Reconozco que mi interpretación sobre la política en Cuba no coincide con la mayoría de lo que leo en las redes. No me ufano por eso, ni tampoco lo tomo a mal, pues si la verdad no se ensaya (según repite un buen amigo), mucho menos, digo yo, se vota por mayoría. El enfoque del […]
Reconozco que mi interpretación sobre la política en Cuba no coincide con la mayoría de lo que leo en las redes. No me ufano por eso, ni tampoco lo tomo a mal, pues si la verdad no se ensaya (según repite un buen amigo), mucho menos, digo yo, se vota por mayoría.
El enfoque del «vaso medio vacío», predominante en los comentarios que giran en las redes, me parece una expresión de inconformidad ciudadana totalmente legítima. Al mismo tiempo, si de analizar la política se trata, ese enfoque de «sí, pero…», tiene el defecto de no hacerse cargo de lo que realmente está cambiando.
Con frecuencia, el análisis político se sustituye por el rumbo que la política podría o debería haber tomado, según cada cual. Por muy respetables que sean, poner por delante los buenos deseos puede resultar válido como opinión personal, pero poco útil si se trata de entender la circunstancia en que se vive -a no ser que esta se confunda con la suma de percepciones compartidas en nuestro «barrio global».
El discurso público (el de los políticos, los intelectuales, las instituciones de gobierno y de la sociedad civil) suele apelar a la historia de las ideas para darle sentido al presente y sus alternativas como continuidad con el pasado. Sin ignorar el peso de esa continuidad, ninguna evocación del pasado descifra lo que está cambiando en el ejercicio del poder y en las relaciones sociales hic et nunc.
Entender una transición social y política requiere explicarse una combinación inédita de factores que la mayoría difícilmente aprecia, pues está ocupada pensando el nuevo y confuso panorama con una cabeza anterior, y solo tiende a reaccionar cuando tiene los cambios delante (Maquiavelo). Sometida a la inercia del sentido común, esa mayoría da por sentado lo que «todo el mundo dice», y en eso está cuando le viene encima la siguiente ronda de cambios.
Desde estas premisas telegráficas (ojalá que claras), comentaré sobre siete nudos donde se cruzan política, sociedad civil, ideología, cultura cívica, moral, fe religiosa, sentido común. Los numeraré solo para facilitar su lectura como problemas ligados, pero separados.
1. Como saben los antropólogos, la huella de la fe en la cultura cívica y política rebasa la de las prácticas e instituciones religiosas. Aunque el laicismo cubano resulte parte de una herencia cultural que data de siglos, las creencias religiosas y sus valores asociados también lo son. Estos últimos pervivieron en el discurso y las prácticas del liderazgo y de la gente cubana, que al abrazar a rajatabla el comunismo fidelista y guevarista, y enarbolar la educación laica y hasta el ateísmo, mantuvieron una moral y cívica cuyos valores/creencias incluían, sin discernirlos, elementos de una matriz cultural cristiana, yoruba, espiritista, etc. Esas creencias/valores atañen a la justicia y el bien común, al trato al prójimo, a las relaciones entre los que tienen más y los que tienen menos, a un ideal de sociedad humana, pero también a la representación de lo que debe ser la familia, la sexualidad, el género, la moral, las costumbres. Como ocurre siempre con la cultura cívica, algunas de esas representaciones son progres, otras no tanto.
2. Las iglesias cubanas, que no son las religiones, pero hablan en su nombre, son mayormente conservadoras o muy conservadoras (casi todas, no solo las evangélicas). Pero también son instituciones reconocidas por la ley, formadas por ciudadanos que ejercen su derecho a opinar no solo respecto a lo que llaman peyorativamente «ideología de género» (reivindicaciones antipatriarcales, derechos reproductivos, LGBT, etc.), sino a políticas del gobierno, e incluso a promover un mundo espiritual propio y eventualmente al margen. En un orden que se propone consolidar un Estado de derecho, ¿dónde termina el de estas instituciones a defender una creencia religiosa, sin salirse de lo que la ley permite; a oponerse no solo a un derecho no reconocido jurídicamente, como el matrimonio igualitario, sino a uno consagrado, como el aborto? ¿Qué artículo de la constitución les impide abogar por un espacio propio para ejercer la enseñanza o los medios de difusión? Si algunos juristas o simples mortales pueden describir la nueva constitución como un «vaso medio vacío», ¿sobre qué base se les niega a las iglesias ese derecho? ¿Porque son conservadores? ¿No citamos a Rosa Luxemburgo para decir que la libertad se mide por la de aquellos que piensen diferente? ¿O es que para enfrentar a los conservadores hoy habrá que cerrar el espacio de libertad que nos debemos estar dando? ¿Otra vez?
3. Si de una democracia cubana se trata, las experiencias de otros países socialistas o las del constitucionalismo latinoamericano, con toda su utilidad, significan menos que la consulta popular y el debate público a nivel de los ciudadanos reales. Con respeto para mis amigos profesores de jurídicas, llevar a consulta, debate y aprobación las nuevas leyes (mientras más, mejor) no significa «plebiscitar los derechos», sino permitir que los ciudadanos de la sociedad actual se apropien de ellos de la única manera políticamente eficaz. A diferencia de lo que pudo ocurrir en el momento inicial de la Revolución, cuando la nueva democracia popular se confundía con el proceso revolucionario mismo, en la cresta de una corriente liderada por una vanguardia y una doctrina social que ganaban a todos los constitucionalismos precedentes en términos de acción política y transformación liberadora, ahora se requiere convencer, mediante un diálogo participativo, con argumentos y apertura de discusión, que permita re-anudar un pacto socialista diferente, capaz de abarcar a toda la sociedad -además de los socialistas. Como aquí se trata no solo de «preservar las conquistas», sino de resignificarlas, y de hacerlo en términos políticamente eficaces, las fórmulas ideológicas, invocaciones a la nación o la historia de las ideas resultan necesarias, pero no suficientes.
Cambiar la vida política a nivel de la sociedad exige convertir la esfera pública en su espacio eminente, hacer del debate una vía imprescindible y de ese espacio la arena de la confrontación con los que piensan diferente, como principal vía para llegar a convencer a los que replican fórmulas aprendidas, propias de un sentido común conservador. Reducir esa esfera pública a un conjunto de foros afines o dominados por el zipizape resulta anodino.
4. Si se asume que la sociedad no es un holograma del discurso -de ningún discurso-, sino un espacio concreto determinado, esta incluye a todos los ciudadanos, también a los conservadores. Entre estos los hay que apoyan al gobierno -pues también existe un conservadurismo socialista- y los que se distancian de él, incluso si no se le oponen de frente. Aunque en la coyuntura de la consulta constitucional se han hecho más visibles, como si fueran un fenómeno reciente, estos conservadores «distanciados» han estado y siguen plantados, aunque a algunos no nos guste, en esa sociedad civil. En cuanto a estimar su influencia efectiva en el consenso, podría discutirse que hubieran alcanzado un nivel significativo, o que sus encuentros representaran una amenaza a la estabilidad nacional. En todo caso, lo paradójico es que ese conservador ideológico resulte menos afrontado -no digo denunciado o descalificado, sino debatido con argumentos- en los medios, tanto los llamados oficiales como los calificados de alternativos, por tirios y troyanos, más bien dedicados a intercambiarse denuestos que a una crítica de esa creciente dogmática, apenas comprendida, pero igual de pregnante.
5. El movimiento en torno a los derechos LGTB, aun embrionario e inestructurado si se le compara con, por ejemplo, las iglesias, ha logrado, sin embargo, un alcance social y político notable. Medirlo únicamente con la vara de no haber constituido una organización formal es un ejemplo del «vaso medio vacío» que apunté antes. En cambio, haber logrado convertir en compañeros de viaje a numerosos heterosexuales mayores de 55, algunos de los cuales, en su juventud, participaron en actos de repudio y razias de gays en lugares céntricos de nuestras ciudades, podría considerarse mayor señal de influencia que las de algunas organizaciones LGTB en otros países. Sin desconocer la necesidad de que organizaciones como estas se formalizaran en Cuba, la desguetización de la condición LGTB, surgida de las nuevas relaciones sociales y la sexualidad de las sucesivas generaciones, y facilitada por los cambios promovidos desde la literatura y el arte, el rol educativo de varias instituciones, y la extensión de la actitud de «salir del closet», resultan ejemplares de los profundos cambios ocurridos en la sociedad civil cubana, cuya magnitud quizás no calculan sus propios protagonistas.
Señal de la potencial capacidad de este movimiento incipiente para explicarse y llegar eventualmente a convencer con argumentos a la parte de la sociedad que no lo está; y de hacerlo con legitimidad, incluso ante las propias instituciones de gobierno que recelan de su autonomía, fue la marcha gay de Prado en mayo pasado, cuya significación como hito en el desarrollo de nuestra sociedad civil podrá apreciarse más adelante. Esta experiencia inédita demuestra que la democracia y la igualdad no se contienen solo en un grupo de normas constitucionales o legislativas, ni en discursos inspirados, sino exigen sobre todo ganarse un espacio social real políticamente luchado. Al propio tiempo, ilustra la conveniencia de una ley de manifestaciones públicas, que regule por igual las de las iglesias y las de los LGTB, y que las deslinde de acciones dirigidas a perturbar el orden, como existen en todas partes (incluidos algunos países socialistas).
6. Si de contrarrestar la creciente conservadora se trata, resulta paradójico que el gobierno esté flanqueado entre los desplantes de las iglesias y los reclamos justificados del activismo LGTB, especialmente cuando fue el gobierno quien tomó la iniciativa del matrimonio igualitario en esta Constitución -y cuando esa puerta sigue abierta en el artículo 82. Para que el gobierno y los actores principales de nuestra sociedad civil -más que el sector privado y las ONG- naturalicen un diálogo continuado, que contribuya al intercambio real, se requiere que este no se estanque en la retórica predominante en los medios ni se arremoline en el tono rápido y furioso que menudea en las redes. Un diálogo ciudadano cara a cara, les permitiría reconocerse e identificarse en su diversidad y condición como personas, eventualmente entenderse y acordar sus desacuerdos, en lugar de representarse como bloques sin rostros llamados «LGTB», «iglesias» o «Estado/Partido».
7. En mi modesta experiencia, es posible reunir a tirios y troyanos en una misma conversación, si uno insiste en convocarlos y mostrarles la utilidad de hacerlo, con perseverancia y determinación. En cualquier caso, por difícil que sea, la construcción de un debate público dirigido a convencer mediante razones tiene más sentido político real que contentarse con predicar entre convencidos. Consignas, nuevas leyes y exhortaciones humanistas no nos ahorrarán la acción comunicativa dirigida a convencer y construir consenso pulgada a pulgada. Claro que no es fácil, y que se requiere persistencia y un umbral de frustración alto. Algunos de los convocados a esta conversación no tienen mucho interés, o temen complicarse la existencia, o propalan un diálogo que no ejercen, o sufren un sectarismo expreso o velado. Algunos prefieren un debate en cámara cerrada, a temperatura y presión constantes, como si la comunicación social hacia adentro y hacia afuera pudiera controlarse como antes. Algunos que propugnan la naturalización de la discrepancia les ponen etiquetas a los que no piensan como ellos.
Una clave que no deberían olvidar políticos, intelectuales, iglesias, creyentes todos, podría estar en lo que San Pablo les dijo a los Romanos en su epístola bíblica, algunos siglos antes de Marx: «Tú pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?»