Entre la polvareda, todavía no asentada, provocada por los dibujos de Mahoma publicados en diversos medios de prensa europeos (incluido un periódico egipcio, que las reprodujo en octubre del pasado año, sin mayores consecuencias), merece la pena resaltar lo que el pasado miércoles escribía Tariq Ramadan en su página web, bajo el título «No se […]
Entre la polvareda, todavía no asentada, provocada por los dibujos de Mahoma publicados en diversos medios de prensa europeos (incluido un periódico egipcio, que las reprodujo en octubre del pasado año, sin mayores consecuencias), merece la pena resaltar lo que el pasado miércoles escribía Tariq Ramadan en su página web, bajo el título «No se trata de un conflicto entre la libertad y el dogma» (Il ne s’agit pas d’un conflit entre la liberté et le dogme). Aludía, además, a una entrevista de prensa que sobre el mismo asunto había realizado ese mismo mes en Copenhague, cuando apenas nadie en el resto del mundo teníamos noticia de la publicación inicial de las ya famosas doce caricaturas.
Vendrá bien reflexionar sobre algunos de sus argumentos, sobre todo quienes, ante los hechos observados estos días, sí creemos que en el fondo del conflicto hay dos fuerzas opuestas, en tensión permanente y ancestral, que con bastante aproximación pueden coincidir con las que Ramadan denomina «libertad» y «dogma», aunque utilicemos otros términos para referirnos a ellas.
Escribe Ramadan: «No se trata de un choque entre las civilizaciones. Este asunto no simboliza el enfrentamiento entre los principios de las luces y de la religión. […] Lo que está en juego en el corazón de esta triste cuestión es medir la capacidad de unos y de otros para saber ser libres, racionales (creyentes o ateos) y, a la vez, razonables». Digamos, para empezar, que quizá su formación cultural francófona induce al distinguido intelectual ginebrino a los juegos de palabras. Esto nos obliga a prescindir de la rigidez de los diccionarios, tanto español como francés, y a presuponer que él denomina racional (rationnel) a lo que se basa sólo en la razón, y razonable (raisonnable) a lo que es conveniente o adecuado para cada circunstancia.
Sin embargo, en ciertas condiciones no parece fácil -incluso pudiera tenerse por imposible- ser a la vez creyente y racional. Basta observar que, por lo general, las creencias religiosas no se basan en la razón, aunque recurran a ella, a la larga infructuosamente. Más bien se oponen a la razón, la violentan o la anulan. No es preciso recordar a Galileo; a algunos españoles de cierta edad no se nos olvida lo que tuvimos que aprender de memoria en el antiguo catecismo católico: «Las cosas que Dios ha revelado a su Iglesia, además de los Artículos [contenidos en el ‘Credo’], no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante: doctores tiene la Santa Madre Iglesia que lo sabrán responder». Es el más vivo ejemplo de la rendición absoluta de la razón personal ante el dogma o las creencias, lo que era entonces condición indispensable para ser tenido por buen cristiano.
Claro está que la evolución de la sociedad y, con ella, la de las religiones, ha hecho que doctrinas como la del catecismo arriba citado sean hoy objeto de curiosidad casi arqueológica, incluso para los creyentes. Pero, a tenor de lo observado estos días, es fácil percibir los siete siglos de retraso que lleva el islam frente al cristianismo, suponiendo -y ya es mucho suponer- que la evolución de ambas creencias siga caminos parecidos. Esto induciría a cierta positiva esperanza que haría inconcebibles en el futuro las ásperas manifestaciones de repulsa que hoy venimos presenciando.
Sigamos con Ramadan: «La fractura que hoy se perfila no es entre Occidente y el Islam, sino entre los que, en ambos universos, saben ser y afirmar lo que son con moderación, en nombre de una fe o de una razón razonables, y los que se dejan arrastrar por certezas excluyentes, pasiones ciegas, percepciones esquemáticas del otro y conclusiones apresuradas. Estos rasgos están equitativamente repartidos entre algunos intelectuales, doctores de la fe, periodistas y parte de los pueblos de ambos universos».
Una vez más, y para concluir este breve comentario, conviene matizar las opiniones de Ramadan. Es cierto que, como escribe en el artículo citado, representar gráficamente a Mahoma es una transgresión grave para los creyentes musulmanes. Pero no afecta para nada a los que no pertenecen a esa religión. A éstos sólo concierne el deseo de convivir pacíficamente con miembros de otras culturas y religiones, tanto en su propio país como en el conjunto de los estados. La condena generalizada que estos días ha agitado a muchos pueblos de fe musulmana es tan desproporcionada como si en el mundo católico se produjera un movimiento general de repulsa, con masivas protestas públicas, porque en algún país remoto se negase la virginidad de la Madre de Dios o incluso se hicieran bromas sobre «el rayo de sol que sale por un cristal sin romperlo ni mancharlo». Hace sólo unos siglos, en Europa se iba a la guerra en defensa de ciertos dogmas o proposiciones religiosas o por su abolición. Hoy es inconcebible que algo así pudiera volver a ocurrir. No es aceptable, pues, como hace Ramadan, establecer una equidistancia (un «reparto equitativo» dice él) entre quienes basan sus opiniones en el recto uso de su razón personal y quienes rigen su vida y sus acciones por lo que dejó establecido un profeta arábigo en el siglo VII. No se trata sólo de comprensión y tolerancia, de respeto y de mutuo entendimiento entre personas y pueblos de ideas distintas y de culturas enraizadas en un pasado dispar, cuando no enfrentado. Gran parte de lo que presenciamos estos días es también efecto del antiguo duelo entre la razón personal y las creencias obligatorias que impone una religión, cualquier religión. Gran parte de la humanidad sigue todavía atascada en este punto tan crítico de su ya larga evolución.
Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)