en el interior buscaban esa supervivencia en las colas del hambre y, cuando ya el mundo había aceptado con los brazos abiertos el régimen fascista del nacionalcatolicismo, devorando en las trastiendas de algunas librerías los ejemplares de Cuadernos de Ruedo ibérico, los libros de Ruedo ibérico, las palabras a veces demasiado entusiastas que iluminaban sus páginas y, sobre todo, nos convencían de que las cosas estaban mal aunque no era imposible que cambiaran en un plazo no exageradamente largo.
Pero también tenía la cosa aquella de la relación con los papeles de Ruedo su punto de aventura, un cierto gusto contagioso por la ironía, el desplazamiento, aunque sólo fuera por un rato, de la tristeza y de la melancolía. Una vez, cuando un viaje a Francia, no me cabían los libros en los forros de las puertas del coche -hasta había un disco de Raimon y, nunca supe por qué, otro de Neil Young en ese zulo clandestino de plástico y chatarra-, así es que decidí mezclar dos de los peligrosos con otros normales y corrientes. Uno era Romancero de la résistance espagnole y el otro -inconsciente como nadie yo mismo- El general Franquísimo, aquel delirio magistral que dibujaba de manera irrepetible los horrores del franquismo. El de la aduana les dio la vuelta y la revuelta un millón de veces, no se paró un segundo en las tapas rojas del romancero y cuando llegó al cuaderno de Vázquez de Sola echó la cabeza hacia atrás, se soltó dos risas y lo devolvió al montón cuchicheando que habí
a tebeos que eran la hostia. Y aún más ironías en este repaso a la parte que me gustaría menos grave de esta intervención. No sé si estarán de acuerdo conmigo, pero estoy por asegurarles que los libros de Ruedo ibérico fueron los más robados de nuestras casas por nuestros propios amigos. Ya se sabe que los libros prestados nunca se devuelven, cosa que sí sucede con la plancha cuando se la pides al vecino porque la tuya se ha estropeado de repente, o con la batidora a pilas que te deja el mismo vecino (hay vecinos que son una joya porque sus casas son como El Corte Inglés o Carrefour) ya que cuando tenías la nata casi a punto de nieve tu batidora, más vieja que la picor, se paró en seco, o aquella cinta de vídeo de valor comunitario porque allí salimos todos la tarde en que celebramos el cumpleaños de Fernandito. Pero con los libros de Ruedo nunca pasaba eso. Era llegar el amigo de turno, preguntar por tal o cuál título, husmear como perro perdiguero en las estanterías y carg
ar con un montón de libros cuya ausencia sigue ocupando, inmisericorde, los huecos aquellos que dejó el ladrón y compañero de inquietudes políticas e intelectuales hace ya la tira de años. Yo recuerdo especialmente una de esas ausencias clamorosas: La prodigiosa aventura del Opus Dei, de Jesús Ynfante, un libro que, según Martínez Alier en su reseña de septiembre de 1971 (números 31-32), estaba siendo, «con todo merecimiento, la sensación del año en España» y de cuyo autor escribía Alier, en un gesto de cómplice y arrebatada admiración: «pertenece a la vieja tradición hispánica del más rabioso anticlericalismo. Un verdadero quemaiglesias andaluz». Tenía yo no sé cuántas veces repetido ese título y les juro a ustedes que en estos momentos no hay un solo ejemplar en las estanterías de mi casa. Lo que no sé es si las manos de ese Arsenio Lupin aficionado a los líos del clero más o menos laico fueron siempre las mismas o fueron legión las de quienes ahora mismo estarán disfrutan
do, a mi costa, con los entresijos de esa Cosa Nostra a la española que tan bien les fue a algunos en las diferentes etapas del régimen franquista y, ya ven qué poco cambia el tiempo, también en esta nueva y última del aznarismo.
Pero salvemos los ratos de expansión irónica y regresemos al tiempo aquel en que Ruedo ibérico reunía las aspiraciones de libertad unitaria que desde París ilusionaba a quienes la construían desde allí y, sobre todo, a quienes en España mirábamos sus páginas como una de las pocas corrientes de aire respirable que circulaban por nuestros alrededores. Con los ejemplares de Triunfo en una mano y los de Ruedo en la otra estábamos salvados. Los sucesivos avatares que alegraban y sufría la editorial nos llegaban a saltos, desconocíamos, al menos quienes nos movíamos lejos de las ciudades grandes como era mi caso, cuáles eran aquellas circunstancias. Es más, ahora que ha pasado tanto tiempo, y escuchamos los testimonios de personas como José Manuel Naredo, como Antonio Pérez, como Juan Martínez Alier, como Marianne Brüll, sabemos que aquella empresa, a la que algunos imaginábamos casi como una multinacional de izquierdas, se resumía en unos cuantos metros cuadrados, en un grupo de g
ente llena de un entusiasmo militante y en un infarto económico a cada facturación que se recibía en la oficina del contable. Ya sé que frivolizo, pero entre la realidad y la ficción, cuando el tiempo que se cuenta es el del miedo, el de la esperanza, el de la huida, poco segura es la certeza de que nos estábamos moviendo en uno solo de esos territorios literarios y no en los dos a la vez. Por eso, cuando hace unas semanas me fui al Villar del Arzobispo para hablar con unos amigos míos y familia cercana de Pepe Martínez entendía mejor la grandeza de las pequeñas aventuras, lo enorme que resultan, transcurridos los años, algunos personajes a quienes sólo se conoce de lejos, de muy lejos. Cuando salí de aquella casa humilde, cargado con unas cintas de cassette y unas cuantas notas cogidas a vuelapluma, pensaba en las palabras de Walter Benjamín: Quien un buen día ha empezado a abrir el abanico del recuerdo, siempre encuentra nuevas piezas, nuevas varillas, ninguna descripción
le satisface, pues se ha dado cuenta de que cabría desplegarla, de que únicamente en los pliegues reside lo auténtico: aquella imagen, aquel sabor, aquel tacto a causa del cual hemos desdoblado, hemos desplegado todo esto; y entonces el recuerdo va de lo pequeño a lo pequeñísimo, de lo pequeñísimo a lo ínfimo, y cada vez se hace más fuerte aquello con lo que se encuentra en estos microcosmos.
El Villar del Arzobispo es un pequeño pueblo de tres mil habitantes, metido en los montes de la Serranía valenciana, a escasos kilómetros de Gestalgar, el mío y muchísimo más pequeño todavía que aquél donde nació Pepe Martínez Guerricabeitia. Poco tiempo anduvo viviendo allí el fundador de Ruedo ibérico. Por circunstancias laborales, la familia marchó a Requena, otro pueblo del interior, y al Villar sólo regresaría de vez en cuando, muy de vez en cuando, Pepe Martínez. Y en esos regresos buscaría el refugio de sus primos, de una gente que tenía su edad o era una miaja más joven. Él venía o escribía cartas desde París y ellos lo miraban y leían como se mira y se lee a un tipo que, por muy primo que sea, venía o escribía desde París en unos años en que venir o escribir desde París era como llegar por lo menos de Saturno. El recuerdo aumenta considerablemente las dimensiones de lo que se recuerda y en lo que aquellos hombres y mujeres me contaban aquella tarde había una admiraci
ón que traspasaba los afectos y se encaramaba en los andamios desde donde rendir culto al mito inalcanzable. Pero la grandeza del descubrimiento que me llegó aquella tarde fue precisamente la de observar cómo el mito era un mito construido a medias por el entusiasmo y a medias por la tristeza. Sabían ellos que el triunfo se construía casi siempre a base de juntar como se puede la fuerza de la elección libre y la renuncia, de mantener la dignidad en los grandes proyectos de futuro y no descuidar que en alguna parte, por ejemplo en un pequeño pueblecito de montaña, a muchísimos kilómetros de París, de Madrid o Barcelona, hay una gente que, antes de que la tarde cayera sobre los manzanos, te llevaba por las trochas casi intransitables para que los olores de la tierra te recordaran que la infancia es casi el único paraíso que nos queda cuando el mundo, como decía la voz en off de Humphrey Bogart en «Casablanca», se derrumba a nuestro alrededor mientras nosotros nos amamos, como
hacían él e Ingrid Bergman en un apartamento de París, o mientras esperamos que ese mundo deje de ser una mierda de mundo y consigamos entre todos convertirlo en otra cosa menos indecente. Leí algunas de aquellas cartas y hoy por hoy quiero, porque así lo juré sobre aquella mesa humilde con mantel de hule a cuadros, mantenerlas en secreto, propiedad sólo de aquellos amigos que mejor que nadie me hicieron entender que Pepe Martínez Guerricabeitia era una especie de guapo gigante que casi lloraba cuando se ponía delante de unos manzanos casi silvestres en los montes de su pueblo. Me enseñaron fotografías de muchas etapas de su vida, cartas estremecedoras como ya les insinué más arriba, me contaron anécdotas que no sólo humanizaban la leyenda sino que eran como una radiografía tan perfecta que no se dejaba fuera ni un solo detalle de ninguna de sus costillas. Hablo de estas pequeñas cosas porque siempre pensé que Ruedo ibérico era esa gran cosa, una monumental cosa porque vista
desde la pequeñez insoportable de este país en los años que duró su singladura todo nos parecía un rascacielos. En mi pueblo mismo me pasaba: siempre pensé que los chicos que venían a Gestalgar a pasar las vacaciones eran ricos, que estaban podridos de dinero, y que el novio de mi tía Maruja, que era de Valencia y se llamaba Pepito, y fue la primera persona a quien yo veía comer con la servilleta en el pecho, era el dueño de una empresa de autos de lujo. El batacazo vino luego, cuando descubrí que los colegas de juegos veraniegos sólo comían bien en esos meses que vivían en casa de los abuelos porque sus padres apenas si llegaban a fin de mes con sus trabajos de miseria y, sobre todo, que cuando Pepito se peleó con la tía Maruja todos supimos que era un simple aprendiz de mecánico en un taller de mala muerte en las afueras de la capital. Las pequeñas cosas se convertían en inmensas y a Ruedo ibérico, a pesar de reducir sensiblemente sus acciones empresariales en mi cabeza n
ada economista, nunca le pasó como al novio de la tía Maruja ni a los viejos amigos de las vacaciones de verano en mi pueblo. Antes al contrario: los tiempos de la transición, y los que inmediatamente les precedieron, fueron los de las vacas flacas y ni siquiera entonces, cuando su reconversión en otra alternativa, ahora con el anticapitalismo primando sobre el antifranquismo, descendió mi admiración y seguimiento de sus contenidos. Una admiración y seguimiento que, visto enseguida cómo venían los nuevos tiempos, te hacía pensar a veces que el batacazo estaba próximo.
El diagnóstico que desde los artículos de esos números últimos se hacía del presente y futuro de este país formaba parte más del deseo que de la realidad. En el cuaderno que antes les contaba de Vázquez de Sola hay una página ejemplar en esto que les digo. Franco ya es una marioneta que larga con lengua de trapo, titubeante, su último discurso del momento, y en el texto que ilustra el dibujo excelente se dice: El último discurso del caudillo fue difundido por todas las emisoras de radio y televisión del mundo. Nadie ha entendido nada. Pero todos hemos creído comprender que pronto podremos volver a España. No sé si se refería más o menos al año 70 o alrededores, aprovechando quizá la aparente debilidad del régimen al no fusilar a ninguno de los inculpados en el juicio de Burgos. Lo cierto es que se hablaba de una nueva época, no sólo en lo que hacía referencia a la necesidad de romper la baraja entre las distintas opciones de oposición al régimen desde el exilio y la clandesti
nidad sino también a la hora de establecer nuevas reflexiones sobre lo que se avecinaba en España, reflexiones que disparaban en direcciones opuestas, como digo, aquellas alternativas hasta entonces más o menos conciliables, eso sí, con todas las diferencias profundas y todos los matices que se quiera. En ese sentido resultan ejemplares algunos de los análisis que se hacían en algunas de las páginas de Ruedo ibérico. Justo en el número penúltimo que reseñaba al principio de este texto se lanzan a la arena del debate entre las izquierdas preguntas que, poco después, cuando la transición asentara sus propias traiciones y sus acuerdos nada secretos entre derechas más o menos franquistas y las izquierdas socialista y comunista, tendrían una respuesta más que cumplida en el nuevo panorama político que tenía como base de su ejecutoria el respeto delirante a la trayectoria del franquismo (iba a poner, ya ven qué ironía, «ejecución» en vez de «ejecutoria») y el desprecio a la memori
a de la izquierda, esa memoria que la dictadura prohibió brutalmente aniquilando de cuajo cuerpos y conciencias. Esas preguntas, algunas de ellas al menos, vienen en este párrafo que copio textualmente de aquel número y con el que encabezaba esta intervención: Aprobada la Constitución, ¿qué suerte se reserva a quienes denuncien el engaño del sistema parlamentario? ¿Será interpretada la valoración positiva de algunas respuestas violentas a la violencia del Estado como apología del terrorismo? ¿Señalar la evidente continuidad entre las personas de Francisco Franco y Juan Carlos de Borbón, acentuada por el propio Franco en su testamento, es hoy anticonstitucional? Intuimos que nuestra respuesta a esas y otras preguntas no será siempre aceptable para el fiscal del reino o el ministro del Interior.
Esas preguntas tuvieron enseguida pronta respuesta. La democracia se estableció sobre el tapete gris de todos los olvidos, el aparataje represor del régimen franquista se mantuvo en su integridad, los andamios de papel sobre los que se había erigido la batalla intelectual por la libertad y la democracia se borraron del mapa, las librerías que habían abastecido desde sus trastiendas secretas los ejemplares de Ruedo ibérico y otras propuestas semejantes en forma de libros o revistas cerraron, no sólo las trastiendas sino el propio negocio. Es como si, de repente, no sólo fueran prescindibles aquellas revistas y las gentes que las hicieron posible durante los años del horror, sino que se habían convertido en una especie de apestados a quien había que inmolar sin piedad para que la nueva época pudiera vivir sin la conciencia torturada. Ya ni Triunfo, ni Cuadernos para el Diálogo, ni Cuadernos de Ruedo ibérico, ni Pepe Martínez Guerricabeitia, ni José Ángel Ezcurra o Haro Tecglen,
ni las columnas secretas de Vázquez Montalbán, ya era como si nada de lo de antes nos hiciera falta, este país enfilaba su carrera imparable hacia lo que hoy en día es de plena constatación: se hacía necesario asentar, ya en aquellos primeros días de la transición democrática, lo que ahora es la España del consenso.
Las preguntas que antes me hacía como un eco de las que años atrás lanzaba aquel ejemplar de Ruedo ibérico, tienen hoy fácil y rápida respuesta. Vivimos en la sociedad del consenso, en una suerte de extraña democracia que excluye sin miramientos todo aquello que molesta a su tranquilo bienestar. Se han inventado, el gobierno de Aznar y bastantes veces, demasiadas veces, la oposición socialista, un estado de tranquilidad en que no cabe ninguna posibilidad de salirnos del tiesto de esa tranquilidad. Cualquier crítica profunda a la democracia es entendida como un atentado al sistema y atendida con una contundencia de medios represivos como no se conocía en años. Alguna gente lo decimos donde podemos: la democracia en España es frágil, demasiado frágil, y el consenso no puede ser, no debería ser, la única manera de entenderla y de vivirla. Con el telón de fondo del País Vasco, media sociedad española está demonizada, cualquier atisbo de nacionalismo es condenado al infierno y a l
a mirada de desprecio por parte de ese españolismo feroz que está cuajando en una sociedad que no sabe, o no quiere, sacarse de encima el peso infame de un centralismo que cada vez es más excluyente y menos solidario con la identidad múltiple y plural de sus numerosas periferias. Ahora resulta que quienes no votaron la Constitución de 1978, porque la consideraban una ruptura demasiado abrupta con el espíritu de la dictadura, se erigen en sus principales valedores. Es el caso, sin ir más lejos, del presidente Aznar, uno de los más virulentos jóvenes que en aquellos años se oponían a la promulgación y aceptación del texto constitucional. Escribir no se puede escribir, según qué cosas, en cualquier parte. Hacer películas, según qué películas, como le sucedió a Julio Medem con su excelente documental «La pelota vasca», puede suponer la condena moral por parte de una sociedad que se ha acostumbrado a aquello que decía Max Aub en La gallina ciega: lo malo no es que los españoles n
o tengan libertad, sino que, encima, no les importa. Pero hay una ligera diferencia entre aquel entonces y ahora mismo. Cuando escribía eso Max Aub no existía en España un régimen de libertad, ahora sí y es como si ese régimen de libertad no sirviera para nada.
Desde ese consenso, sacar públicamente los nombres de Ruedo ibérico y Pepe Martínez Guerricabeitia es como resucitar viejos fantasmas incómodos, como descifrar la clave de la provocación, como lanzar al aire la propuesta de una memoria inútil. Nadie se acuerda de nada en este país lleno de acuerdos sobre la infelicidad y el desencanto. Nadie es lo que fue y quien lo sigue siendo es acusado -irónicamente- de antiguo y anacrónico. Salvo la vieja guardia del fascismo, que ésa sí que sigue a sus anchas en sus comportamientos y en sus homenajes. No sé si se acuerdan ustedes de aquel policía llamado Melitón Manzanas, el primer muerto por ETA en 1968, uno de los más sanguinarios torturadores durante el franquismo. Pues no hace mucho hubimos de pasar por la vergüenza de ver cómo el gobierno le condecoraba como víctima del terrorismo. Y es que el espíritu y la cultura de esta sociedad del consenso se basa en la confusión. Todo vale en este paisaje de descalabro moral y desbarajuste ét
ico en los comportamientos de la propia gente y de los gobernantes. La memoria de Ruedo ibérico y de quienes lo hicieron posible no pasa de ser hoy, como la de tantas otras memorias igual de imprescindibles, una estela de humo que apenas incordia la mirada autocomplaciente de esta democracia cada día que pasa más autoritaria. Se trata, como decía Foucault, de que la sociedad genera su propio saber y lo convierte en una apariencia de saber más que del saber mismo. Y así andamos como podemos a lo largo y ancho de un conformismo que a mucha gente nos llena de estupor, y a veces hasta también de miedo. Aquella altura de gigante guapo que sus amigos del pueblo veían en Pepe Martínez se erige hoy en París mientras en su tierra sólo es un recuerdo menguante en las cabezas desmemoriadas de quienes antes le admiraban a él y su trabajo. Como si, igual que apuntaba Bryce Echenique sobre el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, otro gran excluido de la literatura contemporánea no sé si
porque era pobre y borracho, fuera el del creador de Ruedo ibérico, por la tiranía de los códigos y su arbitrariedad, un existir íntimamente irresuelto.
¿Qué queda hoy, en esta España del consenso y malamente consensuada, de aquel «radicalmente libre, radicalmente riguroso» con que Cuadernos de Ruedo ibérico se calificaba a sí mismo en aquel primer y lejano número de 1965? Sólo la memoria vaga de que aquí hubo una dictadura atroz, algunas revistas ejemplares, ciertos nombres que las hicieron posible en unas condiciones casi inhumanas. Sólo eso. Y detrás de todo eso, de tanto esfuerzo y tanta urgente necesidad de cambiar el mundo, aquella marioneta cachonda de Franco muriéndose lentamente en el dibujo fantástico de Vázquez de Sola. Y el sueño que tenían quienes hacían posible Ruedo ibérico de que el regreso ya estaba próximo. Lo que no sabían, ellos y ellas, es que ese regreso no era como la llegada de Beckham al aeropuerto de Barajas. Ni mucho menos. Lo que no sabían, ellos y ellas, es que entonces sólo teníamos un partido de fútbol en la tele cada mes o cada dos meses y ahora tenemos tres cada semana. Lo que no sabían, ellos
y ellas, es que la libertad y la democracia con la que soñaban no les iba a hacer un sitio para que fueran felices en esta miserable España del consenso que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a exigirnos a cambio de que hayamos de olvidar aquellos maravillosos cuadernos y libros de Ruedo ibérico y a gente como Pepe Martínez Guerricabeitia, ese tipo a quienes sus amigos del pueblo recordaban como gigante y guapo, y a quien le chiflaba subirse al monte para colgarse de los manzanos porque, al cabo, la infancia es ese territorio que nunca nadie, absolutamente nadie, podrá arrebatarnos por mucho que se empeñen.
Valencia-París, diciembre de 2003
Alfons Cervera
Texto presentado en el coloquio Ruedo ibérico maison d’édition en exil el 3 de diciembre de 2003 en la Univerité Paris 8