Con más de 200 masacres desde 2020 hasta hoy, la cercanía de las presidenciales acelera el ritmo de los asesinatos políticos. Al mismo tiempo, algunos militares empiezan a reconocer las atrocidades cometidas bajo el mandato de Álvaro Uribe.
Las elecciones de 2018 fueron las menos violentas de la historia política reciente de Colombia. Las de este año –las legislativas de marzo (véase «El vórtice del huracán», Brecha, 17-III-22) y las presidenciales del 29 de mayo– se dan en cambio en un contexto de violencia creciente. Cuando Iván Duque llegó al poder, en agosto de 2018, los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llevaban casi dos años de aplicación. En setiembre de 2017, Naciones Unidas había dado por terminado el proceso de desmovilización del exgrupo guerrillero, que involucró a unos 13 mil de sus combatientes. Los acuerdos implicaban la puesta en marcha de una serie de reformas políticas y sociales. Duque se propuso dejarlos en papel mojado. No solo los incumplió, sino que dio vía libre a los grupos paramilitares, que comenzaron a cazar a los excombatientes desmovilizados (como ya había sucedido en procesos de paz anteriores) y acentuó la represión a las protestas sociales, que a lo largo de su gestión se fueron multiplicando hasta llegar al paro nacional de hace justo un año (véase «Masacrados», Brecha, 7-V-21).
«No se puede negar que, a cinco años de la firma del acuerdo de paz, permanece el sufrimiento de las comunidades campesinas, indígenas y afro a lo largo de todo el país, así como la exclusión y la falta de oportunidades, especialmente para mujeres y hombres jóvenes», dijo por estos días Martha Márquez, directora del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), que a fines de abril presentó su balance semestral sobre la violencia política en Colombia.
El informe, publicado en la revista Noche y Niebla, da cuenta de un «avance del paramilitarismo en connivencia con el Estado» y de «persecución a la protesta social», que se traduce en un goteo continuo de asesinatos de dirigentes sociales y de excombatientes. Según el documento, en 2021 la Policía Nacional y los grupos paramilitares fueron responsables de casi 1.400 casos de violaciones a los derechos humanos, muchas de ellas cometidas durante e inmediatamente después del paro nacional.
El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz estableció a su vez que, desde el acuerdo con las FARC, han sido asesinados 1.270 dirigentes sociales y 314 excombatientes. Entre enero de 2020 y noviembre de 2021, hubo reportes de 179 «masacres» (matanzas colectivas) y, en lo que va de este año, 33, con 122 víctimas. Hay en promedio una masacre cada cuatro días. Los dirigentes sociales atacados y muertos en 2022 suman 61. El caso más reciente, el 30 de abril, es el del líder indígena Yesid Caña. Tres semanas antes habían sido asesinados dos exguerrilleros.
En setiembre pasado, cuando se presentó un anterior informe del CINEP, el director de Noche y Niebla, el padre jesuita Javier Giraldo, había denunciado el «desmoronamiento del Estado de derecho». «Lo que queda son las ruinas de un Estado genocida», dijo entonces. El 21 de abril, en la presentación del último balance del centro, el sacerdote puso el acento en la impunidad de todos estos hechos. «Se está dando al traste con la credibilidad de la Justicia», afirmó. Y en la conferencia se aludió al retorno a las prácticas de los «falsos positivos»: la ejecución lisa y llana por fuerzas de seguridad de militantes políticos y sociales, presentados luego por el Estado como muertos en combate, algo habitual durante los mandatos de Álvaro Uribe (2002-2010), el padre político y referente de Duque.
Un caso de ese tipo habría tenido lugar el 28 de marzo en el departamento de Putumayo, donde el ejército mató a 11 personas. El ministro de Defensa, Diego Molano, dijo ante el parlamento el 25 de abril que se trató de una operación contra «el ELN [Ejército de Liberación Nacional] y disidencias de las FARC», y que se hizo «bajo estrictos protocolos» y siguiendo «estándares de derechos humanos». El presidente Duque se refirió en Twitter a una exitosa operación contra el narcotráfico.
Una investigación publicada el 12 de abril por la revista Cambio da cuenta, por el contrario, de una «matanza». Los periodistas de esa publicación y de otros medios recogieron los testimonios de «más de 30 sobrevivientes, habitantes, familiares de las víctimas, militares, fiscales y técnicos judiciales» y accedieron a «un paquete de escalofriantes fotografías, informes oficiales y reveladores videos que fueron analizados por expertos forenses», consigna Cambio.
Según señala la investigación, los militares se presentaron durante una fiesta indígena regional que reunía a comunidades de Colombia, Perú y Ecuador al grito de «Somos la guerrilla», vestidos como si se tratara de disidencias de las FARC. Los testigos hablan de ejecuciones y dicen que a varios de los asesinados les colocaron fusiles tras haberlos acribillado. «Los hallazgos preliminares de los cuerpos indican que hubo manipulación y alteración del sitio con fines de escenificar, es decir, se muestra algo que en realidad no ocurrió para desviar la investigación de forma deliberada», afirmó un forense.
Entre los muertos figuran el presidente de la Junta de Acción Comunal, su esposa, embarazada, un gobernador indígena y un adolescente de 16 años. Solo uno de los 11 asesinados tenía algún tipo de antecedente policial. En el lugar se encontraron «más muertos que armas, apenas cinco», dice la revista. En el parlamento, el senador Iván Cepeda, del Pacto Histórico, liderado por Gustavo Petro –favorito para ganar las elecciones presidenciales–, aseguró que se está ante un muy probable ejemplo de falsos positivos.
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Entre 2002 y 2008 hubo en Colombia 6.402 casos de falsos positivos. No era una práctica represiva nueva (sus orígenes se remontan a fines de los años ochenta), pero en épocas de los gobiernos de Uribe se generalizaron. Desde el 26 de abril se los está ventilando con todo detalle, durante audiencias de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un tribunal especial creado por los acuerdos de 2016. Las audiencias tienen lugar en Ocaña, a pedido de los familiares de las víctimas, que consideran esa ciudad del departamento de Norte de Santander como representativa de esa modalidad represiva. En Ocaña hubo 120 casos de falsos positivos y en todo el departamento más de 300. La sede elegida fue la Universidad Francisco de Paula Santander, que lleva el mismo nombre del batallón responsable de los crímenes.
La mayor parte de las víctimas de estos casos eran hombres de 25 a 35 años de origen rural, acusados sin pruebas de pertenecer a la guerrilla. No vivían en Norte de Santander. Por lo general allí llegaban engañados con ficticias ofertas de empleo. Los ejecutaban, los hacían pasar como guerrilleros muertos en combate y desaparecían sus cuerpos. La JEP estableció que «en esa región miembros de la fuerza pública “escogieron a sus víctimas en procesos irregulares de inteligencia militar, que derivaron en falsas bajas en combate”» (diario El Espectador, 25-IV-22).
La novedad de las primeras audiencias fue que un general del Ejército, otros nueve militares y un civil reconocieron por primera vez su responsabilidad en las matanzas, contaron cómo las llevaron a cabo y pidieron perdón a los familiares de los asesinados. «Quiero que hoy el mundo sepa que eran campesinos, que yo, como miembro de la fuerza pública, asesiné cobardemente, les arrebaté la ilusión a sus hijos, les desgarré el corazón a sus madres por una presión, por unos falsos resultados, por tener contento a un gobierno», declaró un cabo ante la JEP. Y el general Paulino Coronado dijo: «Quiero expresarles que siento un gran remordimiento que me lacera el alma. Sé que afectamos a familias enteras, padres, madres, hijos, nietos. Les dejamos un gran vacío».
En las afueras del tribunal, las integrantes de Madres de Falsos Positivos colocaron carteles pidiendo saber todo, absolutamente todo, que las confesiones ingresen en el fondo del asunto. «¿Quién dio la orden?», reclamaron. En 2021, los 11 acusados reconocieron por escrito ante la JEP que habían actuado siguiendo un plan sistemático de exterminio. En la audiencia lo ratificaron.
Un coronel, Rubén Castro, dijo que él «debió» transmitir a sus subalternos «las políticas de los diferentes escalones del mando» y acusó al entonces comandante del Ejército, Mario Montoya. Montoya siempre ha negado toda responsabilidad en los falsos positivos. También la ha negado Uribe. El expresidente podría ir a juicio próximamente, no por ese caso en sí, sino por haber manipulado testigos y ofrecido sobornos para desacreditar al senador Cepeda, que lo acusó de estar vinculado a grupos de extrema derecha. En agosto de 2020, la Corte Suprema ordenó su arresto domiciliario mientras avanzaba en la investigación (véase «La mala hora del parapresidente», Brecha, 7-VIII-20), pero luego el expediente pasó a un tribunal ordinario, que ordenó su excarcelación. La fiscalía tomó a su cargo la investigación y pidió su archivo, pero el 27 de abril una jueza lo desestimó. Si un tribunal superior confirma ese fallo, Uribe será enjuiciado. Tras la derrota de su Centro Democrático en las legislativas de marzo, sería el segundo mazazo político en poco tiempo para este hombre, adalid de la estrategia de «seguridad democrática», tan ensalzada por las derechas del mundo, incluida la uruguaya.
Hace dos años, cuando Uribe fue enviado a prisión domiciliaria, una veintena de expresidentes y exjefes de gobierno le manifestaron su solidaridad. Entre ellos estaban el panameño Ricardo Martinelli, enjuiciado por corrupción, el salvadoreño Alfredo Cristiani, del partido de ultraderecha Arena, el español José María Aznar, el argentino Mauricio Macri. Y nuestro Luis Alberto Lacalle.