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Reconfigurar la esperanza en un contexto de desesperanza

Fuentes: www.acompaz.org

Hace varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país ante un público en su mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al terminar, una señora me reclamó, muy enojada, porque había dejado en el público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a continuar empeorando. Según ella, […]

Hace varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país ante un público en su mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al terminar, una señora me reclamó, muy enojada, porque había dejado en el público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a continuar empeorando. Según ella, yo habría faltado a mi deber de hacer una lectura de la situación desde la óptica de la esperanza cristiana y de dejar en los oyentes una sensación de esperanza.

Yo le respondí que habría faltado a la verdad si hubiera terminado mi exposición afirmando que las cosas iban a cambiar en un plazo previsible. Yo no veía honestamente ningún signo que anunciara un cambio positivo sino todo lo contrario: los poderes de muerte que estaban dominando en mi país mostraban tal fuerza, que tenían todas las posibilidades de consolidar progresivamente su dominio.

En ese grupo de asistentes zaragozanos se levantó aquella noche un debate muy emotivo sobre la esperanza, que me dejó profundos interrogantes.

Es cierto que la esperanza tiene un elemento de audacia y de rebeldía frente a lo que la realidad cruda trata de imponernos. Es cierto también que la esperanza no puede alimentarse de lecturas de lo que ya existe, hechas con instrumentos de ciencia, que solo nos permiten acceder a lo que es y no a lo que debe ser. Pero también es cierto que una esperanza que trate de subestimar los condicionamientos de la realidad, o ignorarlos o evadirlos mediante discursos referidos a mundos inexistentes, es una esperanza que podría calificarse como opio o somnífero, que nos lleva a tolerar fácilmente la ignominia real, cubriéndola con un manto de sueños irreales.

Muchos paradigmas de la esperanza, tanto en el mundo de lo teológico, centrados en la salvación, como en el mundo de lo político, centrados en la revolución, han encerrado la esperanza en fronteras ideológicas con fuertes dosis de resignación y de espera pasiva.

Creo que al menos en los medios cristianos progresistas ya no se caracterizan como esperanza las actitudes pasivas, lo que en el pasado fue considerado como la virtud «cristiana» de la resignación.

Erich Fromm, en un escrito que tituló La Revolución de la Esperanza, ha expresado bellamente su manera de comprender la esperanza en estos términos:

• «Tener esperanza significa estar presto en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida. Carece así, de sentido, esperar lo que ya existe o lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer».

Para Erich Fromm, la esperanza es un elemento de la estructura vital del ser humano, pero está ligada a otro elemento fundamental de esa estructura vital, que es la fe. Y Fromm describe la fe, en ese mismo capítulo, como «el conocimiento de la posibilidad real, la conciencia de la gestación. La fe es racional cuando se refiere al conocimiento de lo real que todavía no nace, y se funda en esa facultad de conocer y de aprehender que penetra la superficie de las cosas y ve el meollo. La fe, al igual que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión del presente en estado de gestación» (ibid.)

Pero eso mismo que, según Fromm, es lo más característico de la esperanza y de la fe, o sea, ese esfuerzo por mirar lo real que no ha nacido pero que se está gestando; ese esfuerzo por comprender las líneas de fuerza que están configurando la realidad que está en gestación, es al mismo tiempo lo que explica la CRISIS DE NUESTRA ESPERANZA.

Muchos concentran su mirada en lo positivo de este mundo nuevo que se ha ido gestando y ha ido naciendo en la modernidad: admiran los avances de la ciencia, su poder de dominio sobre la materia y la maravillas logradas en el ámbito de las comunicaciones, pero otros quizás concentramos la mirada en los costos humanos que todo eso ha tenido y no podemos mirar con ninguna alegría ni entusiasmo esas maravillas. ¿Cómo no reconocer que ese mundo maravilloso de la modernidad ha ido dando a luz un «infierno» para al menos el 60% de los humanos?. Y hablo de «infierno» al recordar que en la Divina Comedia, de Dante, la inscripción grabada en la puerta del infierno lo hacía casi equivalente a la pérdida de la esperanza: «los que entren aquí, abandonen toda esperanza».

Yo quisiera tener una capacidad de mirada más corta para poder albergar algunas dosis de optimismo, pero cada que trato de escudriñar las líneas de fuerza de lo que se está gestando y que al nacer va derrumbando progresivamente nuestros sueños, me veo más incapacitado para elaborar la imagen de un presente en estado de gestación positiva y gratificante.

Mi identidad ideológica se fragua principalmente en los años 60, cuando realizo mis estudios universitarios de Filosofía y al mismo tiempo opto por la vida religiosa. Junto con otros muchos compañeros y amigos, jesuitas y no jesuitas, religiosos y laicos, creyentes y no creyentes, vivimos la fascinación del descubrimiento de que el mundo, y sobre todo nuestro continente y nuestro país, podían ser distintos. Latinoamérica era en esos años una ebullición de ideas políticas y teológicas que buscaban afanosamente encarnarse en la realidad a través de movimientos militantes. Liberación era la palabra mágica que despertaba todos los entusiasmos, tanto en lo político como en lo teológico. Testimonios como el de Camilo Torres o el del Obispo Gerardo Valencia, conmovían y desestabilizaban el statu quo, pero en casi todos los países, desde México y Centroamérica hasta el Cono Sur, surgían profetas y movimientos que invitaban a la acción. Los teóricos producían análisis tan evidentes de las estructuras de injusticia que era difícil dudar que quienes tuvieran una conciencia recta se comprometerían en un proceso de cambio revolucionario. Los ejércitos populares que surgían por doquier, parecían anunciar esos núcleos de resistencia que harían invencible los anhelos de las masas empobrecidas frente a la represión patológica de los poderosos. A pesar de la fragilidad de todo lo que nace de los excluidos, parecía que la esperanza comenzaba a invadir muchos campos antes copados por la fatalidad de la injusticia.

Los años 70 fueron los años del martirio. América Latina se fue llenando de dictaduras que se rotularon como de «seguridad nacional». El poder fue ejercido casi en todas partes por la casta militar que encarnaba la brutalidad. Las dimensiones de la barbarie parecían revelar que los poderes injustos estaban desenmascarando su verdadero rostro, irracional e inhumano, lo que llevaría irremediablemente a su deslegitimación y a su derrumbamiento, y que el movimiento revolucionario se estaba aquilatando en el sufrimiento y el martirio para hacer realidad una vez más la consigna de los primeros cristianos: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos». También allí creíamos que el testimonio de la sangre era la siembra de una victoria mucho más contundente, gracias a su dimensión ética incontrovertible.

En Colombia no hubo dictaduras militares en los 70 ni en los 80, pero las estrategias represivas de nuestros gobiernos se acomodaron a los mismos principios de las dictaduras, reforzados por la astucia de preservar todas las formalidades de la democracia, para «legitimar» la represión con un discurso que la hacía aparecer como «defensa de la democracia».

A pesar de la barbarie, que inundó de sangre y de dolor el continente, esta etapa yo diría que no se vivió en la desesperanza. Había una cierta conciencia de que se atravesaba una noche oscura que ineludiblemente avanzaba hacia un amanecer.

A medida que avanzaba la década de los 80, las dictaduras fueron cediendo el turno a un modelo de Estado que se llamó, sin pudor, «de democracia restringida», diseñado por los tecnócratas e ideólogos de la alianza «Trilateral», la cual reunía a los colosos del capitalismo mundial: los Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Hubo un re-alineamiento de muchos restos de movimientos populares que salían anémicos de la gran noche de las dictaduras y que empezaron a rediseñar sus estrategias para aprovechar los pequeños espacios «democráticos» que ofrecían esos regímenes, en cuyo discurso no faltaban críticas a la represión dictatorial. El lenguaje de los derechos humanos, como un lenguaje legitimado por el foro mundial más amplio de poderes que es el de las Naciones Unidas, comenzó a perfilarse como una alternativa para canalizar los dinamismos de los movimientos populares que exigían justicia, o como una alternativa que, al someterse a las reglas y a los procedimientos del Derecho, alejaba los temores de la violencia revolucionaria como estrategia de cambio de estructuras.

Los últimos años de la década de los 80 y los primeros de la década de los 90 podrían caracterizarse como la expansión del discurso de los derechos humanos. Se creyó que la memoria negativa de la brutalidad de las dictaduras era suficientemente fuerte para alimentar un movimiento contra la impunidad que exorcizara para siempre la barbarie y que consolidara el respeto por el Derecho, de modo que progresivamente se pudieran reivindicar los derechos consagrados por la comunidad internacional como derechos humanos, incluyendo los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.

Sin embargo, dos fenómenos que se afianzaron con fuerza al comenzar los años 90 llevarían a la frustración todas estas esperanzas: por una parte, la crisis definitiva del socialismo realmente existente, con su efecto central que fue el de consolidar un mundo unipolar imperialista; por otra parte, la globalización progresiva de la economía mundial, que fue haciendo de los Estados y gobiernos poderes meramente simbólicos, ya que el poder real se fue ubicando en las empresas multinacionales y en el capital trasnacional.

Un nuevo ciclo de violencia vuelve a ser comprensible, pero ya no aparece articulado a proyectos concretos. La negación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales de pueblos enteros y de capas muy grandes de casi todas las sociedades, provoca protestas violentas y éstas provocan formas de represión aún más violentas. Se percibe el avance del terrorismo, que revela niveles muy preocupantes de desesperación.

No estamos ya en décadas anteriores en las cuales al menos había paradigmas alternativos de organización social, así estuvieran llenos de defectos. La misma corrupción de los modelos socialistas deja profundas oleadas de desencanto y de desesperanza. Pero lo que más alimenta la desesperanza es la fatalidad que cada día se afirma más, de que esta compleja realidad que llamamos mundo, como producto de una articulación de líneas de fuerza que dominan su meollo y parece lo dominarán por tiempos muy prolongados, está fatalmente condenada a mantener solo una pequeña franja de seres humanos que viva en condiciones aceptables, mientras encuentra cómo deshacerse de las grandes mayorías, las cuales deben mantenerse excluidas del consumo y del desarrollo humano mediante las reglas «democráticas» del mercado.

En años pasados leímos con estremecimiento aquellas novelas que Erich Fromm caracterizó como «utopías negativas», como la de George Orwell titulada «Mil Novecientos Ochenta y Cuatro», o la del Aldous Huxley titulada «Un Mundo Feliz». En ellas se nos mostraba, en el ámbito de la ficción, cómo un sistema podía programar a los humanos para que lo asimilaran y se adaptaran al mismo, exterminando valores que creíamos que eran los más profundamente humanos. Pero hoy, muchos de los mecanismos utilizados por el Estado colombiano, siempre con asesoría de los Estados Unidos, me recuerdan con mucho realismo los horrores de esas utopías negativas.

Cuando la tortura, practicada por agentes del Estado, se generalizó en Colombia en 1979, un grupo cada vez más numeroso de colombianos fuimos engrosando el movimiento de defensa y promoción de los derechos humanos. Encontramos en la confrontación entre el derecho interno y el derecho internacional una vía posible para defender valores humanos fundamentales que antes habíamos querido defender apoyados más en movimientos sociales y políticos que fueron demonizados radicalmente por el Establecimiento. Yo tuve que comenzar a sumergirme en disciplinas jurídicas que me eran ajenas hasta entonces, y mi esperanza se revistió, en dimensiones no despreciables, de lucha jurídica. No puedo negar que tuvimos algunos éxitos: logramos que el Estado colombiano firmara muchos tratados internacionales de derechos humanos; logramos modificar muchos procedimientos judiciales; logramos crear muchos cargos oficiales relacionados con la protección de los derechos humanos; logramos que organismos internacionales ejercieran presiones sobre el gobierno con miras a proteger a muchas víctimas, y un momento importante fue el cambio de la Constitución Nacional en 1991, pues la nueva Constitución incorporó en su texto la mayoría de los tratados internacionales de derechos humanos.

Pero a medida que todo este mundo de las formalidades legales se iba transformando, la realidad de las violación cotidiana y brutal de los derechos humanos iba aumentando y derrumbando todas las esperanzas que se habían revestido de juridicidad. Para mí, la década de los 90, en la cual ejercí como Secretario Ejecutivo de la Comisión de Justicia y Paz, y como tal tuve que tramitar la denuncia de millares de crímenes de lesa humanidad ante los poderes judiciales del Estado, constituyó un encuentro cara a cara con la ficción jurídica. Fui descubriendo cómo la impunidad se alimentaba de los dobles discursos y de estrategias inteligentemente diseñadas para que lo formal no afectara lo real. Por eso en los últimos años de mi servicio en la Comisión de Justicia y Paz preferí denunciar a la Justicia misma como un obstáculo, en lugar de una ayuda, para proteger la dignidad humana.

En Colombia ha existido desde mediados de la década del 60 la alternativa de la guerra, de la solución violenta al conflicto social, representada por grupos guerrilleros nacidos desde los inconformes y los pobres, que a pesar de la brutalidad de la represión, no se han extinguido sino que han crecido. La esperanza que puede encarnarse en un conflicto armado es una esperanza muy frágil. Toda guerra trae males enormes, y mucho más una guerra entre fuerzas enormemente desiguales. Por eso desde hace 20 años existen también en Colombia movimientos por la paz, en los cuales la esperanza se reviste de una solución política y no militar al conflicto armado, pero son movimientos que en estos 20 años solo han cosechado frustraciones y desesperanzas. A pesar de que en muchos discursos se acepta la necesidad de un cambio urgente de las estructuras económicas, sociales y políticas para que desaparezca la justificación de la guerra, en las negociaciones reales solo se busca que el statu quo se preserve incólume.

En los últimos años la guerra se ha agudizado mucho y ha llegado a producir destrucciones y traumas muy profundos en la sociedad. También la modalidad de guerra que vivimos destruye profundamente la esperanza. No es fácil entender la lógica de esta guerra, ya que la lectura predominante es la del Establecimiento, dueño de los medios masivos de «información». La comunidad internacional ha canalizado sus esfuerzos de paz hacia Colombia a través de dos consignas centrales: convencer a los dos polos de la necesidad de una solución política negociada, en lugar de una solución militar del conflicto, y urgir la aplicación del Derecho Internacional Humanitario. Estas dos consignas, que se ven tan justas en su formulación abstracta, cuando se llevan a los terrenos concretos se parcializan, porque los mediadores se niegan a entender las realidades crudas que han motivado la guerra y porque se niegan a entender que una guerra entre fuerzas enormemente desiguales no puede someterse a las mismas normas humanitarias de las guerras entre fuerzas relativamente equilibradas. En otras palabras, como en la mayoría de las guerras, se revela al mismo tiempo un profundo conflicto entre la lógica de la eficacia, por un lado, y la ética y el derecho, por otro.

Pero lo que hace más insoluble el problema de la guerra en Colombia es que el Estado, asesorado por los gobiernos de los Estados Unidos, creó desde los años 60 un instrumento para degradar la guerra sin medida, como es la estrategia paramilitar, que implica cuerpos de civiles armados que actúan como brazo clandestino del ejército oficial, diseñados para traspasar todas las barreras jurídicas y éticas de la guerra con el fin de garantizar su eficacia. La lógica de este instrumento ha llevado necesariamente a que la población civil se vea cada vez más involucrada en la guerra y a que los métodos de terror dominen cada vez más el desarrollo de la guerra. Y lo que hace más insoluble un conflicto así, es que esa misma lógica obliga a crear lenguajes ficticios en que el Estado tiene que hacer jugar el rol de «actor independiente» al paramilitarismo para poder legitimarse ante la comunidad internacional, y el Estado colombiano, inmerso en una esquizofrenia inveterada, ha jugado magistralmente ese papel.

Cuando nuestra esperanza se ha revestido de verdad; cuando hemos concentrado nuestros esfuerzos en poner al menos nuestra realidad cruda ante los vista de nuestros compatriotas y de la comunidad internacional, con la confianza en que la sola visión desnuda de lo que ocurre despertará los sentimientos y dinamismos más genuinamente humanos para oponerse a la injusticia, entonces nos encontramos cara a cara con otra de las líneas de fuerza que caracteriza este mundo moderno en que estamos inmersos: el poder manipulador de los mass media, que ligado como está a los grandes conglomerados del capital, oculta y selecciona, tergiversa y manipula, demoniza y sacraliza, de acuerdo a intereses inconfesables. Se ha llegado incluso al extremo de exhibir como «mártires de la verdad» a quienes murieron bajo la violencia desesperada de las víctimas de sus mentiras.

Cuando nuestra esperanza se ha revestido de autonomía y hemos soñado ingenuamente que al terminarse la «guerra fría» habría desaparecido el esquema de los bloques hemisféricos de poder y que los Estados Unidos ya no tendrían tanto temor a la infiltración ideológica de una potencia enemiga en su «patio de atrás», terminando, por lo tanto, de bloquear nuestros esfuerzos de autodeterminación y de búsqueda de una mayor justicia social, también esta esperanza se derrumbó. Cuando desapareció el fantasma del «Comunismo», rápidamente los Estados Unidos diseñaron un nuevo pretexto: el del narcotráfico, para controlar de cerca todo movimiento de transformación social. Y a pesar de haber montado un discurso sobre el narcotráfico lleno de incoherencias y de mentiras, la comunidad internacional se lo ha creído y apoyado. El «Plan Colombia» es un proyecto de intervención política y militar que se apoya en ese discurso lleno de falsedades.

Frente a todo este derrumbe de los revestimientos de la esperanza es lógico que uno se encuentre con muchas manifestaciones de desesperanza.

No puedo dejar de recordar una reflexión compartida con un grupo de madres de desaparecidos en Buenos Aires, Argentina, cuando desde un balcón observábamos una manifestación de campaña electoral en un contexto en que todos los candidatos eran de derecha. En ese momento percibimos cómo se concretaba uno de los efectos más terribles de la dictadura: el haber eliminado a toda una generación ideológica y haber condicionado por el terror las opciones políticas de la generación siguiente, quizás predominantemente en niveles inconscientes. Era forzoso reconocer allí el éxito de la barbarie y su poder de diseño del futuro.

En Colombia constantemente me encuentro con antiguos militantes que solo pueden sostener unos escasos minutos de conversación luego del saludo, por el temor a hablar de su inserción actual dentro del sistema dominante. Hay ocasiones en que el tema surge penosamente, casi con la necesidad de una catarsis, y entonces va apareciendo el dilema existencial que los sigue atormentando en secreto, entre arruinar la vida, sometiéndola al riesgo permanente y a la persecución abierta o velada, en función de esperanzas que siempre se derrumban, o tratar de vivir con un mínimo de tranquilidad, así sea silenciando los valores en los que antes se había creído con la más profunda de las convicciones. No pocas veces se expresa esto como tributo al «realismo» y a la «sensatez», reconociendo que el mundo está dominado por poderes adversos a la justicia y a la razón.

También me he encontrado muchos casos opuestos: aquellos que arruinan su vida conscientemente; que la someten a los riesgos más extremos; que renuncian a toda estabilidad familiar y social, y asumen compromisos que están seguros que los llevarán a la muerte en plazos muy breves. Y no pocos de estos lo hacen sin esperanza; con la seguridad de que su lucha y la ofrenda de su vida no va a cambiar en nada la situación, porque los poderes contra los cuales se enfrentan son monstruosamente superiores, pero sienten que la única forma de ser fieles a sí mismos es destruirse pronunciando un «NO» rotundo frente a este mundo inaceptable, y tratando de destruir lo que más puedan de ese mundo antes de morir. Aquí se explica una de las formas del terrorismo actual, casi la única que nuestra sociedad percibe y señala con dedo acusador, pues el terrorismo de Estado ya casi no se percibe en el mundo de la opinión pública.

Estas realidades existenciales están incidiendo mucho hoy en el desarrollo de la guerra en Colombia. En algunos círculos intelectuales se está dando un debate sobre si es ético, o no, comprometerse en una guerra que no puede ser ganada, aunque se apoye en razones justas. Unos, invocando la «ética de la responsabilidad» como la define Max Weber, afirman que no es lícito apoyar una guerra que solo trae destrucciones y sufrimientos pero no aporta ninguna esperanza de éxito. Otros, apelando a la «ética de la convicción» como la define el mismo Max Weber, afirman que la esperanza de éxito no puede ser el criterio fundamental para participar en una guerra sino la justicia intrínseca de su causa. En todas las guerras se da un conflicto profundo entre la eficacia y la ética, entre los fines y los medios. Pero aquí se plantean desafíos muy radicales a la manera como asumimos la esperanza. Parece que la esperanza está ligada de alguna manera a la previsión de un éxito o de una recompensa futura.

Muchos se preguntan si la ausencia de esperanza de éxito no deja otra salida que aceptar la situación actual como imperativo ético, ya que intentar cambiarla solo aportaría fracasos acompañados de sufrimientos. Y desafortunadamente esa ausencia de esperanza de éxito es cada vez más evidente, dados los medios cada vez más poderosos en los que el statu quo se afianza.

Yo me he preguntado muchas veces si acaso las encarnaciones de la esperanza no están todas demasiado ligadas y condicionadas por el factor del éxito y de la recompensa.

La teología cristiana de la esperanza se ha construido durante muchos siglos rodeando de éxito y de recompensas los bordes finales de la existencia histórica del individuo; llenando de atractivos el Cielo que vendrá después de la muerte, cuyas gratificaciones se dibujan como inversamente proporcionales a los sufrimientos y privaciones de la existencia terrena.

La ideología política de la esperanza se apoya en un esquema idéntico al anterior. La misma secuencia de sufrimiento / recompensa se afirma allí, aunque en lenguajes secularizados, y quizás esa necesidad ideológica de consolidar la imagen del cielo secular de las revoluciones triunfantes, que concretice el éxito y la recompensa de los que antes invirtieron en sufrimientos y riesgos, es lo que más corrompe las revoluciones triunfantes y las convierte en un mecanismo de reproducción de las injusticias contra las cuales antes se sublevaron.

Pero yo me he preguntado cómo podríamos desligar la esperanza del factor del éxito o de la recompensa que actúan como su dinamismo impulsor. Todas estas crisis de esperanza nos obligan a veces a volver a mirar el Evangelio desde otras perspectivas y a descubrir en él dimensiones inéditas.

Muchos teólogos, durante varios siglos, han dibujado a Jesús predicando un «Reino de los Cielos» pletórico de recompensas patronales, al cual se accede después de la muerte. Otros teólogos más modernos lo han dibujado más bien predicando un «Reino de Dios» como utopía social e histórica, al cual se accede cuando se asumen comunitariamente los valores que se descubren con mayor autenticidad y espontaneidad en el corazón de los humanos, y cuando se derrumban las convenciones históricas producidas por el egoísmo. Una corriente contemporánea de teólogos ha optado por un punto de partida poco clásico, que es la reconstrucción histórica posible de Jesús de Nazareth como campesino judío del siglo primero, sumergido en la materialidad de su momento histórico y reaccionando humanamente frente a él, poniendo entre paréntesis su divinidad hasta poderla reconstruir como lectura de sentido elaborada por quienes asumieron sus valores, dotándose así de un blindaje frente a todos los señoríos deshumanizantes.

En esta última corriente hay lecturas que desafían y desestabilizan nuestras comprensión clásica de la esperanza. Los relatos de la muerte de Jesús, reinsertados en la materialidad de su momento histórico, la presentan como un rotundo fracaso, sobre cuya oscuridad se construye, quizás en varias décadas, la profunda teología de la resurrección. Y en el clímax narrativo de ese fracaso se retoma el primer versículo del salmo 22 que para muchos no deja de tener un efecto escandaloso cercano a la blasfemia: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?». En esta teología no hay una respuesta de Dios que penetre la materialidad histórica del fracaso para transformar o amortiguar su crudo realismo de fracaso. Las respuestas divinas serán elaboradas en otro nivel que es el de la fe, y en ellas no dejará de percibirse siempre el dinamismo que las alienta, que es el que se esfuerza por penetrar en la cara oculta del fracaso. Algunas de estas lecturas se atreven a señalar que Jesús prefirió morir registrando una dolorosa ausencia existencial de Dios, antes que morir traicionando alguno de los valores por los cuales se jugó la vida, los cuales lo llevaron, sin duda ninguna, al fracaso conmovedor de la cruz.

En esta teología se desvanece aquella imagen de la esperanza ligada inexorablemente al éxito y a la recompensa, y hay que comenzar a elaborar una comprensión de la esperanza relacionada más bien con el fracaso. Y no hay duda de que tal comprensión de la esperanza exigirá también la muerte de muchas imágenes de Dios; imágenes atadas a la lógica existencial del éxito y de la recompensa.

Yo me atrevería a caracterizar esta reconfiguración de la esperanza que aquí se insinúa, como una adhesión existencial a valores autovalidantes, o sea, a utopías y proyectos que no extraen su valor de la garantía, de la proyección o de la promesa de éxito o de recompensa extrínseca que conllevan, sino que valen por sí mismos y tienen un poder gratificante intrínseco que puede convivir perfectamente con el fracaso sin por eso destruirse.

No ignoro que esta comprensión de la esperanza no cabe en nuestra cultura occidental. El ser humano configurado por nuestra cultura, como lo señala Erich Fromm en el Arte de Amar, «experimenta su energía vital como una inversión de la cual debe obtener el máximo lucro, teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad (…) Su finalidad principal es el comercio ventajoso de sus destrezas, de sus conocimientos y de sí mismo como ‘bagaje’ de personalidad». Todas nuestras estructuras e instituciones educativas, recreativas, económicas, sociales y académicas están basadas en esa centralidad del éxito, como causa eficiente y final de la energía vital, a lo cual tampoco escapa la religión: Fromm añade: «la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es hacer al individuo más apto para la pugna competitiva» (ibid.) No hay duda de que el cristianismo se ha adaptado profundamente, durante siglos, a este patrón cultural y por ello tendríamos que hacernos demasiada violencia para separar la esperanza del éxito que ha sido su suelo nutricio.

Una esperanza que pueda convivir con el fracaso, dirían no pocos, se convierte en una esperanza melancólica, despojada de la alegría y el entusiasmo que se han considerado como sus notas concomitantes. No hay más remedio que aceptar este veredicto que sin embargo queda atrapado en nuestros patrones culturales de una alegría y un entusiasmo profundamente amalgamados también con el éxito.

Un cristianismo contra-cultural, como creo que sería el más auténtico, tendría que beber más en los patrones de las culturas subterráneas de los excluidos, casi siempre encriptados bajo revestimientos culturales equívocos, que les permiten sobrevivir bajo la cultura dominante, pero que apuntan a contra-valores que apenas asoman bajo fuertes capas de censuras. Yo me he preguntado, por ejemplo, por qué la muerte violenta tiene tanta densidad ritual y festiva, aunque se tenga que revestir de tantos símbolos negativos que la hacen aceptable entre los patrones culturales dominantes. Nunca hemos logrado que la celebración de la Pascua compita en densidad festiva con los Viernes Santos, a pesar de que la Pascua ritualiza con exhuberancia un éxito sublime, que trata de hacer esfumar la pesadilla de fracaso del Viernes Santo. ¿Qué ceremonia podrá superar el entusiasmo trágico de los funerales de los Kamikazes palestinos?

Hay alegrías que se revisten de tristeza. Hay entusiasmos que se revisten de tragedia. No es fácil subvertir estructuras mentales configuradas por la centralidad del éxito.

En toda esta densidad festiva de la tragedia parece ocultarse algo que no puede expresarse de otra manera en la cultura dominante, y es la convicción profunda de que es preferible sufrir la injusticia que participar en la injusticia, aunque lo primero tenga todas las connotaciones negativas del fracaso en la cultura dominante y lo segundo esté asociado a todos los éxitos y alegrías de la cultura dominante.

Esta convicción la expresa un escritor marxista checo, Milan Machovec, en su hermoso libro «Jesús para ateos». Allí afirma que «un ateo que asume seriamente, hasta la muerte, la vida y el esfuerzo por el movimiento que ama, sin cinismo y sin reservas oportunistas, puede muy bien admitir que el momento en que Pedro descubrió que Jesús era todavía vencedor, aunque solamente hubiera precedido una desoladora y concreta muerte en cruz, ha sido uno de los momentos más grandes de la humanidad y de la historia».

Pero para descubrir esto es necesario tomar conciencia de que la mayoría de las alegrías, éxitos y triunfos de nuestra cultura dominante están asociados a la injusticia, y de que la construcción de la justicia está ordinariamente asociada al fracaso y al sufrimiento, aunque posea el máximo poder gratificante en un Evangelio contracultural.

Solo quiero señalar con esto último que los pozos donde bebe la contracultura son pozos profundos, y no es fácil sumergirse en esos socavones.