Revisar los comentarios que lectores de diarios como El Mercurio y La Segunda cuelgan en sus ediciones electrónicas, nos lleva a contener la respiración, cubrirnos la boca y apretar el estómago. Como ante la visión de un crimen, ante una obscenidad, frente a un objeto repugnante. Por esa prensa se expresa sin filtros una mirada […]
Revisar los comentarios que lectores de diarios como El Mercurio y La Segunda cuelgan en sus ediciones electrónicas, nos lleva a contener la respiración, cubrirnos la boca y apretar el estómago. Como ante la visión de un crimen, ante una obscenidad, frente a un objeto repugnante. Por esa prensa se expresa sin filtros una mirada que comprime, como una masa espesa, los peores prejuicios mezclados hace un par de siglos y recalentados durante el desarrollo de la historia más reciente. Quienes reproducen esa barbarie discursiva son simples canales de la malacrianza familiar o escolar y, los peores, los que amplifican las distorsiones de la industria de los medios de comunicación.
Pero hay lecturas mucho peores. Son aquellas no sólo firmadas, sino reforzadas por un nombre, una biografía y un linaje político. Nos referimos a los apellidos que cruzan la trágica historia que ha construido al Estado chileno y a aquellas figuras que, en los albores del siglo XXI, entienden la modernidad como una mezcla acotada a su fruición tecnológica y a la gestión empresarial.
Pero en esa prensa oligárquica, donde abundan los espacios destinados a la opinión de la buena familia, la misma que ha rellenado las páginas históricas desde la política, economía y vida social, también aparecen, tal vez en un alarde conciliatorio, las viejas ovejas descarriadas que han regresado a su redil. Son aquellos conversos de la revolución, los aún llamados de «izquierda», útiles payasos para la coreografía del circo binominal.
Leer en esta prensa las columnas de Ricardo Solari, Eugenio Tironi u Oscar Guillermo Garretón es un doble ejercicio de resistencia. Es como ver esas máquinas retroexcavadoras conducidas por un sargento nazi a las puertas de Auschwitz. O como volver a mirar los informativos de TVN durante los años gélidos de la dictadura. Es la realidad, que sólo puede verse cuando somos capaces de despojar al objeto de sus apariencias. Los textos de estas figuras de la Concertación, que posan cual héroes de la modernidad en esta prensa, son tan escalofriantes por su grado de realidad, como esas imágenes de la más cruda y bestial política. Los héroes de esta modernidad han subido a esas tribunas para elogiar la grandilocuencia laguista o la dádiva bacheletista, pero la realidad es que están allí para complacerse a sí mismos.
Este es el discurso desnudo, real y bestial. Porque es el discurso del encantador de serpientes, del gran estafador. Es el socialismo de salón, del barrio alto, de club de golf. Es el socialismo de las altas finanzas, convertido, bajo una mágica e interesada retórica, en limosna, en despojos de la personal opulencia conseguida por el libre mercado. Nada es aquí más real que la mentira. Ya no hay apariencias, porque todo es falsedad. Lo es en el presente con perfumes caros, trajes exclusivos, activos empresariales o viajes en primera clase, y también en el pasado, cuando desde la comodidad del club de golf, lo mismo que desde esa tribuna periodística, construyen la historia y seleccionan a sus protagonistas. Garretón, varias veces director de empresas designado por la Concertación, no tiene rubor en recordar su origen político y vincularlo con su destino empresarial. Como si éste fuera la recompensa terrenal para los mitos vivientes de la revolución.
Es ésta tal vez la bisagra más oscura. Aquella que intenta unir lo antagónico, la revolución con la reacción, la generosidad con la avaricia, para volver a cocinar una propuesta política entre amigos y proyectarla al futuro. El mismo discurso espurio levantado por ya más de veinte años del que hoy sólo permanece su falsedad. La derrota de 2009 y la indignación de las calles no parecen decirles nada. Desde esas tribunas pretenden llamar otra vez a la ciudadanía a las urnas y reforzar, una vez más, sus propios intereses.
Pero hay un dato que aún no han asimilado. En las calles los desprecian. Pueden pasearse con tranquilidad por los salones de las torres del barrio El Golf, los fines de semana junto a sus vecinos por La Dehesa, caminar incluso con tranquilidad en una oficina de notario. Pero no pueden regresar a la calle, enfrentarse a la mirada de los ciudadanos que visten ropas arrugadas, zapatos polvorientos, que leen artículos en papel roneo y en páginas web de colectivos sociales y culturales. Estas personas, que son millones, los quieren tan lejos como a sus ideas.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 747, 25 de noviembre, 2011
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